Alguien tendrá que hacer un día la historia de las fajas de los libros, esas cintas de papel que rodean a las novelas. En ellas se puede leer, por ejemplo, «asombroso, maravilloso». A continuación, el nombre de un escritor conocido o el de la publicación periódica de prestigio a quien se le atribuye. En su evolución, espero ver los calificativos a solas, sin nombre de escritor famoso o publicación periódica de prestigio, como si surgieran del éter, como si la existencia del propio libro hiciera que el adjetivo naciera junto a él como hermano siamés. Quizá haya sucedido ya. En el mundo editorial todo es posible, incluso una cita sin dueño en busca de autor o unas comillas perdidas en el espacio sideral.
En esa historia habrá que contar de donde proceden las palabras de elogio, de qué discurso se extrajeron. Y allí nos encontraríamos con otra intrahistoria peculiar, la del rapto de las alabanzas. Estaban tan tranquilas en su poblado, y vienen las bárbaras y violentísimas fajas a llevárselas y a exhibirlas fuera de ese núcleo familiar donde tenían todo el sentido, a veces ni siquiera de loa. ¿Quién escribirá esta terrible y asombrosa historia?
La faja que adorna La isla, de Giani Stuparich, indica «un libro perfecto». Se atribuye a Enrique Vila-Matas. El erudito o experto en fajas diría que hace justicia al texto del que procede, que realza constantemente esta novela corta del escritor de Trieste. También diría que hace justicia a la propia novela. (Perfecto: Que tiene el mayor grado de excelencia o bondad en su línea.) Diría seguramente que estamos ante una faja común que vive de acuerdo a las características de su hábitat natural.
La isla es perfecta en la medida en que, haciéndonos con las castizas palabras atribuidas a El Guerra para definir lo clásico, «no se pué hasé mejóh». En poco más de cien páginas –y hemos de añadir coloquialmente «con letra gorda»-, Stuparich habla con sencillez y precisión de sentimientos muy difíciles de exponer. Y para ello bordea dos precipicios con extraordinario equilibrio, sin despeñarse donde muchos habrían caído a las primeras de cambio.
El primero es el de la prosa poética. Las descripciones de esa isla que da título al libro, realizadas de forma voluntariamente lírica, consiguen transmitir la continuidad de la vida y la exuberancia del lugar, en contraste con la inexorabilidad del paso del tiempo, la enfermedad y la muerte. Esa isla es un personaje más del libro y quizá la verdadera protagonista por encima de los seres humanos. Las descripciones de la luz, del cielo, del paisaje, del mar, logran evitar la afectación a pesar de la prodigalidad en adjetivos casi bucólicos. Gracias al ritmo conseguido mediante frases cortas, esta abundancia consigue sortear la afectación y transmitir una especie de clima de inocencia, de calma, de mundo que se recicla y permanece. El mérito logrado por esta cadencia es más que destacable. Casi cualquiera se hubiera estampado contra la cursilería. No es el caso.
El segundo es la puesta en escena de una situación que hubiese sido presa fácil para el sentimentalismo. Un hijo que acompaña al padre en sus últimos días, el amor entre ambos, la dificultad para comunicarse, la inminencia de la pérdida… asuntos que combinados con la prosa poética podrían desembocar en la lágrima fácil, en el nudo en la garganta convencional, reflejan sin embargo un aire de espontaneidad y sinceridad muy lejanos a cualquier atisbo de ñoñería.
La isla se enfrenta con humanismo a uno de los temas recurrentes en muchas grandes novelas del primer tercio del siglo XX: la enfermedad y la degradación que produce. Y por extensión al gran tema de la muerte. Y lo hace transmitiendo en todo momento naturalidad, llaneza y, por qué no, algo que podemos definir como honradez.
Dos triestinos, Elvio Guagnini y Claudio Magris, son los encargados de la presentación y el posfacio en esta edición de la editorial Minúscula, responsable de las únicas traducciones que hay hasta ahora al español de obras de Giani Stuparich. Tanto la introducción como el epílogo ayudan a la comprensión no sólo de La isla, sino sobre todo de su valor dentro del foco cultural de Trieste, que quiso ser y no fue por la destrucción que acarreó la Primera Guerra Mundial. Sus consecuencias produjeron posteriormente una especie de sentir oscuro en los grandes escritores del lugar. Sólo Stuparich mantuvo la luminosidad. Y esa luz no sólo se percibe en La isla, sino que es descrita con detalle, como si hubiese necesidad de fijarla para conjurar a la noche, cuya descripción, por cierto, está desterrada en el relato.