El diccionario de la Real Academia define «gramática parda» como la «habilidad para conducirse en la vida y para salir a salvo o con ventaja de situaciones comprometidas». Más rico, el diccionario de uso María Moliner introduce algunos matices menos positivos y quizá más acordes a la utilización de esta expresión en el lenguaje coloquial: «Astucia, cuquería, malicia, picardía, mano izquierda. Habilidad para manejarse, de la que forma parte el disimulo».
Juan García Hortelano sin duda mezcló un poco de ambas, pues salió de una situación comprometida sirviéndose de buenas dosis de astucia y no pocas de disimulo. Su novela Gramática Parda parece hoy en principio tan poco leída como la locución «gramática parda» empleada en las conversaciones. Ambas pertenecen a ese tipo de mundos cercanos que por una serie de cambios en las costumbres se asemejan en cierto modo a un extraño tipo de prehistoria que está a la vuelta de la esquina. Si ya en su momento el libro estaba enfocado a un tipo de lector concreto en tiempos donde estaba de moda otra clase de narrativa, en la actualidad queda como una especie de texto huérfano a la espera de que alguien lo adopte al encontrárselo por casualidad.
Ahora bien, tomando prestada la broma de la Hora Chanante, «gramática parda» hay que decirlo más. Y Gramática Parda leerla más, mucho más: estamos ante una de las cumbres del humor en español. Tal cual y sin exagerar siquiera un poco.
Eso sí, la novela de Juan García Hortelano viene con manual de instrucciones. Los juegos alegóricos y lingüísticos que propone, lo críptico de su trama, su inteligentísimo humor, la libertad de su estructura y, en suma, el absoluto disparate que la salpica o, mejor dicho, la empapa, requieren de alguien predispuesto que ya haya pasado por numerosas y buenas lecturas, entre las cuales se encuentren bastantes clásicos, y que además tenga cierta formación y tendencia a deleitarse con el humor agudo y absurdo. Puede parecer que la obra requiere de cierto elitismo en tiempos donde ese término está lleno de connotaciones negativas. Sin ser así, también es verdad que el lector que puede disfrutar verdaderamente de Gramática Parda ha de reunir todas esas características comentadas. Sencillamente, no es un libro para todo el mundo sin que tal cosa signifique un desprecio hacia aquel al que no le llegue o de aprecio especial hacia el que sí disfrute de sus páginas. La segunda clase, por tanto, no se trata de una minoría selecta, sino más bien de un grupo de afortunados: su suerte es la de poder disfrutar con un plato de sabor algo extravagante. Una rareza.
Una niña de cuatro años que no sabe ni leer ni escribir y queo quiere convertirse en Flaubert será el punto de partida para esta combinación de parodia y desvaríos que tratan de la propia literatura y del hecho de escribir. En torno a las disquisiciones metaliterarias, una descacharrante historia de espías y terrorismo tan difícil de seguir en algunos momentos que, ahondando en la mencionada metaliteratura, el lector se ve sumergido en el gusto del lenguaje por el lenguaje, es decir, el tono, la manera de expresión, los vocablos utilizados, son los que por sí solos dan forma a la comedia.
Podríamos decir que Gramática Parda lleva al paroxismo caminos emprendidos por escritores de muy distinto tipo, como Enrique Jardiel Poncela o Eduardo Mendoza, subiendo la apuesta muy por encima de lo que en principio parece aconsejable y, gracias a ese riesgo, logrando una obra original y única que habla de literatura sin necesidad de plantear un ensayo y ni tan siquiera tener en cuenta el gusto del lector. Al estilo de David Simon, quien hizo famosa su sentencia «que se joda el público medio», García Hortelano aplicó algo parecido mucho antes y de forma más sutil, lo que supone quizá el verdadero camino para respetar el propio trabajo y al lector en general. Y sin necesidad de joder a nadie:
(…) creo que es una historia muy esquizofrénica, muy loca, muy absurda, muy sin sentido, y además con pretensiones aunque muy lejanas de que alguien lo lea…
Porque de eso hay que hablar también. También está la pretensión de que eso se publique aunque no te lo plantees, sobre todo cuando ya eres mayor, pero inconscientemente sigues pensando, no en los lectores, que eso es siempre una abstracción, imposible de pensar, como la humanidad: siempre piensas en personas concretas: qué le parecerá esto a Rafael Conte, o aquí se va a reír José María Guelbenzu. Bueno, son ejemplos.
El caso es que esta operación es loca y misteriosa, y que yo, en realidad, prefiero que siga siendo así, misteriosa. Me niego a que nadie descifre este enigma, si es que alguien pudiera, que no. Y me niego porque vivo de ello.
Libérrima y enloquecida, Gramática Parda contiene numerosos pasajes de verdadera carcajada. Es de esos libros que, una vez leídos, se pueden abrir por cualquier sitio sencillamente para recogijarse con un diálogo, una situación demencial, una ocurrencia o el propio estilo y su hilaridad. Todo lector avezado debería de concederle una oportunidad a esta joya. Y los que aún no sean avezados tienen por delante un bonito camino hasta estar dispuestos a concedérsela.
—No caigas y aprovéchate de que ella te cree en el hoyo. Hace unos meses no admitía siquiera que fueses escritora. Esta mañana, por lo menos, admitía que seas la Sagan. Pues haz que consientes en ser la Francoise Sagan y ponte a ser el Gustave Flaubert. Yo, la verdad, no veo tanta diferencia. Quizá es porque una sabe poco acerca de ese oficio, pero a una lo que le parece esencial de necesidad es que tu horrorosa madre te permita emprender la carrera de la gloria literaria.
—No seas panfila, Venus Carolina Paula. Lo que espera esa víbora es que yo termine por ser efectivamente la Sagan y, conociéndome como me conoce, que le coja una aversión total a la literatura. Antes muerta que ser la Sagan. Antes, te lo juro, preferiría ser masajista íntima, o bordadora, o Elsa Triolet.
—O ¿quién…? No te he oído.
—¿Qué estás haciendo, Venus Carolina Paula?
—Yo considero que es un oficio penosísimo, pero maleable. Estoy mirándome al espejo. Para darte mi opinión sincera, a mí me parece un mal oficio, lleno de desventajas, de sufrimientos, de frustraciones, de negruras, que lo único que va a proporcionarte el día de mañana es fama y dinero. En fin, ni siquiera un oficio. A mí me parece una desgracia. Pero eso sí, una desgracia maleable.
—No es maleable, créeme.
—No lo será, si tú lo dices, que eres la que quieres dedicar tu vida a eso. Sin embargo, si me pongo a pensar en lo que te espera, cariño mío…, no sé, no sé… Naturalmente no es que le dé la razón a la zorra de tu madre, porque tu madre es de esas personas a las que resulta inmoral darles la razón cuando la tienen, por supuesto que no… ¡Eres tan pequeña todavía…!
—Ése es un atributo circunstancial, Venus Carolina Paula. La gente, incluso las personas cultas pero un poco pavesianas, como tú, idealizáis el oficio de escribir, le metéis mucha metafísica al oficio por el culo.
—No hables mal, mi amor, que es muy feo que una niña flaubertiana diga malas palabras. Además, yo no soy culta. ¿Cómo voy a ser culta, si me he tenido que venir a servir a París desde Extremadura? Ni siquiera es que sea intuitiva o sensible, Dios me guarde. Lo que pasa es que te quiero mucho y, aunque por motivos distintos a los de tu madre, cada vez que me encuentro a un escritor de cuatro años no puedo por menos que temblar ante su tenebroso futuro. Afortunadamente se me está desarrugando el ombligo.