Un diario es un desnudo del alma. Más o menos. O la desnudez que permite el siglo XXI. Quizá escribir diarios sea algo de otro tiempo, una eterna adolescencia y exceso de sinceridad. Más o menos. Un diario muestra (o pretende mostrar) el día a día como algo natural y fluido, un espectáculo íntimo y deliciosamente sencillo (puede que esa sea su única y máxima fortaleza). Un diario sobrevuela el instante, ofreciendo una luz frágil sobre el presente. Días aparentemente idénticos, figuras que van y vienen, y un yo que mira desordenadamente al mundo (todo diario parece en clave, un enigma a veces sólo descifrable por su autor). Como los espejos, en ocasiones nos reconocemos en ellos y otras nos resultamos tan increíblemente familiares que apenas reparamos en los detalles. En un diario dejamos nuestra vida en reposo, una siesta larga en la que emociones más o menos inocentes se entremezclan, una duermevela de la existencia.
Con los diarios siempre se plantea la honestidad del autor. Cuánto hay de cierto, cuánto hay de exceso en sus líneas. Incluso hasta qué punto el texto desea ser leído con todos sus pequeños o grandes riesgos. Difícil pregunta, cuando más bien nadie, en ninguna parte, sabe qué hay de cierto y falso en la vida de cualquiera de nosotros. Dónde empieza el personaje, el hombre que compra el pan y sonríe a las visitas. Qué creer. Puede que un empeño sin demasiado futuro. Hasta lo que uno ha llegado a saber, al ser humano le da por jugar a ser sensible y practicar unos cuantos roles que finalmente acaban por cansar y exasperar. Podría ser un resumen de cualquiera de nuestras vidas. Los situacionistas se plantearon acabar con los roles y no darle más vueltas al asunto. Comenzar de cero. Ni trabajar siquiera.
En los diarios queremos encontrar un secreto, algo. Saber si salimos en sus páginas, si estamos presentes de alguna forma. Qué opina honestamente, qué calla quien se dedica a escribir en silencio. Ya se sabe, todo aquel que escribe lleva una sombra de sospecha. En un diario deseamos encontrar sexo, descaro y algo que destripe a quién está detrás. Pasar las páginas y arrojar nuestra curiosidad sobre el otro, convertirlo en alguien menos incierto. Más o menos. Un diario es literatura que parece no serlo. Un extraño y perverso juego. Tal vez un diario se base únicamente en mirar dentro. Y recibir con pureza lo mejor y peor de nosotros mismos. Más o menos.
DÍA 1
Deseo con todas mis fuerzas escribir sobre el presente, sobre lo que sucede cada uno de mis días. Mitad monótonos, mitad extraños. El presente es ese espacio sordo que habitamos. Y los libros, por desgracia, se encuentran demasiado lejos de reflejar ésta o cualquier otra realidad importante (aunque cada libro que se escribe pretende cambiar definitivamente la propia vida). Todos los libros tienen algo de evasión o intento fallido. Como alcohol para iniciados tras mucho sudor y mucho miedo. Intento evitarlo a toda costa. Ser próximo, cercano a esa realidad que presiona ligeramente los ojos. Sé que no es sencillo. Decía Umbral que «los libros se aparecen como la Virgen».
Pongo música en un reproductor lleno de polvo diminuto y gris. Llevo el pecho desnudo. La única luz de la habitación es esta pequeña pantalla que funciona a modo de espejo deforme. Noto el impacto del agua sobre el asfalto caliente. Es verano. Siempre ocurre lo mismo. Tal vez ahora, en verano, las calles descansan del incordio de algunos paseantes que chillan o molestan. La ciudad y yo nos soportamos mutuamente. La hora no importa. Importan las sensaciones en este instante, pero lo que está bastante claro es que no importa la hora. Resulta un mal modo de medir nuestros actos en el mundo. Me apetece leer y dejar estas palabras en frío.
DÍA 2
Me reúno con unos cuantos escritores en un chalet a las afueras. Es el cumpleaños de uno de ellos, tímidamente amigo mío. Poesía, ingenio y las habituales luces y sombras de los que pasan demasiadas horas frente a las palabras (escribiendo o leyendo como enfermos voluntaristas). Los escritores son gente curiosa. La fiesta tiene nombre literario, El día del Watusi, como ese libro de Casavella. Hace bastante calor pero no resulta agobiante o incómodo. El poeta amigo que cumple años prepara cócteles con buena presentación. Azul y rojo apagado. Gamas imposibles y una ligera pátina de brillo. Se está bien entre los tuyos. Los escritores son una de las tribus humanas más atípicas que conozco. Muchos no entenderían ninguno de sus gestos, ninguna de sus deformidades habituales. Aislado, pero no distante. Con gafas de sol.
La temperatura se mantiene. Estamos a la sombra, tumbados en la hierba del jardín. Las conversaciones van de libros técnicamente perfectos a tatuajes sobre esos mismos libros. Alguien hace cine. Lo envidio, es más saludable la imagen. Las palabras son una adicción de otro siglo, algo en desuso. Como andar fumando opio cuando los demás están con las benzodiacepinas. Démodé. La sociedad del espectáculo, ya saben.
Los niños juegan alrededor y se suben a nuestras espaldas como pequeñas colinas imposibles. Hay ruido, agua y bebidas alcohólicas de alta y baja graduación. Yo, personalmente, no creo en el alcohol. O más bien mi cuerpo no cree en el alcohol. Cree en algo tan inusual como leer, comer patatas fritas con mucha sal o comprar viejos discos de rock n´ roll. A veces pienso que lo mejor, el gran invento moderno, es la soledad en compañía.
Los escritores son/somos como esos magos de la tele que echan algo al suelo y se convierte fugazmente en explosiones blancas de humo. Y en esa confusión, desaparecemos. Algo así. Me tumbo de nuevo en la hierba. Sonrío y coloco bien mis gafas de sol. Nos hacemos fotos graciosas y charlamos sobre más libros, películas o política literaria. La tarde se mueve lenta y algunos fuman algo que parece marihuana muy seca. Nadie hace demasiada poesía. El calor desaparece y el papel de regalo queda arrugado y hecho una bola. A un lado.
(…)
[Prólogo y primeros días de Diario de un escritor cobarde, de Julio César Álvarez]