Durante las pasadas Navidades, muchas familias que pusieron un pobre a su mesa durante la Nochebuena lo hicieron con el secreto deseo de que el vagabundo, desahuciado o ser errante con el que compartían los langostinos congelados fuese en realidad un asesino en serie. Hay que darle vidilla a la existencia y estas personas amigas de lo ajeno, y en concreto de las vísceras del otro, son vistas ya con simpatía, como si fueran de la pandilla. «Cuénteme, cuénteme cómo corta los ligamentos del brazo. ¿Quiere más pan? ¿Quiera más sidra El Gaitero? Prosiga».
Antaño no sucedía esto, y el acercamiento a tales personajes quedaba reducido al de las extrañas damiselas que se veían atraídas por el psicópata ya encarcelado. Mediante correspondencia terminaban siendo sus novias a distancia. Se trata de una exageración del gusto por los malotes, aunque una cosa, señorita, es que le guste un motero y otra que quiera hacerle gachas al Descuartizador de Shrevenport, Louisiana. También el público asistía con una mezcla de horror y fascinación a las historias contadas por los medios de comunicación, llenas de sensacionalismo la mayoría de las veces.
Pero en los años 80 el cine empezó a popularizar a los asesinos en serie de muchas formas. Los había locos y los había obsesos. Otros eran sucios y sanguinolentos, algunos refinados y aristocráticos. En los noventa llegó el turno de los enrevesados, no se limitaban a matar sino que tendían un maquiavélico plan a modo de partida de ajedrez sideral. Sus principales modelos fueron Aníbal Lecter o el asesino de Seven. Con el principio del nuevo siglo el psicópata se hizo familiar gracias a la serie C.S.I y todas las que surgieron como imitadoras. Era el psicópata democrático, cualquiera podía serlo un ratico para entretenerse el fin de semana. Más tarde el asesino en serie se llegó a convertir hasta en un personaje positivo, justiciero, Dexter, por ejemplo, mata a otros de su calaña, y si el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón hemos de suponer que para estos casos puede haber hasta un par de siglos de indulgencia. En definitiva, el asesino en serie llegó al paraíso de la abundancia, a un Edén de imaginarias víctimas colgadas por ganchos y abiertas en canal en un cobertizo.
El que suscribe estas líneas, influido por el interés quizá malsano -intento convencerme de que científico- hacia estos asesinos en serie, terminó enfrascado en la lectura de numerosos estudios de carácter antropológico, psicológico y forense. Este periodo de intenso aprendizaje dio su fruto: bautizar como Chikatilo a una planta atrapamoscas comprada en el Jardín Botánico de Madrid. Confiaba en que el carácter depredador del vegetal unido a la resonancia soviética del nombre del famoso asesino en serie conseguirían convertir al atrapamoscas en una máquina de matar dípteros y, quién sabe a dónde podía llegar, hasta coleópteros. Pero Chikatilo optó por el pacifismo, se negó a matar a ningún ser vivo, dejándose morir de hambre y dando una lección de la que podemos extraer dos enseñanzas definitivas. Una es que tenemos cierto margen de voluntad para elegir nuestro camino pese a que nuestra naturaleza parezca dirigirnos hacia el peor. Otra que el asesino en serie no nace, se hace. Chikatilo, la pequeña planta tropical con dientes, fue un ejemplo para todos y estas líneas pretenden honrar su memoria. Seguramente, de haber vivido más, hubiera ella misma asistido a las acampadas del 15M con su macetita a cuestas. Quiero creer que mis palabras le llegan al cielo de las plantas carnívoras buenas. Chikatilo, desde aquí un beso de mamá.
En este entorno en el que los asesinos en serie son nuestros amigos, encontramos en las librerías españolas Diario de un Psicópata (Ediciones Lupercalia), del médico forense Aaron Johnson. Debido a la comentada sobreabundancia de este tipo de personajes, la «competencia» con la que se encuentra el autor es enorme, por lo que crea un juego entre realidad y ficción próximo a lo que en el mundo audiovisual se llamaría falso documental. El juego consiste en presentar un diario de un posible asesino en serie, documentación supervisada por Johnson. El lector no sabe así si se encuentra ante una novela o ante un verdadero trabajo profesional, o incluso si existe un autor con ese nombre. Esta documentación se basa en un monólogo donde el asesino muestra sus pensamientos. ¿Es real el diario? ¿Es real el trabajo que lo muestra? Esta articulación del relato añade un punto de incertidumbre atractivo y eficaz para diferenciar esta historia de tantas de asesinos con las que nos podemos encontrar tanto en el mundo literario como en el cine o televisión.
Con un lenguaje entre alucinado y mesiánico, el asesino o supuesto asesino nos acerca al funcionamiento de su mente. El tono profético podría quizá fatigar, pero este soliloquio está interrumpido por breves biografías de conocidos asesinos en serie o recortes de prensa reales de la sección de sucesos de los periódicos que se adjudican al propio diario, de forma que estas particulares zonas de descanso sirven también para profundizar en el mencionado juego realidad-ficción propuesto. Y de paso el aficionado se encontrará con viejos conocidos, o el neófito con nombres como Ed Gein, El carnicero de Kansas, la Bestia de Zhitomir, Bela Kiss, El Hijo de Sam o incluso el propio Chikatilo, que verán tiene menos que ver con el reino vegetal y algo más con el animal.
De esta manera, entre una voz fanática y obsesiva, constantes referencias a la ciencia forense, algunos poemas, los ya indicados pasajes de «historia del terror» y las menciones a sucesos reales, el discurso camina haciendo guiños a los aficionados a películas y series, a los interesados por estos temas desde otras perspectivas o llamando la atención de los que todavía no se han adentrado en la psicología de este tipo de asesinos, atrayendo de forma cómplice a los primeros o suscitando la curiosidad de los últimos. Se podría decir que nos encontramos con un sangriento asesino para todos los públicos o un psico-killer familiar en varias de las acepciones de esta palabra.