Son encuentros con supervivientes de una Edad Media sin cartón piedra. Oficios que se extinguen y quizá hermanan. Caminar con una mochila y caminar rodado de ovejas. No puedo evitar cierta melancolía que va creciendo conforme avanzo y miro a la derecha. El aire limpio permite distinguir como en un cuerpo perfecto cada montaña perfilada en azul y nieve. Conmovido por la conversación con el pastor, por el ambiente, por mi propia soledad en aquel páramo bellísimo –por primera vez pienso que el desierto, que no conozco, puede ser hermoso–, no se me ocurre otra cosa que cantar.
Hace unos años, mi noviete de entonces me propuso pasar una semana de vacaciones haciendo el Camino de Santiago. La idea no me pareció mal; era como hacer una de aquellas travesías a pie que había realizado en mi adolescencia con los scouts, con la ventaja de que había albergues por el camino, y no tendríamos que cargar a medias con una pesada tienda canadiense. Recuerdo que nos encontramos, bajando de Roncesvalles, con un matrimonio mayor, catalanes como nosotros, que tenían un plan mejor todavía: habían reservado con antelación alojamiento en varios hostales al final de cada etapa, con lo que se ahorraban el peso del saco de dormir e iban considerablemente más ligeros que el caminante medio. Fue el único caso en el que coincidí con alguien que se había planteado el camino como una actividad que tomarse de manera placentera y relajada. El resto del personal parecía tomárselo como un reto personal o una penitencia. Aún hoy me produce cierto pasmo ver el orgullo con el que algunos amigos y amigas, que durante sus vacaciones deciden transitar algún tramo de la ruta jacobea, proclaman haber llegado des-tro-za-dos, oye tú, al final de cada etapa o haber hecho más kilómetros de los que sus extremidades toleraban. ¡Qué gusto por sufrir! Por lo visto, estoy rodeada de masocas diletantes que sólo ocasionalmente se atreven a salir de su armario de sufridor confesando que leen a E. L. James o triturándose los pies con la excusa de conseguir el Jubileo. Incluso mi acompañante, a quien suponía altamente desvinculado de la iglesia y cualquier necesidad de mortificación, declaró que prefería no salir temprano porque así pillaba todo el solazo del mediodía y sufría más. Aparte de los excursionistas sufridores, coincidimos ocasionalmente con algunos que hacían el Camino porque «tocaba» y les permitía darse pote entre la gente de su entorno. Recuerdo especialmente a un grupo de chicas con bastantes posibles que hacían el camino cómodamente, con su equipaje viajando en una furgoneta que también hacía las veces de coche-escoba[1].Había también un variado contingente de extranjeros entre los que predominaban brasileños interesados en el camino tras leer a Paulo Coelho. A este[2] yo no lo había leído, pero sí a Gregorio Morán: Nunca llegaré a Santiago (Anaya & Mario Muchnik, 1996).
A Gregorio Morán le pueden leer ustedes los sábados en sus Sabatinas Intempestivas en La Vanguardia, donde suele tratar temas de actualidad y culturales. En una época y un pais en el que muchos periodistas parecen mantener su puesto de trabajo gracias a seguir fielmente las consignas del director, que a su vez sigue las de los intereses económicos de su grupo editorial, generalmente temeroso de contrariar a sus anunciantes, Morán es un periodista irreductible, al estilo antiguo, que no se preocupa si uno de sus artículos no comulga con la línea editorial de su rotativo. Es frecuente encontrar en sus Sabatinas excelentes recomendaciones culturales tales como exposiciones que pasan desapercibidas e interesantes libros inéditos en las secciones culturales de los grandes medios. Es lo que se dice un tipo a contracorriente, en el mejor sentido de la expresión.
Morán se propone hacer el Camino de Santiago, muy característicamente, en invierno. Le acompaña en este lance Toni Meseguer, ilustrador habitual de sus Sabatinas. Desde un punto de vista literario, componen un dúo suculento: Morán, serio y circunspecto, contrasta con Meseguer, más temperamental y conversador, con un punto bullicioso y a veces explosivo. El autor había considerado la idea de titular el libro Dos ateos en el Camino de Santiago, lo cual ya nos da una idea de que el relato no va a ser, precisamente, una complaciente promoción del turismo Xacobeo.
