El germen de esta conversación se sitúa en una desolada tarde de agosto de 2012 ante dos tazas de café en La Noria, en Santa Cruz de Tenerife. Fue allí cuando pude conocer personalmente a un autor que me había mantenido ocupado, entre otras traducciones, a lo largo de más de dos años. La fase en la que un traductor acribilla a «su» autor en busca de respuestas a pasajes oscuros ya había quedado atrás. El libro había sido entregado unos meses antes. De modo que me convertí yo, en esa ocasión, en el interrogado. Las bien enfiladas preguntas de Karl Schlögel, su mirada atenta a las huellas de la historia en el patrimonio construido (o más bien derruido) de la capital tinerfeña, su conocimiento cauteloso acerca de Cuba y sus agudas interpretaciones, revelaban al historiador de vocación, o más bien al literato de altura al que la vida lo ha llevado a meter cualquier objeto afilado en cada grieta dejada en las paredes de la historia.
Terror y utopía aparece en una época en la que, por así decir, se agudiza el revisionismo en ambas caras del espectro político tradicional. La hasta hace poco incontenible euforia neoliberal es en buena parte también un resultado de la historia aún no lo suficientemente estudiada de los desmanes cometidos por el régimen totalitario soviético, los cuales, de algún modo, también fueron «exportados» a los demás países situados bajo la égida de Moscú. Los «apareamientos» son a veces curiosos. La Rusia de hoy parece gobernada a partir de una singular combinación de autoritarismo y libre economía de mercado a lo Manchester. ¿Cree que el libro puede contribuir en cierto modo a ese análisis crítico del pasado con repercusiones duraderas para el presente?
Creo que el libro puede contribuir en algo a la compresión de aquello a lo que llamamos «estalinismo». Para los que vivieron las décadas de 1930 y 1940 resultaba incomprensible lo que estaba sucediendo con ellos y a su alrededor. Nosotros, que hemos nacido después, tenemos cada vez un mayor conocimiento del tema, más que la generación que lo vivió en carne propia. Sabemos cuál fue el devenir posterior de la historia, y tendemos a hacer uso de ese plus de conocimiento; tendemos, en cierto modo, a ser «sabihondos», a creer saberlo todo mejor. Ya para nosotros no hay enigmas. Pero para la generación afectada, la que vivió el año 1937, no había explicaciones sobre el por qué sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus padres o sus hijos eran inculpados de los delitos más absurdos, al tiempo que, por otro lado, sucedían tantas cosas que despertaban su entusiasmo, que los impresionaba: las escuelas que se construían, las infraestructuras para el transporte, los estrenos en los cines de magníficos musicales, los progresos en la aviación, etc. En la década de 1930, bajo Stalin, se quebró la diferenciación entre los verdadero y lo falso, entre los conceptos de amigo y enemigo. Cualquiera podía ser declarado un enemigo, y el régimen estalinista necesitaba enemigos, muchos enemigos, elementos subversivos, espías, parásitos y saboteadores, gente a la que se pudiera responsabilizar de los accidentes ferroviarios, de las epidemias que afectaban al ganado, de las colas delante de los comercios. El odio y la rabia debían ser canalizados hacia esos «enemigos», según el clásico mecanismo del chivo expiatorio. Esa situación era bastante diferente bajo el régimen de Hitler: en el Tercer Reich todos sabían quiénes eran los amigos y quiénes los enemigos. Los enemigos estaban muy bien definidos: los judíos, los comunistas, los socialistas, los cristianos confesantes, los homosexuales, los gitanos, los eslavos. Y era a ésos a los que se perseguía. A los demás –a la gran masa de los alemanes— no se los tocó. Por ese motivo resulta difícil imaginar cómo hubiera podido organizarse un movimiento de resistencia bajo el régimen de Stalin: ¿contra quién? ¿con quién? En ese sentido, existen algunos paralelismos con la actualidad: Putin y los nuevos grupos dominantes necesitan enemigos a los que puedan responsabilizar de los fracasos, se construyen elementos subversivos, saboteadores, «agentes», a fin de sabotear la auto-organización de la sociedad e impedir la formación de grupos opositores. El libro podría mostrar que existen determinados mecanismos y formas de pensar que están asociados a un enorme número de víctimas, pero no podría dar ningún consejo sobre cómo solucionar los problemas de hoy. Lo necesario es algo que ya Lenin exigía: el análisis concreto de una situación concreta. Y esto resulta más difícil que el análisis del pasado. No hay recetas que puedan adoptarse. En realidad, para resolver esos problemas se necesita de toda la «intelectualidad rusa», toda la «inteligencia colectiva» de esa sociedad, y los problemas son muchos: los relacionados con la demografía, la corrupción, la renovación de las infraestructuras, el sistema educativo, etc. Lo peor en la actualidad es que no existen esperanzas para que gente joven y emprendedora, con mucha energía y llena de iniciativas, se comprometa en ese proceso. El que puede hacerlo, se marcha del país. En los últimos tres años se han marchado 1,3 millones de personas casi todas jóvenes. ¡Es una cifra superior a la de la época de la guerra civil!
