Nací enfermo, venía con el cordón al cuello, salí con cesárea y medio ahogado, me llevaron a cuidados intensivos y no vi a mi madre hasta una semana después de haber nacido. Mi madre no tenía leche así que tampoco me dio pecho. Yo no soy madre ni sé ni sabré cuáles son los sentimientos que rodean el acto de dar a luz, ni siquiera soy padre. He escuchado la historia en boca de mi madre cientos de veces aunque siempre me siento un poco fracasado, incapaz de agarrar sus verdaderos sentimientos. Sí siento, aunque quizá sea cosa mía, cierto runrún que impone la necesidad de formar una familia. En Mujer sin hijo, este runrún, o uno muy similar, es motor y contenido.
El runrún es la imposición por parte de la sociedad sobre la mujer para que sea madre. Es un runrún porque no hay una ley escrita, no hay una ordenanza ni bando, nadie formula la imposición, no se habla, suena casi hasta viejuno si uno se pone a hablar de ello, pero está, como el runrún del tráfico en las grandes ciudades, impasible e inevitable día y noche.
En Mujer sin hijo Jenn Díaz coloca esta imposición social como ley de Estado. Crea una sociedad distópica donde por ley las mujeres tienen que tener hijos para repoblar la Nación tras una gran guerra. Pero a diferencia de otras novelas con sociedades distópicas como Kallocaína o 1984 o Un mundo feliz donde el Estado y sus características son omnipresentes, invaden la mente del lector, aquí todo toca de segunda mano. Ese Estado opresor que impone la maternidad a las mujeres aparece al fondo, mientras la trama pasa en un plano casi realista. Si no fuera por alguna referencia al Estado, de vez en cuando, pensaríamos que leemos una novela sobre España, diciembre, 2013. Así, la imposición de la maternidad en Mujer sin hijo se parece al runrún de la imposición de la maternidad en nuestra sociedad, planea sobre sus personajes pero no invade la escena, sentimos su presencia a través de sus personajes, no como descripción de un nuevo Mundo sino como aceptación (y el peligro de lo que se da por hecho, lo que no se discute, lo obvio), sentimos su presión silenciosa.
Tres mujeres. Tres: Rita, Julia y Mónica. Tres mujeres cuyas vidas se entrelazan debido a la maternidad. Tres mujeres casi tipo, casi símbolo sin caer en la simbología. Rita, o la madre que no quiere/puede tener hijos, (y ojo: la dialéctica del querer-poder como forma de construir un personaje, ese no saber, no tenerlo claro como pilar, interesante), Julia, o la madre que muere para/por dar vida, o la aceptación de la maternidad al límite, pese al conocimiento de los riesgos la imposición o el deseo (¿cuáles serían las diferencias?) es más fuerte, y Mónica, o la madre que pierde al hijo y no sabe/puede continuar sin él.
En cambio, Rita siente cierto alivio cuando la madre sobrevive al hijo con la palabra, lo trae al presente. Está tranquila cuando Ariel es solo Ariel. Pasan toda la tarde hablando de la vida, la enfermedad, la muerte y la ausencia del niño. Se nota que Mónica ha pensado mucho sobre ello: tiene su dolor controlado, casi domado. Sabe todas las respuestas porque se ha hecho todas las preguntas, pero hay algo que no puede controlar: echar tanto de menos a su hijo.
Jenn Díaz sitúa a sus tres mujeres en compartimentos estancos, en situaciones sin salida de donde no se puede escapar: Rita como transgresora de la Ley, Julia ante la muerte y Mónica en medio de una pérdida que no se soluciona con el reemplazo de un nuevo embarazo, como ninguna pérdida, claro. Asistimos pues, al relato de un intento por sobrevivir, de escapar, la épica del fracaso, casi como heroínas de tragedia griega, plantándole frente a los Dioses (Estado, runrún social), abocadas a sucumbir.
Mujer sin hijo. Tres mujeres. Tres historias. (Tres hombres también, hombres que sí, ellos sí, logran escapar, en contraposición). Rita, Julia y Mónica. Tres. La madre, ¿el hijo? y el espíritu, lo inasible pero presente, lo que merodea, la imposición, el runrún.
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