Periodista e ilustrador caminarán de Roncesvalles a León de incógnito, en cuanto a su ocupación profesional. En un determinado momento del viaje se verán en un tris de coincidir con dos corresponsales de su diario que recorren la vía en un señor coche haciendo una crónica oficiosa. Contrastando con el cochazo en el que viajan sus compañeros, Morán y Meseguer viajan con una equipación que pronto se revelará como precaria en comparación con la concienzuda impedimenta de la mayoría de aquellos con los que se cruzan: Hay quien se propone la peregrinación para cicatrizar una ruptura sentimental traumática, dejar atrás alguna adicción que los esclaviza, olvidarse de que están en paro o poder poner la marquita de «hecho» en su cuadernito del Perfecto Cruzado de la Fe. El punto de exotismo lo aportan un grupo de flamencos que hacen el camino desde Bélgica para conmutar penas de prisión leves, así como un muchacho de buena familia que realiza la ruta sin pasar apreturas, ya que sus hermanos mayores le van siguiendo en coche y se presentan para socorrerle al primer golpe de móvil.
Lo que primero aprende nuestro cronista es que no hay que fiarse de las guías; llega a la conclusión de que han sido redactadas por viajeros en coche y en temporada alta. No pocas recomendaciones están cerradas en invierno y Morán y su acompañante aprenderán rápido que más vale aprovisionarse allá donde encuentren un establecimiento, por precario que sea, y hacerse con unas latas y una barra de pan por si el supuesto mesón del pueblo no existe o sirve, de manera desganada, un menú indigno de ser considerado alimento. Descubrirán, a su pesar, que el axioma «no hay pueblo sin bar» dista de ser realidad en muchas poblaciones que parecen dormidas de lunes a viernes. También se dan cuenta de que el caminante, para los paisanos, carece del glamour que al peregrino atribuyen las guías. Procuran evitar los tramos de carretera tanto como pueden ante el temor de acabar embestidos por coches que van a toda velocidad y nunca se detienen. A la entrada de Logroño transitan por una zona periférica habitada por gitanos que al pasar los contemplan «no como a colegas, lo que sería un detalle de agradecer, sino como a parias miserables en peor situación social que la suya». Morán compara al caminante arquetípico a una oveja.
Al que hace el Camino de Santiago se le exige la condición ovejuna de no quejarse, no protestar nunca, aceptar lo que le dan y no levantar cabeza ante el desaire o el desprecio. Tomar ejemplo del rebaño más que de la piara.
Los nativos suelen mostrarse desconfiados, indiferentes u hostiles. Por lo general, parecen parte del decorado en los bares, donde se les ve adorar absortos televisores permanentemente encendidos. Casi siempre son personas mayores o de edad indefinida: muy raramente se encuentran con niños. Muchas veces son animados, de facto despachados, hacia el pueblo siguiente, en el que siempre hay la promesa de un restaurante o un albergue estupendo, de la que nuestros caminantes aprenden pronto a desconfiar: hay una ocasión en la que del lujoso albergue sólo existe la fachada, pese (o tal vez debido) a que a la salida del pueblo se han realizado unas obras en el tramo municipal del camino que parecen dignas de peregrinos de Beverly Hills, en los que encuentran un lugar de descanso de diseño con unos bancos de cemento «gélidos en invierno y planchas de fuego en verano». Declara el autor que «habría que obligar a diseñadores y arquitectos a usar durante un tiempo prudencial sus propias creaciones; se eliminaría mucha incomodidad». No es en absoluto dificil estar de acuerdo con él en este punto.
En cuanto a alojamientos, el agua fría es una constante, y eso cuando hay; el invierno es temporada baja de peregrinación e incluso aquellos lugares en los que hay calentador, éste suele estar apagado. En aquellos en los que hay agua caliente Morán y Meseguer se encuentran con que los madrugadores flamencos en penitencia les han precedido y ya la han agotado. El autor lamentará no haber apreciado justamente, por cansancio de final de jornada y por haberlo encontrado al principio del camino, el albergue particular de Cizur Menor, en su opinión «el más hermoso y acogedor de toda la Ruta Jacobea que habremos de recorrer»[3], tanto en lo que respecta al lugar como a la amabilidad de la dueña. En vivo contraste, el abandonado habitáculo que los locales de Hornillos del Camino les indican como «albergue para peregrinos» es en realidad una «cuadra desvencijada para animales de dos patas». La única opción a un descanso decente con acceso a una ducha caliente la tendrán cuando pernocten en algún hotel u hostal (en los que, gatos escaldados, tienen la previsión de hacer la reserva por teléfono[4]). Ocasionalmente, tienen la suerte de encontrar algún lugar en el que los dueños no sólo no son desabridos sino que les dan bien de comer y les tratan como a personas. Así, en Carrión de los Condes pueden disfrutar de una agradable cena en el acogedor Convento de San Zoilo (reciclado en restaurante de lujo), experiencia que contrasta con la del albergue del mismo pueblo en el que el ultramontano cura impone un estricto toque de queda, so pena de dejar en la calle a los infractores; incidente que nuestros caminantes sortean gracias a que el amable gerente del convento-restaurante también es un hombre de iglesia y superior jerárquico del del albergue.