El capitalismo surgido en la Rusia postsoviética es un fenómeno completamente nuevo para el que no existe analogía, ni siquiera la de los robber barons de Estados Unidos en el siglo XIX. Jamás se produjeron acciones de expropiación, apropiación y saqueo como las que tuvieron lugar en las décadas de 1980 y 1990 en Rusia, jamás hubo tal arbitrariedad sin límites, jamás se vio una sociedad tan desmoralizada ni agotada como la rusa después de 1991. No existe una tradición empresarial, ya que ésta quedó interrumpida por setenta años de comunismo, no existen instituciones sobre las que edificar, no existe una memoria institucional. No obstante, resulta asombroso el número de cosas que ocurren en ese país, y no solo en Moscú. Hay una capacidad de improvisación, una forma individual de controlar las crisis, un coming to terms con situaciones imposibles que me desconciertan una y otra vez. Pero se carece de una política que aúne todas esas fuerzas, que las concentre y las transforme en una fuerza política e institucional. No soy economista, pero sé que la gran riqueza rusa es algo hortera si se la juzga en términos estéticos. Rusia necesita de una mayor clase media a la que se la deje en paz, a la que se la deje trabajar en aras de construir una sociedad normal.
Con el vuelo de Margarita (a partir de la novela de Bulgákov), usado a modo de entrada en el periodo que analiza el libro, ha conseguido usted una estrategia muy acertada. Apenas hubieran podido comprenderse las circunstancias de entonces sin esa mirada a vuelo de pájaro. Pienso, sin embargo, en una novela contemporánea de un autor ex soviético (ucraniano), Yuri Andrújovich, Moscoviada, que, con el propósito de recrear la atmósfera en Moscú en los años noventa recurre a un descenso a los abismos de la nueva (y pasada) sociedad moscovita. ¿Cómo podrían leerse los tiempos de hoy en el espacio?
En efecto, me siento muy feliz de haber encontrado lo del vuelo de Margarita. Eso me salvó. Si no hubiera encontrado ese punto, ese desplazamiento, no hubiera podido contar la historia que abordaba el libro. Hasta el final no tuve claro cómo reunir todos los episodios de lo ocurrido en el año 1937. Pero se trataba precisamente de eso. Por un lado, tenemos tantas historias acerca del terror, y otras tantas historias presentadas por el cine, pero no teníamos una historia en la que ambas cosas se presentasen juntas. Y eso fue la clave para todo el libro.
Conozco a Yuri Andrújovich y estimo sobre todo sus ensayos, que me son muy cercanos, ya que él y yo nos hemos movidos por los mismos espacios: Galitzia, Ucrania, Polonia. También he escrito sobre ello. Aún no conozco sus novelas, pero les prestaré atención. Leo mucho a partir de puntos de vista históricos y sociológicos, y lo que me llama la atención es la dureza, la radicalidad y la brutalidad –tanto en los sujetos como en la expresión verbal— de los autores rusos de hoy; pienso sobre todo en Sorokin, Prilepin y Limonov. Uno nota, en estos casos, que ya no existe censura, que existe una forma de «pensamiento salvaje» que puede insuflarnos miedo, y eso sucede también, por cierto, en las películas, marcadas por una dureza neo-bárbara que no conocemos siquiera de las películas americanas. Eso es también el producto de la destrucción. Me interesaría dónde ven los autores rusos el elemento «salvador», más allá de sentimentalismos y de nostalgias. Me pregunto siempre por qué en Rusia –a diferencia, por ejemplo, de Polonia— no existe una tradición fuerte del reportaje, del periodismo investigativo, de la pesquisa literaria. Ello, ciertamente, tiene que ver con la existencia de una prensa tutelada por parte del Kremlin y de los nuevos oligarcas, pero a veces pienso que los autores no salen de Moscú, que prefieren asentarse más bien en París o Berlín, no en Novosibirsk, en Tiumen o en Sarátov. No conozco ningún reportaje sobre la situación en los pueblos o en las ciudades del norte, todas moribundas, en medio de un vasto proceso de decadencia, pero tampoco conozco reportajes sobre los llamados boom towns del sur, como Krasnodar, por ejemplo, o Rostov, a orillas del Don.
Cuando viajo por el país me intereso siempre por esa «hierba que crece en silencio», no por las catástrofes. Ver crecer la hierba es mucho más difícil que percibir las catástrofes, que hasta los ciegos pueden distinguir.
