La alarma social e informativa que está provocando el brote del virus del ébola se asemeja cada vez más a ciertos pasajes que recuerdo de Ensayo sobre la ceguera, la novela que José Saramago escribió en 1995 y que conviene releer estos días porque acierta en el análisis del comportamiento humano ante posibles casos de extensión global de una enfermedad contagiosa. En la novela, la población se va transmitiendo un extraño virus que afecta al sentido de la vista; las personas van perdiendo la visión solo con mirar a los ojos de un afectado. Lo que empieza con unos pocos casos aislados, supuestamente combatibles, acaba en una epidemia mundial imposible de controlar. En el caso del ébola, ante las primeras sospechas de que se pudiera convertir en una plaga universal, se ha recomendado encerrar no solo a los enfermos sino a sus familiares y vecinos (estado de cuarentena, cierre de carreteras, militarización de las zonas afectadas) para evitar la expansión del contagio. En Ensayo sobre la ceguera, la primera reacción también es la de recluir a los afectados en un pabellón que, poco a poco, se va quedando pequeño ante la llegada de nuevos apestados. En un principio son tratados como enfermos, pero pasarán a ser considerados peligrosos prisioneros a medida que se extienda el virus. A su vez, los afectados tratan de escapar del centro donde permanecen hacinados, ante la ausencia de víveres y de las condiciones mínimas de subsistencia. Hay un momento en la novela en la que los vigilantes que los custodian desde fuera se lían a tiros con ellos para que no escapen del pabellón. Como la vida misma.
Cada año en África mueren miles de personas por una realpolitik que permite y aviva guerras, hambrunas y otras calamidades en países ricos en recursos naturales. Una riqueza que provoca que las potencias mundiales, sin olvidar la (ir)responsabilidad de los dirigentes africanos, perpetren el expolio a costa de una población mermada, a la que no se le permite ni siquiera el derecho a huir de una miseria provocada por los mismos que les cierran las puertas en su viaje hacia un futuro mejor o, al menos, hacia la ensoñación de un futuro mejor. Mientras que a los africanos se les restringe atravesar nuestras fronteras, multinacionales y gobiernos extranjeros tienen abierto el pasillo principal a los recursos naturales del continente. Hagamos una cosa: que ellos no entren, pero nosotros tampoco realicemos ninguna injerencia en sus territorios. Seguramente así no tendrán tanta necesidad de venir a molestarnos. ¿Qué os parece? ¿Lo probamos?
El párrafo anterior les sonará a bla bla bla, a la consabida cantinela, a la eterna hambruna de Biafra, a moscas comiendo niños y a vacas escuálidas. A lo de siempre, vamos. El exceso en la dosis de información nos mantiene inoculados.
Pero entonces mira tú que llega el ébola, una enfermedad mortífera cuyo tratamiento todavía está en fase experimental y tardará en llegar a los principales focos de contagio. Mientras escribo esto, el virus ha provocado poco más de mil muertos. La malaria, una enfermedad que sí se puede tratar, provoca un millón de muertes al año, en su mayoría en el África subsahariana. Pero eso no es noticia para abrir telediarios. Sí lo es que un virus pueda contagiarnos y que fallezca un señor con nombre y apellidos reconocibles y con el mismo tono de piel que el nuestro. Se encienden entonces las alarmas, cualquier ciudadano procedente de África con un estado febril se convierte en potencial portador del virus, se exige el cierre del espacio aéreo de los países afectados y que se activen protocolos de urgencia sanitaria al menor atisbo de sospecha. Se teme por el turismo de las playas alicantinas (aquí el aberrante comunicado del Consell Valencià de Cultura). En definitiva, se emiten señales alarmantes cuando se corre el riesgo de que la epidemia pueda comenzar a afectarnos. Como la novela misma.
Lean, relean El ensayo sobre la ceguera.
En los medios de comunicación, los posibles afectados no son tratados como enfermos. Son presuntos sospechosos.
En la novela de Saramago, la última persona que mantiene la vista es una mujer que desde el principio se enfrenta a la plaga sin miedo: decide quedarse dentro del pabellón con los enfermos, a los que atiende sin temor a resultar contagiada. Ella es la última que observa el caos que se cierne sobre la humanidad por la imposibilidad de organizarse ante un caso de virus global. Y es que puede que una plaga universal esté en su primigenia fase de expansión. Cierto que existe una amenaza real y que no hay que desdeñar los efectos mortíferos que está provocando el ébola. Pero resulta incluso más preocupante la reacción —violenta, histérica, apocalíptica— que podamos tener como especie que la misma extensión de la plaga y sus altos niveles de mortandad. Nadie está a salvo de perder los estribos en caso de pandemia. Tampoco yo, aunque escriba esto.
Paco Inclán
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- Como la novela misma. Ensayo sobre la ceguera en la reacción ante el Ébola. - 8 septiembre, 2014