Hablando de condumios, al autor le llama la atención la persistencia del chorizo que «hace las veces de segunda credencial de la Ruta Jacobea. Todas las zonas recorridas serán más ricas o menos en vino, o en pan, pero todas sin excepción son abundantes en embutido», hecho que atribuye, entre otras cosas, a la pretérita necesidad de distinguirse del musulmán. Luego está la sopa de ajo, símbolo «del aprovechamiento de lo sencillo hasta convertirlo en artesanía (…). Cabría hacer una aguda adscripción a cualquiera de las dos Españas a partir del Cid o de la sopa de ajo, y en tal trance ganaría en trascendencia histórica la segunda». Ya escribió Bertolt Brecht que Julio César no hubiera derrotado a los fieros galos sin llevar buenos cocineros alimentando a sus legiones.
El largo recorrido, en el que el autor evitará el destino final compostelano para ir a contemplar el Atlántico en Finisterre, el fin del mundo de los antiguos, vale la pena por la ocasión de disfrutar de admirables construcciones góticas y románicas[5], o al menos, aquellas no destrozadas por añadidos de parroquianos negados para la estética. En varios puntos del libro, Morán se conmoverá y deleitará ante la belleza y majestuosidad de la el monasterio de Las Huelgas, la Catedral de León, la iglesia de Santa María la Blanca o el monasterio de San Juan de Ortega, islas de belleza solitarias en los páramos o rodeadas de fealdad urbana.
La historia está aquí y habría que traer a los niños para que aprendieran y a los adultos para que se volvieran humildes, para que todos, en fin, entendieran algo de lo que debió ser aquel mundo imprecisamente denominado Edad Media. Se precisa mucha fe, mucho poder y su correlativo mucho miedo y otro tanto de riqueza para hacer una obra como ésta en un lugar como éste. Una iglesia con aire de castillo que aúna en piedra eso de las firmes creencias aliviadas con belleza. Quien podría decir que la imagen de la autoridad puede ser más bella que la naturaleza, como si se tratara de una paradoja cruel de ese pasado que debió ser más duro aún que el presente.
Notas al pie:
[1] Las muchachas ocasionaron un notable retraso en un albergue a la hora de asignar litera a los caminantes que iban llegando ya que exigían tener una habitación en la queestar todas ellas juntas y montarse su giesta pijamera de Barbie Peregrina, a lo que los hospitaleros, voluntarios de una Europa del norte menos acostumbrada al abuso de poder, se oponían con el razonamiento igualitario de que se iba dando alojamiento en estricto orden de llegada. Al final del acalorado debate, hasta el más beato que guardaba cola pacientemente esperando el final de la discusión con las pijinas, no hubiera dudado un instante en olvidarse de su fe cristiana el tiempo necesario para ofrecer en sacrificio a Kali aquellas excursionistas de colegio mayor.
[2] De hecho, no lo he leido todavía.
[3] Su recomendación, que pude comprobar personalmente, es altamente fiable: si alguna vez hacen ustedes el Camino por tierras navarras, vayan un poquito más allá de Pamplona para descansar a gusto.
[4] Con el matrimonio del que hablé antes coincidimos en uno de los albergues, ya que se habían visto rechazados en el hostal del lugar (en el que previamente habían reservado habitación) porque los dueños no querían alojar a «peregrinos». He de decir que el aspecto de la pareja era siempre de lo más pulcro así que atribuyo al inexplicable repudio hostelero al desprecio secular que Morán y sus acompañantes notaban a lo largo de la ruta por parte de unos cuantos lugareños.
[5] Vale la pena leer las sentidas descripciones que Morán hace de estos periodos arquitectónicos: busquen en la hemeroteca las Sabatinas dedicadas a las exposiciones de Las Edades del Hombre.