Pero, en general, me siento bastante desconcertado sobre el rumbo que lleva el país, es un poco como el Volga, que en algunos puntos no se sabe si fluye hacia un lado o hacia el otro.
Volvamos a un tema que ya tocó usted en su primera respuesta: a menudo el nacionalsocialismo y el estalinismo se mencionan al unísono sin ningún matiz. ¿Dónde trazaría usted los límites de las diferencias y de las similitudes?
Se los menciona al unísono casi siempre cuando se aborda el despliegue de violencia contra seres humanos, la dictadura terrorista frente a una sociedad, el dominio de una única doctrina o ideología. Y esto es perfectamente legítimo en nombre de los millones de víctimas de ambos regímenes. El discurso sobre el «Estado totalitario», la teoría del totalitarismo, ha formulado la experiencia de esa indefensión absoluta del individuo frente a un Estado todopoderoso. Se arraiga en la doble experiencia, en especial de los pueblos de Europa, vivida bajo el dominio de Hitler y de Stalin, sobre todo en Europa Central y en el sureste del continente. Pero el haber resumido esa experiencia desde el punto de vista teórico es el gran mérito histórico de la teoría sobre el totalitarismo. Sin embargo, tenía sus puntos flacos, los cuales se hicieron evidentes en las décadas posteriores, siendo analizados y criticados por otras escuelas, como la de la teoría de la modernización y la de la historia social y cultural. Durante la Guerra Fría, la teoría del totalitarismo cumplió también una función ideológica en la lucha de Occidente contra el comunismo, si bien en esa lucha se pasaron por alto o se ignoraron del todo las diferencias históricas entre el nacionalsocialismo y el estalinismo. Ambos sistemas de dominación surgieron a partir de la crisis del mundo burgués, del ancien régime, del colapso de Europa en la Primera Guerra Mundial. Fueron movimientos radicales, uno con una orientación racista y nacional-revolucionaria, el otro con una orientación social-revolucionaria. En muchos sentidos, esos movimientos interactuaron en Europa, pero las condiciones de partida y el lugar social de ambos movimientos y sistemas eran radicalmente distintos. Alemania era uno de los países industrializados más desarrollados del mundo, Rusia estaba en ese momento en el umbral de la industrialización; Alemania tenía las instituciones políticas de un Estado de derecho, instituciones ya establecidas, que funcionaban; Rusia ni siquiera las había conocido propiamente dicho; Alemania era una sociedad de clases desarrollada, con estructuras y organizaciones claras, en Rusia, el proceso de la formación de clases y su estructuración se vio interrumpido por las turbulencias de la Guerra Mundial, la revolución y la guerra civil, y fueron incluso revisadas en el sentido de una sociedad amorfa y desestructurada en la que el Partido, el Ejército y los aparatos de seguridad eran casi los únicos pilares del poder. En ese sentido, sería mucho más lógico no comparar a Alemania y a Rusia, no comparar estalinismo y nazismo, sino estalinismo y kemalismo, la modernización de Rusia después de 1914 y la del antiguo Imperio Otomano tras la revolución de la joven Turquía.
La violencia del régimen de Stalin se dirigió fundamentalmente hacia dentro, contra toda la sociedad, cualquiera podía ser declarado enemigo y ser perseguido por ello. En la Alemania hitleriana el enemigo era, sobre todo, un enemigo de fuera, los pueblos que debían ser sometidos y explotados, y estaba, además, un grupo cuantitativamente pequeño y muy bien definido, de enemigos internos: judíos, comunistas, socialistas, homosexuales, gitanos, cristianos confesantes. Lo novedoso y terrorífico de las personas arrestadas y torturadas por la NKVD era que fueran golpeadas y asesinadas por su propia gente.
El libro Terror y utopía dinamita los límites tradicionales del género ensayo. A veces es inventario, ensayo literario, biografía, historia de la tecnología en la segunda mitad del siglo XX. Fue el formato de presentación algo resultante del propio tema o fue elaborado posteriormente desde el punto de vista editorial?
