Como todo adolescente que se jacte de haberlo sido, leí Un mundo feliz. El libro me gustó, pero siempre recuerdo como una bomba en mi pensamiento de aquella época la cita de Nicolái Berdiáyev que acompaña al libro. Yo que era un ser soñador que aspiraba a un mundo mejor y al que se le llenaba la boca con la palabra «utopía», entendí que llevar a cabo esos mundos perfectos conllevaba también una pérdida de libertad, algo que, perdónenme, mi yo de quince años no había llegado aún a comprender. Aquí la cita:
Las utopías parecen mucho más realizables de lo que solíamos creer. Actualmente nos encontramos ante otra alarmante cuestión: ¿cómo evitar su realización definitiva? Las utopías son posibles. La vida se encamina hacia las utopías. Y quizá un nuevo siglo comienza, un siglo en el que los intelectuales y la clase cultivada soñaran con formas de evitar las utopías y regresar a una sociedad no utópica menos ‘perfecta’ y más libre.
Kallocaína es la última novela que Karin Boye, poeta y novelista sueca, escribió antes de suicidarse. Se publicó en 1940, ocho años después de la mencionada arriba y una década antes de novelas de la misma temática como 1984 de Orwell o Farenheit 451 de Bradbury. En Kallocaína se retrata, como en el resto de novelas mencionadas, una sociedad distópica (siendo distópica una utopía mal llevada, disculpen la redundancia). Esta proliferación de este tipo de novelas tiene que ver, claro, con el apogeo del socialismo en la Unión Soviética y el ascenso del partido Nazi en Alemania. Intentos ambos por encontrar ese «mundo mejor». No creo que deba revelarles la trama, baste con decirles que atrapa y que como toda buena novela del género se hace más intensa según avanza, hasta provocar en el lector el encuentro entre la necesidad frenética de continuar y un halo de angustia y opresión. Pero me gustaría tratar dos aspectos de la novela que me parecen interesantes.
1. Kallocaína es posiblemente uno de los mejores retratos y relatos psicológicos de un personaje que he leído nunca. Escrita en primera persona, sabemos las cosas a través del químico Leo Kall. El lugar en que Karin Boye coloca al personaje, entre la rectitud y la obediencia, justificada y aceptada, al Estado y un sutil pero poderoso desasosiego que ya aparece en el principio del libro y que va comiéndole por dentro, el relato de esa lucha interna, de ese conflicto, son primordiales en el libro y están realmente conseguidos.
2. La cosa con estas novelas que plantean un futuro posible si las cosas continúan por donde van es que fueron escritas hace setenta años y el futuro, amigos, ya está aquí. Por supuesto que no vivimos en sociedades tan radicales, en el caso de Kallocaína una sociedad en la que el individuo se desarrolla para y por el Estado y toda manifestación sensible es tomada como fragilidad y traición, ¿o sí?
Somos conscientes de que el Estado lo es todo, el individuo, nada, y nos agrada que así sea. Somos conscientes de que la mayor parte de la llamada ‘cultura’ –exceptúo aquí los conocimientos técnicos- es y será un lujo reservado a un tiempo en el que no nos amenace ningún peligro (un tiempo que quizá no vuelva jamás), y así lo aceptemos. Lo que queda es el sustento y la estructura militar y policial, cada vez mejor desarrollada. Ese es el núcleo de la vida del Estado. Lo demás es ornamento.
Y yo pienso en la Ley de Seguridad Ciudadana y las multas de 30.000 euros por ofender a España. O el trato a la cultura en estos últimos tiempos justificado continuamente por la situación amenazadora de la crisis. Pues eso, que quizá leyendo novelas como Kallocaína entendamos mejor lo que somos ahora y, más importante (y probablemente más terrorífico), hacia dónde nos dirigimos.
[…] lee la reseña completa en tanyible […]