La primera vez que llevé a mi madre a una obra de Angélica Liddell fue a ver La casa de la fuerza. Cinco horas y pico en el Matadero de Madrid. Mi madre se subía por las paredes. Hubo un momento en que se puso a despotricar y pensé que la propia Angélica nos iba a oír, iba a parar la función e iba a subir hasta donde estábamos en el patio de butacas y nos iba a dar una paliza. Mi madre despotricaba pero no se iba. Cinco horas y pico. «Pero vete si no te gusta», le decía yo. Allí se quedó. Nada más salir me armó una bronca por haberle llevado a ver aquella cosa. Desde ese día, no se ha perdido ningún espectáculo de la Liddell.
Lo que le pasa a mi madre le pasa a mucha gente con la Liddell: despotrica, se revuelve, pero no se va, porque con la Liddell no se puede, te atrapa, te agarra y hace que te retuerzas pero no te suelta. Sale diciendo que no vuelve, pero vuelve y vuelve a volver. Eso en escena, donde hay texto pero hay también cuerpo y espacio y tiempo. Veamos qué pasa ahora con lo que escribe.
El teatro es un género denostado por la mayoría de los lectores. Hay quien dice incluso que leerlo no tiene sentido, que es algo hecho para ser representado, no para ser leído. Yo defiendo la lectura de teatro a bocaos si hace falta. Lo bueno de leer teatro, lo que sólo tiene la lectura de teatro, es que se puede leer a dos niveles: el nivel literario, como pieza para ser leída, y el nivel escénico, como pieza para ser representada. A mí esta dualidad me provoca mucho placer. Más cuando llego a la conclusión de que el teatro es probablemente lo más difícil de escribir, la madre del cordero.
Lo que pasa es que en España se escribe muy mal teatro (por favor, no me juzguen por esta generalización, evidentemente no todo el monte es orégano). O mejor, se escribe teatro viejo, se escribe como si viviésemos a principios del siglo XX, o antes, como si las vanguardias no hubiesen existido; el cómo se escribe y el de qué se escribe no concuerdan ni por asomo. Por eso hay que leer a Angélica: la Liddell es de las muy muy muy poquitas que ha conseguido conjugar el qué y el cómo, su teatro toca de verdad, llega de una forma devastadora hasta el lector/espectador, es un éxito, no es vanguardia, no es escritura al borde, no es ni siquiera cuestionamiento de las formas establecidas, es pura efectividad, es lograr escribir, decir, y que llegue al otro lado, corresponderse al siglo en el que vive y sus formas, hacerse oír de verdad.
La escritura de Angélica es Bernhard —a su manera, claro—, es una repetición dolorida. Sin embargo, según la voy leyendo se me aparece el torbellino de Pierre Michon, ese remolino que te succiona a los abismos, es Marías empeñado en una imagen, volviendo a ella una y otra vez. Bernhard, Michon, Marías, quizá no sean sus referentes, pero son los míos, a los que me lleva la escritura de Angélica.
La casa de la fuerza trae dos piezas breves que abren el libro: Anfaegtesle y Te haré invencible con mi derrota. La primera es el relato sobre el padre y la madre para llegar al amor, la relación de amor con David, «Anfaegtesle es la palabra danesa que significa angustia», un amor destrozado, un amor imposible. La segunda, Te haré invencible con mi derrota utiliza a la violonchelista Jaqueline du Pré, que abandonó su carrera por una esclerosis múltiple que finalmente la mató, para hablar de la desesperanza. La casa de la fuerza nos muestra a tres mujeres destrozadas por los hombres, tres mujeres que son Angélica, Lola y Getse; maltratadas por los hombres, pero también son las tres hermanas de Chéjov, Olga, Masha e Irina; pero también son tres mujeres Mexicanas maltratadas por la violencia de los narcos y los asesinatos de Ciudad Juarez.
Habrá quien lea a Angélica y la asocie rápidamente con el realismo sucio, a mí me parece que estaría quedándose en un primer nivel, en un lugar muy básico. Lo que Angélica maneja es pura honestidad y dolor. No creo que deban quedarse en lo epatante, en lo desgarrador, encuentren la belleza bajo las líneas, el amor que crece del dolor.