Soy del criterio de que la forma narrativa, la retórica, la narración resultan decisivas; que el cómo de la historiografía es tan importante como el qué. Existe, por supuesto, una diferencia cualitativa, imposible de eliminar, entre la historiografía y la literatura: nosotros, los historiadores, tenemos que demostrar cada proceso, cada acontecimiento, cada atmósfera, a partir de fuentes, tenemos que contar con fuentes, o como lo ha dicho Reinhart Koselleck, tenemos que tener un «derecho a veto» en todo. Los escritores han de obedecer a las leyes del arte, de la imaginación, de la lógica del plot, etc., tienen una libertad infinitamente mayor que los historiadores. Pero los historiadores podrían aprender mucho de la literatura, y eso es algo que se ha pasado por alto con frecuencia hasta hoy. Para la historiografía no existe ningún esquema determinado según el cual haya que reconstruir y narrar la historia. Más bien cabría decir que cualquier material, cualquier tema, exige una forma apropiada y propia de acceder a él, una forma específica. Una historia determinada solo puede contarse de una manera determinada. Las cuestiones de la narración no son de tipo técnico, sino que tienen que ver con la verdad. En mi libro hube de lidiar con un problema, con una historia que tuvo lugar en un determinado periodo de tiempo (1937), en un determinado lugar (Moscú). Yo, siguiendo a Bajtín, lo llamo «cronotopo», es decir, una unidad de tiempo y espacio. El cronotopo del que se trata aquí es el del shock, la ruptura, el de una maldición que cae del cielo de manera sorpresiva; y así fueron percibidos por los contemporáneos aquellos arrestos sin orden ni concierto. Nadie podía explicárselo: a diferencia de los actos de represión en la Alemania nazi. En este último caso, todo arrestado sabía por qué lo habían arrestado. Por lo tanto, desde el punto de vista narrativo, quise reproducir la confusión, la arbitrariedad, el carácter repentino, la convivencia de normalidad (el Luna Park) y el terror (arrestos, ejecuciones), así como la radicalización y la aceleración del movimiento. Durante mucho tiempo no tuve claro cómo podría hacerlo. Primero pretendí salir a pasear por Moscú en compañía del flâneur de Benjamin, y luego trabajar con la técnica del montaje de Eisenstein; pero aquello no funcionó, ya que el flâneur avanzaba demasiado lentamente, y era hasta anacrónico, y Eisenstein no podía reproducir la lógica interna de la auto-destrucción. La salvación, para mí, fue el redescubrimiento de Mijaíl Bulgákov, es decir, la perspectiva del vuelo de Margarita sobre Moscú, que puede captarlo todo de un solo vistazo desde arriba. Si no hubiera encontrado esa perspectiva, no hubiera podido acabar el libro.
Todo lo demás, esos momentos de la historia tecnológica, las cartas, las actas de los interrogatorios, las reflexiones intercaladas, se derivaron de forma espontánea. Esa cuestión del aspecto narrativo me resulta sumamente importante. Y ella vuelve a servirme, de un modo distinto, nuevo, en el libro que estoy escribiendo en la actualidad: un libro sobre el Volga.
Por lo demás, tanto los lectores en Alemania como en el extranjero han entendido muy bien la forma narrativa empleada en Terror und Traum. Moskau 1937.
En español el libro se titulará Terror y utopía. Fue bastante difícil encontrar ese título. En alemán, la aliteración es acertada y lograda. En español, sin embargo, el título aludirá más bien a una dicotomía de la historia del espíritu: utopía-distopía, idealismo-autoritarismo. ¿Fue Terror und Traum su primera variante como título?
Creo que Terror y utopía es un buen equivalente para el título alemán. En un principio también pensé en usar en alemán «Terror y utopía». Pero Traum no solo era más atractivo por la propia aliteración, sino porque iba más allá: abarcaba también las esperanzas cotidianas, las expectativas de las personas en relación con una vida mejor. Y es cierto lo que usted apunta: con «utopía» se piensa más a menudo en un «programa utópico», algo irreal, irrealizable, ajeno a la realidad. Cuando reflexionaba sobre el título, hubo otras variantes: caos, por ejemplo, lo cual aludiría a la situación en la que se disuelven todas las diferenciaciones entre lo verdadero y lo falso, entre la realidad y la imaginación. También pensé en «arbitrariedad», ya que, realmente, era pura obra del azar a quién afectara aquel proceso. Pero en ambos títulos se hubiera perdido esa convivencia entre la cotidianidad más habitual y aquellos sucesos de violencia tan poco habituales. ¡En fin que, Terror y utopía es perfecto! Y me alegra mucho la perspectiva de que el libro se publique muy pronto en España. ¡Ojalá!
Señor Schlögel, muchísimas gracias por esta conversación.
He empezado a leer con gran satisfacción esta gran obra sobre ese terrible año de 1937 en Moscú. Me ha sorprendido que el capítulo dedicado a las purgas en España se hayan deslizado una serie de imprecisiones históricas que deberían, creo, haber sido subsanadas fácilmente.
Estimado José Luis Gamallo:
Lo que me dice es importante, y le agradecería me escribiera sobre esas “imprecisiones históricas” a mi correo: , para corroborarlo y, en caso de que fuera necesario, hacer las correcciones pertinentes en una próxima edición.
Un saludo muy afectuoso, y con toda mi gratitud por su comentario
José Aníbal Campos