Estos días he vuelto a leerme Diario de 1926, texto inédito de Robert Walser que ha recuperado La Uña RoTa para solaz de todos los que hemos tenido la suerte de encontrarnos y leer a Walser antes incluso del Dr. Pasavento.
[Qué tendrá Vila Matas, por cierto, para que todo lo que cuenta que lee se ponga tan de moda. Aparece también el suizo en su Bartleby y compañía, el libro que dedica a «los escritores del no» y donde puede leerse, entre otras: «Alguien ha dicho que Walser es como un corredor de fondo que, a punto de alcanzar la meta codiciada, se detiene sorprendido y abandona, es decir, que se queda en lo suyo, que es una estética del desconcierto». Elijo esta cita no solo para poner el link a la película —que también— sino porque no parece que en absoluto Walser anduviera tras una meta que no fuera la de estar tranquilo y que le dejaran muy en paz, y aquí parece que se quiere dar a entender que iba en pos de conseguir algo que abandonó, finalmente. Y no. No es eso. Y tampoco vamos a poner contar aquí qué es; no es el lugar; tal vez otro día].
Robert Walser nació en Biel, Suiza, el 15 de Abril de 1878. Sus obras más celebradas las escribirá en Berlín: Los hermanos Tanner, El ayudante y Jacob Von Gunten. Luego volverá a Suiza, en 1913, donde seguirá aún escribiendo: La rosa, El paseo, Vida de poeta… son de esta época. Fue un autor prolífico y respetado en su tiempo. Kafka, por ejemplo, lo tenía en gran estima. Por situarlo en la historia, Diario de 1926 es un texto escrito durante los años que pasó en Berna, ya de vuelta de su época en Alemania y los años que luego pasaría en Zurich. Al parecer, su salud mental fue siempre algo débil, de manera que en 1929 será ingresado en un psiquiátrico y unos años más tarde en otro, de donde ya no saldría nada más que para pasear y donde ya no volverá a escribir ni una sola línea hasta el día de su muerte. [Es por esto por lo que Vila-Matas lo incluye en lo de los bartlebies].
Hay que decir que el Robert Walser que escribe en 1917 El paseo no es el Robert Walser que en 1926 escribe Diario de 1926. Los años que pasó en Berna antes de ser ingresado no fueron, digamos, sus años más lúcidos. No obstante, hay similitudes destacables entre una y otra. Lo que se nos cuenta en ambos casos es un paseo, en cierto modo. [Le gustaba mucho pasear. Pasear pasear, es decir: paseos de 15 kilómetros y más. Y sin abrigo. Con el frío que hace en esas latitudes.] Tienen también en común los dos relatos la brevedad. El paseo es la narración de un día en la vida de «el poeta», el propio autor, que no llega a cien páginas de extensión; hechos en apariencia inconexos, las reflexiones que lo asaltan, un ir y venir y charlar con unos y con otros, un sastre, un banquero, los niños que ve por la calle. «Amaba en realidad la mayoría de lo que iba viendo, de manera fogosa e instantánea». Lo que ocurre es que él no es el mismo, «la época posterior a la Primera Guerra Mundial había sido una etapa vergonzosa para la mayoría de los escritores. Su literatura había adquirido un carácter venenoso, lleno de odio. El odio es un elemento improductivo»[1], y se nota un cambio en su prosa, en su ánimo: los años que pasa en Berna se ha abandonado, se ha dejado poseer por una falta de ganas de nada que impregna y rezuma todo el texto que ahora rescatan los segovianos. Y que es, las cosas como son, también una delicia; pues aun cuando no es el mismo Walser sí que sigue siendo Walser: te acaba enganchando igual este otro paseo; esta vez por sus pensamientos, deseos, preocupaciones, esa manera en apariencia deslavazada de ir dando cuenta de lo que le pasa en esta suerte de diario. «Naturalmente, podía haber dicho “dietario” en lugar de “diario”».
El motor de la historia, el eje sobre el que dirá en varias ocasiones que quiere que gire, al que vuelve una y otra vez, es el por qué lo escribe, cómo a lo largo de estas setenta y tantas páginas deja ver que tiene que escribir, que eso es lo que se propone, sin más, sin el menor atisbo de pasión o arrojo. «Quiero decir que lo que me he propuesto es escribir estas líneas, que acaso despierten algún interés —cosa, huelga decir, que deseo con toda el alma—, de la manera más simple posible, es decir, sin la menor afectación; en otras palabras: pondré todo mi empeño en evitar cualquier fanfarronada».
Dicen los editores en la contraportada que este diario «es una digresión en torno al vacío». No digo que no. Es el testimonio de un hombre que ha perdido las ganas, al fin. Ingresaría en un sanatorio mental —me imagino aquí siempre a Castorp, qué de moda estaban estos lugares entonces, lo fácil que era abandonarse así— muy poco tiempo después, en Waldau, y luego por fin en el de Herisau, dicen que contra su voluntad. De aquí ya no saldría nada más que para dar paseos hasta el día en que murió no vamos a contar aquí otra vez cómo; busquen las fotos. «Desde luego el Dr. Hinrinchsen ha puesto a mi disposición un cuarto para escribir. Pero me siento allí como clavado y no consigo producir nada»[2].
Por eso es tan importante el testimonio, tan emocionante el que haya recuperado el texto que escribiera en el reverso de las hojas de un calendario durante su estancia en Berna: «Hacía esfuerzos enormes por volver a levantarme y que se me ocurrieran cosas bonitas. Pero también dejaba correr mucho alcohol por el gaznate»[3]. Esa manera de hilar unas frases con otras, de ir dando cuenta de anécdotas inconexas, la aparente sencillez, el cómo fluye, cómo una nimiedad le lleva a la otra, esa ironía walseriana, inconfundible, hacen que podemos casi saber a ciencia cierta que si hubiera tenido más ganas, y esto es importante en grado sumo, hubiera sido capaz de seguir creando, de no dejarse llevar por la desidia, de vencer a la enfermedad. Tenía tanto talento como para que incluso una obrita en principio menor pueda trascender, tener un valor. Pero. «Sin amor, el ser humano está perdido»[4].