Cuando oigo la palabra Austrohúngaro siempre me acuerdo de la manía de Luís García Berlanga de incluir la palabra en alguna frase del guión en todas sus películas. Y justamente en el dúo Berlanga y Azcona pienso al revisitar Las aventuras del valeroso soldado Schweijk (ediciones Destino, 2003), la sátira de Jaroslav Hašek sobre el vetusto imperio de los Habsburgo durante la Gran Guerra[1]. Su protagonista, un bohemio indestructible[2], no estaría fuera de lugar en una novela picaresca de la España de los Austrias, lo que me lleva a reflexionar si, a pesar de la instauración de la dinastía borbónica tras la Guerra de Secesión, no seguimos siendo esencialmente austrohúngaros bajo una superficial capa de barniz Capeto.
Confieso que al conjurar el reinado de Francisco José I me viene a la cabeza un batiburrillo de imágenes que comprenden a Romy Schneider interpretando a Sissi en un tecnicolor de cromo antiguo, las introspectivas novelas de Zweig, el estilizado abigarramiento de Klimt y sus colegas de la Secesión[3] o la recreación depravada que de aquella época hizo Von Stroheim en Hollywood. La farsa de de Hašek es un excelente remate a toda esa imaginería y retrata la época sin embellecimientos aunque con una amabilidad en las formas que potencia enormemente el efecto de su sarcasmo.
¿Se acuerda todavía del señor Lucheni, que apuñaló con la lima a nuestra difunta Elisabeth? Iba de paseo con ella. ¡Para que se fíe usted de nadie! Desde entonces ninguna emperatriz sale de paseo. Y la misma suerte le espera a mucha gente más. Ya verá, señora Müller; también le tocará turno al zar, y a la zarina, y, Dios no lo quiera, a nuestro emperador. Ya han empezado con su tío. Tiene muchos enemigos el vejete; aún más que Fernando. Como dijo hace poco un señor en la taberna, llegará una época en que los emperadores se evaporarán uno tras otro si es que no los quita de en medio antes la fiscalía
Esto dice el bueno de Josef Schweijk, tratante de perros de raza, ante la nueva de que el Archiduque Fernando ha sido tiroteado en Sarajevo. Schweijk se ofrece con entusiasmo al ejército: «Si hoy empieza una nueva guerra me alisto como voluntario y me voy a servir a nuestro emperador hasta que me despedacen». No obstante, las autoridades y estamentos militares desconfían ¿Es natural que un tipo salga a la calle voceando cosas como «¡Viva el emperador Francisco José!» «¡Esta guerra la ganaremos!» o «¡Adelante hacia Belgrado!»? Sin duda semejante sujeto ha de estar por fuerza como un cencerro; Schweijk es tomado o por un loco o por un farsante.
Hay que decir que Schweijk no desentona con su entorno; a su alrededor encontramos personajes tan estrambóticos como policías secretas que persiguen a los transeúntes dándoles la pelmada hasta conseguir sacarles alguna declaración sospechosa de deslealtad al imperio, o médicos forenses que determinan la salud mental del prójimo mediante pruebas desopilantemente absurdas[4]. No es de extrañar que ante tales situaciones Hašek describa los manicomios como una especie de edén terrenal: «La verdad es que no sé por qué los locos se enfadan cuando los encierran. Allí uno puede arrastrarse desnudo sobre la hierba, aullar como un chacal, bramar y morder. Si uno quisiera hacer eso en cualquier otra parte la gente se extrañaría, pero allí es algo natural. Allí hay una libertad que ni siquiera los socialistas han podido soñar. Uno incluso puede hacerse pasar por Dios o por la Virgen María, o por el Papa, o por el rey de Inglaterra, o por Su Majestad el Emperador».
Schweijk vuelve loco a las autoridades, tanto civiles como militares, no por tener un carácter particularmente revoltoso, sino justamente por ser tan dócil y obediente como un corderito, no en vano al realizar su instrucción militar fue declarado idiota certificado: mediante el método de seguir cualquier orden al pie de la letra, Schweijk lo pone todo patas arriba y evidencia lo absurdo del sistema. El ejército se presenta como una institución en la que una amorfa base de pícaros o simples es dirigida por engreidos idiotas, que a su vez sirven a unas élites inconcebiblemente bobas, todos marchando disciplinadamente hacia la hecatombe.
¿Pero es verdaderamente Schweijk tan bendito como aparenta? Lo cierto es que vive de vender chuchos de mil leches como si fueran de pura raza, y puede colocar bien cualquier podenco mestizo con un punto de labia, otro tanto de hábil maquillaje canino y un certificado de pedigrí (falso, por supuesto) a cualquier incauto que quiera alardear de can fino. Una de sus mejores armas es su imparable garrulería: muchos optan por abandonar su discurso antes que enfrentarlo al rosario de observaciones y anécdotas con las que nuestro buen bohemio engarza sus argumentos: Schweijk es un locuaz sofista de taberna con un afinado instinto de supervivencia.
