Durante años, Trevanian fue un gran entretenimiento para los amantes de la literatura. El juego consistía en ponerle cara al misterioso seudónimo que firmaba una serie de exitosos libros sin que jamás su rostro apareciera en los medios de comunicación ni concediera entrevista alguna. Entonces no existía Internet y semejante nick podía considerarse como un acontecimiento para una serie de letraheridos. Cuenta el crítico de cine Carlos Boyero en una crónica su descacharrante viaje en pos de conocer al ídolo.
Por esa época, un día en el que Fernando Trueba y yo le estamos hablando fervorosamente de Trevanian a Fernando Colomo, este nos revela que le conoce personalmente. Es español, es un antiguo compañero del colegio. Le ha vuelto a ver después de muchos años en la boda de un amigo común y este le ha contado que, entre las múltiples labores a las que ha dedicado su accidentada existencia, ha escrito novelas con el seudónimo de Trevanian. Con los ojos como platos y entre tartamudeos, Fernando y yo le suplicamos a Colomo que nos consiga una cita con ese hombre. Y ahí comienza una historia disparatada, apasionante y surrealista que se prolonga a lo largo de meses. Con reuniones en un bar interrumpidas porque la policía ha recibido un aviso de bomba, las insinuaciones de Trevanian de que ha trabajado para algún servicio secreto y le están buscando, citas en un misterioso chalet abarrotado de alarmas, espadas de samurái y huellas de balazos en las paredes, las novelas de Trevanian en multitud de idiomas, fotos en los Alpes de nuestro hombre junto a Clint Eastwood durante el rodaje de La sanción del Eiger y paseando por El Main, llamadas extrañas de teléfono, perros amenazantes, pruebas bastante irrefutables después de interrogatorios intensos de que este hombre no es un impostor. Después de concedernos una larga y negociada entrevista con la condición de que por problemas de seguridad no revelaremos su nombre, días antes de su publicación, Colomo llega resoplando y nos cuenta a Trueba y mí que se ha enterado de que todo es un fraude, que ese hombre ha intentado suplantar a Trevanian. El tópico es cierto. La realidad supera a veces a la ficción.
En estos tiempos donde el más provinciano de los columnistas de periódico sale con seductora pose en su foto de encabezamiento y el concepto intimidad está distorsionado por la multiplicación de redes sociales y el gusto por la fama a toda costa, incluso puede resultar difícil de entender el celo de Trevanian por mantenerse al margen de todo, superior incluso al de otro maestro en estas lides, J.D. Salinger. Pero hacer del anonimato un arte no está al alcance de cualquiera y la huida de Rodney William Whitaker, su nombre de pila, va a la par que la calidad de sus textos llenos de misterio. Este combatiente en la guerra de Corea vivió para colmo mucho tiempo en el País Vasco francés. Un prófugo de los libros rodeado de chapelas. Llegaron a creer que era Norman Mailer pero estaba tomando pinchos al norte de los Pirineos. Efectivamente, la realidad supera a veces a la ficción.
Eso sí, no pudo resistirse a hacer algún cameo. Su nombre aparece en La Sanción del Loo, mencionado de pasada como crítico de cine. También como guionista en la adaptación de La Sanción del Eiger protagonizada por Clint Eastwood. De ambos libros nos ocupamos a continuación.
Imaginemos a un tipo con algún rasgo psicopático, bastante violencia acumulada por una infancia difícil, problemas sexuales raros, superdotado en algunos campos (no precisamente el anterior), tan culto como primitivo, amante del arte –sobre todo del impresionismo-, creyente en los férreos valores de la lealtad con los amigos, letal en la lucha cuerpo a cuerpo, extrañamente romántico, con predilección por el asesinato como forma de aumentar sus ingresos a fin de mes… Tal personaje, que podríamos clasificar dentro del apartado de «gentuza», sección «bicho mal parío», subsección «escoria»… es el bueno de estos dos libros. Imagínense cómo será el resto de la tropa. El bueno al que nos referíamos, personaje inolvidable, se llama Jonathan Hemlock, criaturita del señor que tiene que ejercer de asesino a sueldo para sostener su tren de vida, puesto que sus aficiones no son baratas: comprar castillos y coleccionar Manet, Monet y puntillistas variados. Por eso, las dos novelas empiezan de manera semejante. Un asesinato hace que algún servicio de inteligencia demande su trabajo, ya que dentro de lo malo no es lo peor, sino un contra-asesino que aplica esas sanciones del título, es decir, que si matan a uno de los nuestros llamamos al amigo. A partir de ahí se desarrolla una trama de espionaje e intriga que combina varios elementos.
En primer lugar, están los tópicos de la serie negra: mujeres fatales, sicarios que se han levantado con el pie izquierdo, sospechosos habituales, malvados tras su halcón maltés, personajes secundarios que aportan o despistan a partes iguales, y una narración que avanza paralela a las averiguaciones.
En segundo lugar (junto al tercer factor es lo que hace especiales a estas novelas), existe una adaptación del mundo del cómic. La trama negra y de espionaje se sostiene en elementos de tebeo, sobre todo en el carácter de algunos de los personajes. Se trata de unas obras sin héroes, donde unos son villanos pero buena gente en el fondo, otros villanos a secas, y otros rebasan en varios grados la calificación de hijos de esto, lo otro, aquello y lo de más allá elevados a la enésima potencia. Asimismo poseen una serie de características singulares, empezando por el propio protagonista, Hemlock, que los hacen en cierta medida sobrehumanos. Esos rasgos equivalen a los superpoderes del supervillano, adaptados a una atmósfera más o menos realista. Algo así se hace en la serie de James Bond, sólo que en La Sanción del Eiger y La Sanción del Loo no nos encontramos a un Doctor No que roza la caricatura del malo, sino a reflejos de lo peor de la naturaleza humana. Estos sí que dan miedo. La pátina de cómic, lejos de suavizar el terror o la dureza, aporta una dosis de extravagancia que contribuye a hacer la atmósfera aún más enfermiza.
En tercer lugar, está el curioso y elaborado sentido del humor de Trevanian, lo que realmente hace distinto su estilo y magníficas a estas novelas por encima de esa mezcla de géneros anteriormente comentada. Desde el primer capítulo hasta el último, un humor suave y sostenido sirve de hilo conductor a la trama. El mérito de este escritor está en que el humor jamás decae, ni en las situaciones más cercanas al horror, ni en las de acción o aventura, tampoco en los pasajes más serenos, basados en el diálogo, o en los de transición. Es algo constante, como un traje a la medida para cada parte de las novelas. Este carácter resalta y se aprecia sobre todo en las escenas más truculentas y duras –que las hay, y muy duras y truculentas-, donde el humor persiste evitando el contraste facilón, o sea, ese choque que se produciría si a la sonrisa le sigue la brutalidad. También sortea otro recurso simple, el tipo de humor negro que haría mofa de lo que le está ocurriendo a un personaje. El talento del autor hace que incluso en esos momentos exista un raro humor que ni potencia ni disminuye la fuerza del texto, ni tampoco se burla de la víctima.
La capacidad camaleónica de Trevanian para confundirse con el medio y pasar desapercibido durante décadas se aplica igualmente a su literatura. En otras obras, y les recomendamos cualquiera de sus novelas, cambia de registro hasta parecer otro escritor completamente diferente. Se puede afirmar que Rodney William Whitaker es un raro con mayúsculas, auténtico sumo sacerdote de la orden del Nuestro Señor del Perro Verde. Por eso mismo aquel lector que se acerca a sus libros suele convertirse en un fervoroso seguidor de esta singular religión.