Hubo una lejana época en la que costaba viajar, en la que los vuelos baratos no te llevaban a Berlín para pasar un fin de semana más económico que en la costa que uno tiene a la vuelta de la esquina, en la que las historias de otros países y ciudades eran privilegio de un puñado de profesionales, personas solventes y algunos nómadas irredentos. Como en las noches en torno al fuego, el viajero narraba en la mesa de un bar o en una reunión familiar desde grandes historias hasta frivolidades, según la naturaleza del viaje, las capacidades oratorias del moderno rapsoda, la cantidad de alcohol trasegado o del sueño que tuviese la audiencia. Eran bienvenidos los grandes obstáculos que se hubiera encontrado en el camino. También los lugares comunes. Y las aventuras. Y las mayores ligerezas.
Pero con el mayor bienestar y los años boyantes previos a la crisis empezó a viajar desde el joven adolescente hasta la bisabuela en silla de ruedas. Todos viajaban. Si uno decidía quedarse en su ciudad un puente te miraban con una cara muy rara. Si decías que no te gustaba viajar había hostilidad incluso. Los nuevos viajeros hicieron del viejo cuento una constante exposición de informaciones de guías turísticas, lugares comunes, datos manidos, falsa y obligada diversión, experiencias impostadas en decorados puestos en marcha para el solaz de personas ataviadas con chanclas y pantalones piratas. Ante la enésima repetición de aquello tan gracioso que sucedió en un hotel de cuatro estrellas de vete tú a saber dónde idéntico a otro de cuatro estrellas de otro vete tú saber dónde idéntico a otro de cuatro estrellas de vete tú a saber dónde, la audiencia añoraba vivencias que tuvieran algo de autenticidad mientras planeaban como callar a estos parlanchines amigos que insistían en mostrarles la foto 788 de su apasionante odisea de cinco días contratada en Viajes Halcón.
Desplazados por tanto los buenos contadores de historias ante la avalancha de «exploradores instagramers», uno de ellos ha encontrado asilo político en la editorial Varasek, que ha tenido el tino de adaptar a modo de relatos muy cortos una serie de anécdotas y pequeñas aventuras de Jesús Velasco, alias «El Vuke». Más Allá de las Nubes se convierte por tanto en un libro de viajes idóneo para sedentarios que se desplazan en transporte público y pueden disfrutar de una lectura amena en formato corto. Al margen de esta broma o exageración, se trata de una recopilación peculiar que busca ofrecer unas pinceladas sobre diversos países a través de la ocurrencia, el ingenio o la ternura. Más que un análisis de los lugares o profusas descripciones, Velasco se ciñe a ofrecer con sencillez, agilidad y gracia, un puñado de vivencias que consiguen un doble objetivo. En primer lugar que el lector pase un buen rato. Y en segundo lugar que se interese, en caso de no conocerlos, por los trabajos en el campo del documental del autor, especialmente por Estrellas de la Línea, que está presente en varios de los textos que se desarrollan en Guatemala.
(…) Carol lloraba abrazando a su hija diciéndole que la quería mucho; su marido Beto, de profesión ladrón, le había pegado y de paso había pillado también un golpe la Vilma; Beto estaba histérico y gritaba, lo empujé hasta su asiento y me respetó; Kim y Vilma habían pegado también a la China, que lucía un ojo morado; Lupe se vomitaba en el pecho; la Kimberly decía que estaban todas locas y Calín, el marido de Mercy, me decía que Chema y yo éramos calidad, que eso sí que era un viaje y que él nunca hubiera podido haberlo hecho con su mujer y su hijo y que, por tanto, cualquier cosa que necesitáramos nos sería concedida, o eso me pareció entender pues le costaba vocalizar. (…)
La anécdota, por tanto, nos lleva de El Salvador a Estados Unidos, de Reino Unido a Etiopía, de Venezuela a Sudáfrica, de Méjico a Kenya, mostrando que el auge de los textos cortos en los que tanto ha influido la irrupción de Internet, puede trasladarse de la red al papel haciendo un camino de ida y vuelta. Al final, lo importante, es el interés que se suscita. Y en este caso reside fundamentalmente en un estilo eficaz y conseguir transmitir la misma emoción que se siente como espectador y testigo del mundo, pues El Vuke se aleja mucho del viajero que trata de darse un aire experimentado. Consigue con tan sólo unas líneas que parezca que estás descubriendo con él un sitio extraño en unas ocasiones, pero también que asuntos cotidianos en los desplazamientos, como trámites en los aeropuertos, registros, burocracia necesaria en otros países, se tornen auténticas odiseas al mostrar el lado más absurdo de las costumbres o los procesos administrativos. O del toparse con la persona menos indicada por su tozudez, falta de escrúpulos o mezcla de ambos.
Este ameno conjunto de impresiones, que cuenta con las excelentes ilustraciones de Fernando Bellver, ofrece un antídoto contra el tóxico y constante veneno de los viajes de familiares, amigos y compañeros de trabajo, a los que no tuvimos el valor de echar de nuestras vidas antes de que fuesen a Disneyland París. Luego ya fue demasiado tarde.