La sátira de Hašek no se limita a los estamentos terrenos: sirva de ejemplo el retrato que hace del cura castrense Otto Katz, un converso al catolicismo que ha descubierto en los hábitos la mejor manera de vivir sin darle con un palo al agua. Digamos que las andanzas de Schweijk al lado del capellán Katz son bastante menos inocentes que las de Lázaro de Tormes con el clérigo: el capellán Katz bebe como un cosaco, blasfema como un carretero y sería capaz de jugarse a su madre a las cartas, lo cual le capacita perfectamente para bendecir ritualmente la carne de cañón.
Los checos como Schweijk, a falta de una emperatriz que les reivindicara como hiciera Elizabeth de Bavaria con los húngaros, son súbditos de segunda y pueden olvidarse de ascender socialmente si no dominan el alemán. Pese a ello, los compatriotas de Hašek no se libran de sus puyas. Los titulares con que las diferentes cabeceras de Praga reflejan los acontecimientos de la novela son un retrato fiel de parcialidad periodística[5] .El autor no escatima mordacidad con los sentimientos de uno de los muchos amos de nuestro valeroso soldado a lo largo de la novela, el mujeriego teniente Lukasch, patriota checo en la intimidad:
La escuela de cadetes había hecho de él un anfibio. En sociedad hablaba en alemán, pero leía libros checos y cuando daba clases a checos puros en la escuela de voluntarios de un año les decía confidencialmente:
—Seamos checos, pero que nadie se entere.
Jaroslav Hašek murió sin haber concluido su relato de las andanzas de Schweijk, que serían continuadas por el periodista Karel Vanek. Quizás la secuela más conocida de esta obra sería la de Bertolt Brecht, que en su juventud colaboró en la adaptación teatral que del libro de Hašek hizo el legendario Erwin Piscator. Brecht escribiría una sátira antinazi, Schweijk en la Segunda Guerra Mundial, en la que nuestro apacible checo saca de sus casillas a todo el Tercer Reich. De hecho, durante su exilio norteamericano, mientras trabajaba con Charles Laughton en la versión inglesa de Galileo[6], ambos se relajaban leyendo su secuela de la obra de Hašek (Brecht observaba que Laughton interpretaba al bohemio con un acierto descacharrante)[7]
Cuando en la actualidad, muchos jóvenes que no han conocido la guerra o el servicio militar obligatorio llevan cortes de pelo de estilo militar y se entretienen con videojuegos del estilo Call of Duty, no estaría de más recomendarles la lectura de una novela que muestra el lado menos fotogénico del asunto bélico. Las guerras, como no deja de recordarnos Hašek, que vivió una de primera mano, son una mierda:
En la mesa, delante suyo, había un mapa del escenario bélico con banderitas en alfileres, sólo que las banderitas estaban echadas y los frentes desplazados. Debajo de la mesa rodaban alfileres con banderitas.
Durante la noche el escenario bélico había quedado devastado. Un gato de los escribientes de la oficina del regimiento al hacer por la noche sus necesidades en el campo de batalla austrohúngaro y querer esconder la porquería había hecho saltar todas las banderitas, ensuciando todas las posiciones, salpicando los frentes y cabezas de puente y manchando todos los cuerpos de ejército.
Notas al pie:
[1] Debería añadir que las situaciones de la novela y los apellidos centroeuropeos también me traen a la mente las comedias de Ernst Lubitsch: es curioso que la edad de oro de la comedia en el cine americano debe justamente su auge a directores, guionistas, dramaturgos y novelistas centroeuropeos, que a medida que iban falleciendo dejaron lugar a, bueno, a lo que se conoce ahora como, hum, comedia americana.
[2] Espléndida definición de Schweijk que le tomo prestada a Simon Callow
[3] La artística, claro.
[4] Las grotescas técnicas de verificación de la salud mental de Schweijk por parte de los forenses me recordaron poderosamente a las técnicas de selección de personal que emplean muchos psicólogos de empresa: amigo/a lector/a, si usted se ha visto recientemente en el brete de buscar trabajo, le propongo que lea éste libro y me confirme si la situación no le resulta familiar.
[5] Cualquier perspicaz estudiante de periodismo podría hallar, sin grandes sudores, paralelismos entre las gacetas de la novela y varios rotativos ibéricos de la actualidad.
[6] Life of Galileo estrenada en 1947, versión de Leben des Galilei (1939)
[7] En opinión de Brecht, Laughton hubiera sido un Schweijk ideal: Otra razón para maldecir al senador McCarthy, cuya acción política nos privó de ver esos ensayos espontáneos confirmados sobre un escenario para beneficio de la posteridad.