Pocas cosas más genuinamente americanas puede haber, más hondamente enraizadas en su mitología fundacional, que la figura del hombre hecho a sí mismo. El emprendedor que comenzó de chaval vendiendo periódicos a 20 centavos la hora y, poco a poco, gracias a su tesón y optimismo comienza a abrirse camino en la tierra de las oportunidades hasta forjar un imperio. Hollywood nos lo ha contado muchas veces, aunque con la pequeña particularidad de que esos negocios no siempre se sustentan en la legalidad… pero qué demonios ¿Acaso no es lo importante ser uno mismo y perseguir nuestros sueños? Entonces no nos pongamos pejigueros porque ser uno mismo consista en ser el mayor mafioso de Nueva York o el sueño perseguido tenga que ver con montar un imperio de la droga.
Ciego de nieve: una breve carrera en el comercio de la cocaína (Editorial Capitán Swing) es el libro con el que el periodista Robert Sabbag describió una época y una trayectoria personal fascinantes. Durante los años 70, un personaje audaz y sin demasiados escrúpulos, llamado Zachary Swan, quiso ser el intermediario entre los campesinos sudamericanos que cultivaban hojas de coca y las narices neoyorquinas de clase alta. Cuyos propietarios pagaban por el extracto de esa planta varios miles de veces el precio que terminaban recibiendo dichos agricultores. Un coste de intermediación que respondía a las imaginativas estrategias que adoptaba Swan para ocultar la mercancía en las aduanas, siempre un paso por delante de sus perseguidores. Como por ejemplo la ocasión en la que colocó un bote de café manipulado en la estantería de un supermercado, cuyo interior contenía el premio de un viaje a Colombia (del que la marca obviamente no sabía nada). El anciano matrimonio ganador hizo el recorrido turístico y recibió allí inocentemente diversos obsequios de manos de supuestos empleados de la compañía cafetera. A su regreso a Estados Unidos, tal como acordaron acudieron a las, de nuevo supuestas, oficinas de la empresa con dichos regalos para ser fotografiados con ellos. En un momento de descuido se los cambiaron por réplicas exactas… pero que no estaban rellenas de paquetes de cocaína. Está claro que quién ejecuta un plan tan retorcidamente ingenioso y perverso luego necesitaría contárselo a alguien, qué mejor que a un periodista como Sabbag que lo haga público.
Era un negocio con unos márgenes de beneficio desorbitados, pero también expuesto a tales riesgos —dos años deben dedicarse a él como máximo, se advierten unos a otros— que el catálogo de «profesionales» que atraía era ciertamente singular. El narrador, con sus mordaces descripciones, es capaz de hacerles justicia. Como Ellery, que «sólo se colocó una vez en su vida, y siguió así durante años». O un tal Bernier, alguien que «encarnaba todas esas características individuales que los norteamericanos detestaban en un hombre: era francés». Los había que sencillamente no necesitaban el dinero, pero debían encontrar cierto placer en el «subidón» de adrenalina de pasar una aduana con su cargamento. Ante nuestros ojos van desfilando todos ellos en una ágil narración, mientras el autor plantea, oscilando en ocasiones entre la ironía sutil y en otras el sarcasmo más feroz, las contradicciones y el absurdo de la prohibición de las drogas.
En definitiva, un libro muy entretenido, ideal para emprendedores.
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