La noche es simplemente soberbia, totalmente despejada y en calma; el resplandor de la luna crea un brillo muy especial en las montañas cargadas de nieve, un frio seco pero punzante refresca mi rostro mientras parto bloques de hielo con un cuchillo; al acabar mi tarea, me quedo reflexionando mirando al cielo, embobado por la magia del lugar hasta que las manos empiezan a dolerme de frio
Podríamos decir que todo empieza con ese libro apasionante sobre valientes exploradores que se atreven a adentrarse en una tierra incógnita no delineada en los mapas; ese libro con el que disfrutas, de forma indirecta y totalmente segura desde tu sofá orejero, de un relato cuyos protagonistas afrontan toda serie de peligros y penalidades, a veces por interés comercial, como abrir una nueva ruta, otras por el orgullo de ser el primer humano cuyos pies pisan un remoto lugar, a veces por el inexplicable y ciego impulso de ir más allá. De entre todas las aventuras humanas, pocas me llaman tanto la atención como las exploraciones polares; en ellas, superar el simple día a día se convierte en una hazaña épica. Por supuesto, al terminar la lectura seguimos en casa y por frio que sea el invierno nos sabemos seguros ante el vano ataque del viento contra nuestra ventana, y nos acostamos en la cama tratando de imaginar, mientras nos vence el sueño, cómo nos sentiríamos si nuestro lecho, en vez de estar colocado sobre un suelo bien cimentado, se hallara sobre la voluble banquisa, sabiendo que en cualquier momento la corriente marina podría provocar una grieta y seríamos engullidos por el oscuro oceano.
En el caso de Ramón Hernando de Larramendi, co-autor junto con Antonio Martinez Peral, Manuel Olivera Marañón y Rafael Peche Acosta de Tres años a través del Ártico (Varasek Ediciones, Colección On the road, 2014), fue una lectura de adolescencia la que plantó en su mente el sueño del Norte, y no cejó hasta poderlo hacer posible. Tras varias expediciones, Ramón se planteó realizar una expedición de Groenlandia a Alaska, a semblanza de la Quinta Expedición Thule liderada por Knud Rasmussen[1] con la idea de hacerlo a la manera de los antiguos esquimales[2], combinando el trineo tirado por perros y kayak; se trataba de medirse frente a la naturaleza sin aditamentos, un empeño lleno de romanticismo pero también de peligro que se materializaría en la Expedición Circumpolar Mapfre, que recorrió un total de 14.000 kilómetros de 1990 a 1993.
El primer paso consistió en una fase de aclimatación, de aprender de los esquimales las técnicas que les permitirían sobrevivir a lo largo del viaje por sus propios medios: caza, pesca y el delicado manejo de los trineos de perros, que se complicó un poco más si cabe ya que los animales que conseguían eran aquellos de los que podían prescindir los locales, que precisan disponer de su mejor traílla para su propia supervivencia. Los expedicionarios también aprendieron el idioma, un paso que no todos los Qallunaat[3] que transitan estas tierras consideran preciso, pero que en cualquier viaje es una cortesía muy apreciada por los nativos, por no decir una idea francamente útil para manejarse en aquellos lugares en los que no había esquimales que supieran inglés.
Pese al talante hospitalario de los esquimales y la buena disposición de los viajeros, a veces las diferencias culturales crean situaciones de desencuentro. En una ocasión, Ramón y Rafa vuelven de una larga excursión entre los hielos para descubrir que algún visitante a su cabaña ha dado buena cuenta de la tortilla de patatas que habían dejado preparada para cenar a su regreso (más adelante, ellos se resarcirán devorando unas croquetas de pescado abandonadas a su suerte en una cabaña esquimal, al final de otra extenuante jornada).
Los esquimales no llevan ni brújula ni mapa, lo tienen todo grabado en la cabeza. En tierra conocen cada sitio por la forma de las colinas, los promontorios o los lagos, y en el mar simplemente saben donde estan las cosas aunque no las vean. El rumbo lo mantienen con el sol y las agujas de nieve que quedan marcadas en el hielo después de cada gran tormenta
A lo largo del viaje se enfrentarán a una naturaleza colosalmente indiferente a los empeños del hombre, cuya volubilidad está cerca de serles fatal más de una vez. Desesperados por disponer de una ventana con una metereología aceptable para avanzar, los viajeros se lanzarán a la ruta en circunstancias no siempre seguras, lo que ocasionalmente les pone en situaciones imposibles en las que se juegan la vida. El magnetismo del polo hace que las brújulas no sean fiables y Ramón lamentará no haber hecho la pequeña concesión a la modernidad de llevar un GPS consigo. No es inusual, a lo largo del viaje, que trayectos con una duración estimada de dos días acaben necesitando 24 para ser llevados a cabo ante la continua aparición de obstáculos que no obstante se superarán a base de un intenso desgaste físico, tozudez y un punto de inconsciencia. No hay que desdeñar el peligro que supone no llegar al punto de destino en el plazo estimado cuando la travesía se alarga: las provisiones de hombres y perros escasean, aún racionadas, y las circunstancias no son siempre favorables a la caza para aumentar la despensa.
