Cuando Howard Hawks y William Faulkner llamaron a Raymond Chandler para preguntarle quién había matado al chófer de los Sternwood este les dio una respuesta antológica: «No tengo ni la menor idea». Aunque la contestación mostraba la molestia que sentía Chandler por no haber podido colaborar en la adaptación de su propia novela —El sueño eterno—, también sugería un aspecto muy interesante de la novela contemporánea: el conocimiento incompleto del autor sobre aquello que narra, los datos que ignora tanto como el lector.
No debe confundirse esto con la famosa teoría del iceberg de Hemingway, en la que supuestamente el autor sabe todo sobre lo que cuenta pero sólo muestra su parte más superficial, con lo que el peso de lo no dicho articula todo, invita al lector a leer entre líneas o, mejor aún; a leer aquello que no se ha escrito y completar así la historia. Pero ¿y si el autor también ignorase los hechos o los datos que se ocultan tras lo que narra? ¿Y si el autor no pudiese saberlo todo porque es humanamente imposible hacerlo?
¿Qué sabe Modiano de Jaqueline Delanque, esa sobrina nieta del escribiente Bartleby, ese agujero negro que Melville sitúo en una oficina cualquiera, ella misma una negación de la que sólo sabemos con seguridad que gusta a los hombres por su elegancia innata y su perfil purísimo? De ese deseo de saber, o de ese conocimiento incompleto que busca, nace esta pieza económica, un cuarteto de cuerda o un trío de jazz que, a través de distintos narradores, incluyendo a la misma Jaqueline, desgrana no ya una historia o una serie de anécdotas, sino una reflexión sobre la identidad, la memoria y la ciudad cambiantes, acechadas siempre por el olvido que las devora, como la materia oscura devora la luz, hasta el punto que el presente puede hacerlos desaparecer o reducirlos a su mero esqueleto que son los datos o los objetos: una fotografía de carnet, una dirección de hotel, un libro olvidado en un café. Como dice otro de los narradores, al que sabemos que llaman Roland aunque no es su verdadero nombre, se dicen muchas cosas de alguien, después desaparece y te das cuenta de que nadie lo conoce. Sobre todo en una gran ciudad en la que existen limbos, barrios y distritos enteros donde uno desaparece durante años y puede vivir una vida por completo distinta a la que vivía, siempre y cuando no cruce las fronteras invisibles que a veces van de una acera a otra. Todo estriba en quemar los puentes y huir hacia delante, como Jaqueline Delanque, que empezó a huir cuando era apenas una niña.
Desconozco el resto de la obra de Modiano; llegué aquí tras romper uno de mis más firmes propósitos, que es el de no leer a un Nobel recién coronado. Así, para situar En el cafe de la joventut perduda (La Butxaca, 2010) me he servido de otras referencias. Cortázar, por ejemplo, por lo evidente de París, por el cenicero de Cinzano en la mesita del salón del preocupado marido de Jaqueline, pero también por la profunda extrañeza de lo cotidiano y sus zonas fronterizas con lo extraordinario y por la idea de los personajes que se cruzan en el dédalo de la ciudad. Otro Melville, Jean Pierre, con aquel París cool de tantas películas suyas, en especial El silencio de un hombre, en la que Alain Delon apuraba las horas que le quedaban perfectamente vestido, con sombrero y gabardina, entre kioscos decimonónicos, adoquines y citroëns modelo tiburón, como un samurái caído en desgracia.
Breve y sugerente, En el cafe de la joventut perduda es una buena tarjeta de visita de Modiano: te deja la certeza de que lo volverás a llamar.