Usted es un precursor de la posmodernidad. El primer detective posmoderno. Primero fue comunista, luego se pasó a la CIA y finalmente a la iniciativa privada. Es usted un empresario autónomo.
Recuerdo haber leído, no hace mucho, la reseña de un aficionado a la novela negra que se declaraba altamente decepcionado con Sabotaje olímpico, de Manuel Vázquez Montalbán (Planeta, 1993), una entrega de las aventuras del detective Carvalho. Ciertamente, si buscáramos en esta novela un noir al uso, nos íbamos a quedar francamente descolocados. Pero en este caso, la investigación de Carvalho es una mera excusa para ofrecernos un retrato lisérgico y visionario de la España de los grandes fastos en general y la Barcelona olímpica en particular, cuya relectura nos ofrece, bajo el barniz de la sátira, claves de situaciones de nuestro presente: una no puede evitar percibir resonancias de una escena bufa del libro, en la que el ministro Corcuera detiene a un alcalde Maragall poseido por la euforia, cuando lee un artículo con el que nos ha, hum, obsequiado José Bono recientemente en la prensa generalista[1].
Obra de encargo, Sabotaje Olímpico se publicó por entregas en el diario El Pais durante las Olimpiadas de 1992. Por aquel entonces, tras la caida del muro de Berlín, y con los regímenes rojos cautivos, desarmados y/o en descomposición, el mundo se reconfiguraba según el plan previamente establecido en los 80 por el triunvirato Reagan-Thatcher-Wojtyla, y Francis Fukuyama proclamaba el fin de la historia[2]. En esta circunstancia, nos encontramos con un Carvalho francamente desganado que acepta bajo presión investigar un sabotaje que hace que los atletas batan records hasta extremos grotescos de tan increibles, así como otros hechos que ponen la respetabilidad de los juegos olímpicos de la era moderna en cuestión.
Si no existieran las rebajas en los grandes almacenes y distracciones como la Liga Nacional de Fútbol, en España, la Revolución era cosa de meses. De este quinquenio no se escapaba.
El detective no acaba de tener claro hasta qué punto ha de defender unas olimpiadas que hace décadas abandonaron el espíritu de Coubertin, y que han degenerado en un espectáculo circense con ficticios controles anti-doping en el que los atletas compiten no por las medallas, sino para conseguir sponsors con los que añadir logotipos a su indumentaria. El carrusel de personajes que rodea a Carvalho incluye a una enigmática culturista de la antigua Yugoslavia de insigne linaje; un burócrata con coche de gama alta, hijo del 68, que bajo su aburrido perfil de gestor oculta un corazón que late por reactivar todas las revoluciones pendientes; un Samaranch que ha transmutado de alto cargo franquista a Català Universal; Un papa, Juan Pablo II, que más que resucitar su antigua afición al teatro, se ha instalado de manera decidida en el burlesque y tiene como primera prioridad controlar la adhesión a la Fe y cualquier pecaminoso indicio de actividad en braguetas ajenas; Filósofos adheridos a la posmodernidad ejerciendo de caddies; realeza inglesa con una secreta inclinación al desenfreno con rudos plebeyos; boy scouts creciditos que se dedican a un juego de pistas llamado «Fer País» y toda suerte de próceres mundiales, estatales y autonómicos que pasan ante los ojos de lector como en una pasarela de moda dirigida por Fellini[3].
Carvalho no sólo se siente francamente inapetente, metido en un embrollo olímpico que apenas le interesa, sino que no tiene a su lado a Charo; incluso su fiel Biscuter le tiene que dejar para irse a Francia a aprender las bases de la alta cocina. Pese a que el bueno de Biscuter se mantiene esencialmente fiel a los garbanzos, a su alrededor ya se deben estar mobilizando proyectos de chefs que en los años que seguirán dedicarán a esferificar y deconstruir su cocina a la caza de la estrella Michelin. A falta de un Biscuter, un doctor Watson o un Robin que le asista, nuestro detective se ve mayormente acompañado por un antagónico ministro Corcuera[4], en plan Sancho ascendido de categoría según el Principio de Peter, que tiene a su mando una multitud de cuerpos policiales que se van multiplicando a lo largo del relato en proporción geométrica. Pese a ser un tipo al que le gusta exhibir el gesto bruto y proclamar su desprecio a la intelectualidad, no dudará, a la más leve sugerencia de su amado Presidente, empollarse las obras completas de Ortega y Gasset[5]. Enfrentado al principio con el detective, acabará por confesarle que se siente un desclasado: «Esto no se me hace a mí. ¡Secuestrarme al presidente del COI! Me lo hacen porque soy de origen humilde, porque he sido un electricista y no he estudiado en Oxford, ni en Deusto, ni me han aceptado en el Col·legi d’Humanitats de Barcelona, ni soy normalien. Y luego diran que la lucha de clases no existe. Hay que impedirla a toda costa y sobre todo desde mi cargo, pero existir, vaya si existe…!». En el fondo, pobre, es un incomprendido[6] al que el autor otorgará un destino final ciertamente redentor aunque preñado de mala uva.
Biscuter, hasta octubre de 1992 esto era Manhattan… mejor dicho, una mezcla de Manhattan y Hollywood. Y de pronto fueron retirados los decorados y nos dijeron: Os habéis equivocado, estáis en Somalia.
Vázquez Montalbán se desvía de la serie negra para ofrecernos el retrato de una ciudad que se metamorfosea a golpe de grandes eventos a base de arrancar sus raices, para crear un mundo inocuo e insustancial que el autor define como diseñado a medias entre Walt Disney y Mariscal. Lo que en su momento se podría haber interpretado como un fantasía alucinada en la estela de Swift, se revela ahora como un libro que tal vez habría que estudiar con la misma atención que algunos dedican a las cuartetas de Nostradamus… aunque ni en su momento más pesimista, hubiera profetizado Vázquez Montalbán la visión del un mercado de la Boquería engullido por las hordas, esos nuevos bárbaros a los que la ciudad ha rendido su alma, sus armas y la totalidad de sus hospedajes (los legales y los que no lo son): «El barrio había sido pasteurizado. La piqueta había empezado a derribar manzanas enteras y las putas perdidas sin collar se habían quedado sin fachadas en las que apoyar el culo en las largas esperas de clientes disminuidos económicos y psicológicos. Las putas más viejas fueron incitadas a reconvertirse por el procedimiento de matricularse en la Universidad Pompeu Fabra o irse de vacaciones, y los bares más cutres, una de dos, o clausurados o reconvertidos en boutiques de filosofía de la cadena Il pensiero dévole (El pensamiento débil), dado que buena parte de las instalaciones de la nueva Universidad se ubicarían en lo que habían sido ingles de la ciudad».
Notas:
[1] Pueden leerlo aquí, si se sienten con ánimos, claro. Personalmente, encuentro un tanto discutible la decisión de su autor de recrear un supuesto diálogo al que el aludido no puede replicar ya que padece Alhzeimer.
[2] La historia, que es muy terca, se ha empeñado en proseguir.
[3] No se si ustedes han visto el film Roma del director italiano, pero aprovecho para recomendarles su visionado.
[4] No el de verdad, claro, sino un sosias ficticio que sin embargo mantiene con el de verdad un parecido sorprendente.
[5] Y eso, señores, es fidelidad al Zar y no lo de la Oprichnina.
[6} Así calificó Jordi Balló al de verdad en un perfíl publicado en la revista El Temps en diciembre de 1993 que es, en mi modesta opinión, uno de los retratos más certeros sobre el personaje.