Los expedicionarios van alternando sus voces en los diversos capítulos de la narración, aportando su punto de vista personal, lo cual nos da una visión bastante completa. Asimismo, es un ejercicio de honestidad que resalta también los puntos de desacuerdo entre sus componentes, aún a costa de desvelar sus momentos de debilidad. Así como no hay que menospreciar la compleja jerarquía que rige el tiro de perros, en el equipo humano es evidente que uno de los mayores peligros del Ártico no son los riesgos derivados de su arisca orografía y la caprichosa deriva de los hielos, sino cómo la mente humana se enfrenta a ellos. En el páramo helado, el no hablar las cosas a tiempo o los bloqueos emocionales entre compañeros, son tan peligrosos como que tu kayak se tope en el mar con una morsa camorrista. En un momento del trayecto, dos de los viajeros finalmente se sinceran y discuten sus problemas como equipo. Es llamativo cómo a partir de ahí su velocidad media parece aumentar, como si el mutuo entendimiento fuera el ingrediente que faltaba para enfrentarse con éxito a todas las complicaciones de la ruta.
Me parece sorprendente la cantidad de tipos de hielo y su riqueza de matices. El hielo nuevo, el de un año, el de varios años de edad, el de los icebergs, el húmedo, el seco, el dulce y el salado, el del otoño y el de la primavera
Los esquimales saben bien todo eso, su estilo de vida no se debe a la casualidad; sus robustas bromas, sus semblantes sonrientes y su hospitalidad no existen por que sí, son herramientas de supervivencia indispensables para enfrentarse a la dura vida ártica, su larga noche invernal y la oscura melancolía que todo ello puede generar. Pese a la injerencia del progreso que traen los occidentales, sólo pueden sobrevivir en el lugar más septentrional en el que nunca hayan vivido los humanos siguiendo su estilo de vida tradicional. Allá donde ni los fieros vikingos se pudieron establecer de manera duradera[4], aquellos a quienes Jean Malaurie llamara «los últimos reyes de Thule», han permanecido. Ese modo de vida está desapareciendo, y pese a que algunos siguen optando por la dura pero independiente vida de sus abuelos, la injerencia de las administraciones y las indudables comodidades de la vida moderna están erosionando la identidad de los pueblos del norte; mientras que en Groenlandia aún predomina el uso de los trineos de perros, en Canadá se ha universalizado el uso de motonieves, que hacen a los esquimales más dependientes de recursos externos. Las nuevas generaciones se enfrentan al dilema de perder su tradición ancestral al alto precio de la subordinación a un tipo de vida ajeno, con la pérdida de autoestima y la desorientación que ello comporta. Sólo queda esperar que los jóvenes puedan sintetizar un tipo de vida que compatibilice los avances de la técnica con una manera de vivir que les ha ayudado a sobrevivir en el ártico durante siglos.
… cuando le pregunto qué vida prefería si la de antes o la de ahora. Él me responde que antes era más sencilla porque solo dependía de si mismo, mientras que ahora aunque cosas concretas son más fáciles, no tiene control sobre su vida. Sus palabras me dan mucho que pensar.
Una de las cosas que creo que hubiera estado bien añadir al libro sería un mapa antes de cada capítulo detallando la parte del trayecto descrito en éste, añadido a los dos mapas al principio. Sin embargo, el lector puede optar por hacer como yo, simultanear la lectura con consultas a Google Maps, un ejercicio que incluso a ojo de satélite nos ilustra unos parajes imposibles, aquellos que los hombres del norte transitan sin pestañear y que estos decididos exploradores atravesaron a lo largo de tres años.
Notas:
[1] En esta expedición, que duró de 1921 a 1924, el gran explorador fue de Groenlandia a Alaska en trineo de perros: y si no continuó hacia Siberia fue por que no le dieron un visado, que si no…
[2] Los autores usan el antiguo término “esquimal”, y no “inuit”, como se hace preferentemente hoy en día, mantengo el término ya que el inuit define a los pueblos nativos del ártico de Groenlandia, Canadá y el Norte de Alaska, pero excluye a los Yupik del sur Alaska, que también entran dentro de lo que antaño se denominaba esquimales.
[3] Palabra con la que los inuit denominan a los que no pertenecen a su pueblo, comunmente usado para referirse a los caucásicos, aunque también se usa el término kabloonak, que por cierto es el título original de Mis aventuras con Nanuk el esquimal, un film de 1994 dirigido por el malogrado Claude Massot, una película que recrea el rodaje de la mítica Nanuk el esquimal (Nanook of the North, 1922) el mítico documental de Robert Flaherty. Ambas películas son francamente recomendables tanto si ustedes son aficionados a los temas árticos como si no.
[4] Los vikingos se establecieron en Groenlandia al llamado del islandés Erik el Rojo, que para atraer colonos llamó a esta gran isla con el publicitario nombre de “tierra verde” (grænland). Pese a que Groenlandia no era ni de lejos tan verde como la pintaba el espabilado de Erik, las colonias vikingas perduraron durante 5 siglos, extinguiéndose en el siglo XV por motivos desconocidos sobre los que aún hoy se teoriza: Cambios climáticos, epidemias, ataques o conflictos con los Inuit, ataques de barcos piratas o incluso emigración (en pos de una clima más amable) a las costas norteamericanas, en la Vinlandia descubierta por el hijo de Erik, Leif Eriksson.