And I find it kind of funny
I find it kind of sad
The dreams in which I’m dying
are the best I’ve ever had(Mad World, Roland Orzabal)
Se suele considerar el mundo onírico como una excrecencia del pensamiento, algo en lo que nos sumergimos en el preciso momento que la conciencia deja de estar por la faena, y ese sofá en el que empezabas a quedarte sopa se convierte en un vórtice multiversal un tanto bizarro con fondo sonoro de la teletienda. Se califica a estas visiones como un producto de la imaginación, como una reelaboración metafórica de nuestras percepciones en estado consciente, y sin embargo, si se han fijado, el escenario y el reparto que pueblan nuestros sueños se suelen repetir, con menos variaciones de las que nos pensamos, como si al no estar despiertos entráramos en un mundo con una geografía ajena pero perfectamente definida y regida por otras leyes físicas, o normas metapsíquicas.
No sé, si en la rotundidad del primer sueño, penetraba a veces en mi mente parte del contingente armado, si a modo de patrullas, acampaban en los rincones del blando cerebro y allí permanecían agazapados.
Se repiten los pasillos oscuros por los que huimos, los abismos por los que nos precipitamos, nuestras víctimas, a quienes matamos profiriendo aullidos feroces[1] o los amantes esquivos que por fín acceden a consumar el idilio justo antes, ay, de que suene el despertador. Es ese mundo el que reencuentro leyendo Mansa Chatarra, de Francisco Ferrer Lerín (Jekyll & Jill editores, 2014)[2], un libro al que no calificaría de conjunto de relatos fantásticos de carácter onírico sino como obra sólidamente realista (de otras realidades, sí, pero realista al fin y al cabo).
Reconozco haber sentido un escalofrío cuando en el libro me encontré con la descripción del atropello de un gorrión, casi idéntica a la propia experiencia de haber arrollado un pajarillo campestre[3] que hubiera seguido vivo de circular yo a la velocidad adecuada a la vía. Hasta aquí podría pensar que tal accidente puede ser un hecho común y probable en toda carretera que atraviese el campo, pero luego me topo con el pueblo del Somontano del cual era natural mi padre, dando nombre a una población alterna que también se articula a los lados de una vía principal (Sólo aparece un Abiego en todo Google Maps, así que la noción de un Abiego paralelo me sacude brevemente).
En la singular geografía onírica de Mansa chatarra tomar un desvio en el camino supone una decisión fatídica que otra noche se puede repetir con una variación que, como en el programa de Paco Costas, supone una segunda oportunidad (aunque no siempre para sacar un mejor provecho de ella). Hay ciudades distantes de proporciones tan demencialmente ciclópeas que en ellas la desmedida Volkshalle de Speer sería como un granito en su superficie. Una se imagina los interiores piranesianos de estas ciudades en cuyas plazas se acumulan los cadáveres, o en los que éstos se colocan en los tejados a guisa de entierros zoroastrianos[4] para beneficio de aves necrófagas.
Las zonas rurales no son menos inquietantes que sus urbes. Pozos y charcas que comparten vínculos ignorados en la superficie, habitadas por voraces criaturas escamosas. Mestizajes aberrantes ocultos en corrales apartados, que hacen pensar que hubiera dado de sí un Lovecraft crecido en el agro ibérico, y en la que los ancestros de Arthur Jeryn[5] hubieran estado alejados mucho más allá del genus, tal como lo imaginara el de Providence. Lugares borrados del catastro para forzar el olvido. Simas remotas y profundas en las que el guano se convierte en maná para los condenados.
¿Pero realmente ocurre todo en el territorio de los Oniros? Algunos de los relatos parecen esconder hechos sucedidos en el mundo de la vigilia que se nos revelan cifrados, para que si se nos vuelven a presentar en la noche nos los podamos sacudir, tras unas cuantas vueltas entre sábanas, con el tranquilizador mantra era sólo un sueño, y guarecernos del horror que se cierne sobre nosotros planeando en círculos. (Y ahora recuerdo el cuadro La noche[6], de Ferdinand Hodler: ¿Se han fijado en que el único personaje que es presa del espanto es el que tiene los ojos abiertos entre el grupo de plácidos durmientes?)
Pero qué hubo ahí, en ese exterior del pánico, ¿La noche?, ¿El infinito?; despierto entumecido de dolor, de la humedad y del frío que reinan fuera. Dudo ya de si el sueño es sueño de un sueño o si, en aquelloa ños 49, 50 y 51, llegué de verdad algún día a aquel lugar de muerte y ahora no hago más que recordar, en la noche insomne, aquella pesadilla.
Algunas entradas, quien sabe si arrancadas de las crónicas históricas y ocultadas durante años en el doble fondo de algún mueble, están dedicadas a personajes y criaturas legendarios, salidos de algún lugar entre la Historia Naturalis, un libro de horas y una enciclopedia Cortazariana, que me imagino ilustradas en xilografía sobre papel viejo, en un estilo que se diría hijo secreto de El Bosco y Odilon Redon.
«Debió impresionarle lo bien que montaba y desmontaba la grapadora porque enseguida enlazó sus piernas con la mía». En medio de oscuras referencias a la muerte, Eros asoma entre líneas haciendo fintas. Dicen que el amor es una creación del cerebro y tal vez por eso las figuras deseadas se comunican enviando mensajes galantes en código mientras juegan al escondite desconcertando a su perseguidor, cada vez más enardecido «Quizà el sentido del sueño fuera hacerme notar que no todo su físico era desdeñable. Claro, claro, luego está su intelecto, que todos valoran y aplauden acaloradamente.»
Hamlet, turbado por la idea de que su tío se estuviera beneficiando a su madre, tenía momentos de inspiración como aquél en el que asimilaba la muerte al sueño. Tal vez el momento en el que nuestro cuerpo se convierta en carroña será el momento en que nos desgajaremos de nuestra realidad de manera irrevocable para vagar por el espacio profundo del sueño, del que apenas podremos volver, y sólo de manera ocasional y tenue, sintiendo la extrañeza de no pertenecer a un lugar que recordamos vágamente como propio pero que cada vez nos resulta menos familiar. «Subo y bajo escaleras, cojo el ascensor, recorro el inmenso garaje, paseo por la acera, pero no conozco a nadie, no queda nadie de aquel tiempo»
Notas al pie:
[1] Con esa tranquilidad que nos da saber que en sueños no se aplica el Código Penal vigente.
[2] La edición está a cargo de José L. Falcó, autor del prólogo.
[3] Como urbanita ignorante que soy, fui incapaz de identificar la especie. Paré en el arcén para recogerlo pero el pobre estaba ya más allá de toda ayuda veterinaria.
[4] A veces pienso que el entierro zoroastriano debería poder ser practicado en occidente para beneficio de quienes, aun tras la muerte, no soportan los espacios cerrados. El autor, por cierto, tiene una entrada en su blog relacionada con este interesante rito funerario. Casualmente, tras redactar esta entrada, pude ver en La 2 un documental en el que se hablaba de un rito funerario bastante similar: el entierro celestial tibetano.
[5] Podría darme pote, pero no quiero que se me otorgue una erudición que no tengo: Si conozco Facts Concerning the Late Arthur Jermyn and His Family es por haberme leído una adaptación al cómic de este relato de H.P. Lovecraft por Richard Corben (Por cierto, Lovecraft y Corben, tremendo combo, señores).
[6] Que pueden ver aquí.