Humbert Humbert, el protagonista/hostigador de Lolita, es unánimemente considerado como uno de los narradores menos fiables de la historia de la literatura. Curiosamente, el genio de Nabokov dio vida a una figura infinitamente más insidiosa y artera que el propio Humbert Humbert: la del ruin Hermann Karlovich.
Desesperación cuenta la historia de este grandísimo engañabobos, un emigrado ruso, pedante y con ínfulas de artista, que se gana la vida de forma modesta produciendo chocolate en el Berlín de entreguerras. (Por las opiniones despectivas que el personaje expresa en relación a los consumidores de chocolate amargo, se sospecha que lo suyo es el chocolate con leche bien endulzadito, a lo Milka.) Los negocios de Hermann van de mal en peor y su mundo parece ir hundiéndose poco a poco, con calma, así, despacio, hasta que un día, paseando por los alrededores de Praga, tiene la buena fortuna de encontrarse con un pordiosero que es su viva imagen. Un sosias, una burla de la Naturaleza, un Doppelgänger extraviado en la Checoslovaquia de Kafka. A Hermann se le ocurre entonces una idea estupenda: asesinar a su doble, vestirlo con sus propias ropas y cobrar después la póliza de su seguro de vida.
Con este intento de fraude como punto de partida, Nabokov se dedica a darnos cuenta de los ires y venires anímicos del protagonista. Deshojando la margarita: ¿lo mato o no lo mato? ¿Si lo mato será culpa mía, o culpa de la niña de seis o siete años a la que le pedí que echase al buzón la carta en la que exijo la presencia de mi sosias en Berlín? En serio, ¿será culpa mía si lo mato, o será cosa del destino? Más importante aún: ¿matarle será una obra de arte? Sí, será una obra de arte. Claro, soy un artista. Refinado, concienzudo, detallista. Así piensa Hermann. O así trascribe Nabokov sus pensamientos en las geniales páginas de Desesperación. Geniales, en primer lugar, porque el autor logra lo imposible presentándonos a un asesino que resulta no solo malo, sino también tremendamente divertido. Geniales, además, porque Desesperación consigue algo casi inaudito en el vasto mundo de la literatura, algo que solo puede lograr con éxito un gran escritor, a saber: que el lector sepa más de la historia que el propio narrador en primera persona encargado de contarla.
Nabokov escribió Desesperación en los años 1930, precisamente cuando él mismo andaba con un pie en Berlín y otro en París, las capitales que le sirvieron de epicentro vital durante su exilio europeo. Esto es, antes de marcharse a Estados Unidos para, entre otras cosas, escribir, pese a la calidad de su ruso, la gran novela americana del siglo XX (supongo/espero/creo que alguien ya habrá/haya/ha llamado a esto la mejor broma de la Guerra Fría). Él mismo se encargó de traducir la obra al inglés en los 1960, editándola con mimo, y dejó claro en el prólogo que Hermann era un villano de mucho cuidado, no dudando en colocarlo en una categoría de maldad muy por encima de la del efebófilo de Lolita: «Ambos son unos granujas neuróticos, ahora bien, en el Paraíso existe un caminito verdoso por el que, una vez al año, Humbert puede pasearse durante el crepúsculo, mientras que el Infierno jamás le concedería a Hermann la libertad condicional».
Sí, Hermann es malo, malo, malo. Sin embargo, su malicia no es lo que hace Desesperación recomendable. Para eso les diría que se fuesen a leer American Psycho, por ejemplo. Lo que hace que esta obra sea extraordinaria es que, por una vez, como ya adelantaba, nos encontramos ante un personaje infame y divertido a partes iguales. Desesperación hace reír. A carcajadas. Por las ocurrencias, por los juegos de palabras y, por supuesto, por qué no confesarlo, por lo entrañable que resulta la psicosis del personaje. Cuando a Holden Caulfield, el adolescente inconformista de El guardián del centeno, se le ocurre confesar que es el mayor embustero que uno puede llevarse a los ojos, lo hace con ese tonito sarcástico y mezquino que impregna la obra de Salinger. Hermann, en cambio, lo hace con bonhomía y desparpajo. Mi madre es así y asá. Y tal y cual y luego y después. Ah, les advierto que soy un poco mentiroso. Y, por cierto, lo que les dije hace un par de párrafos sobre mi madre fue una mentira deliberada. No es así y asá. Es de esta forma y de aquella. Bueno, sigamos.
«Para un autor», escribe Hermann/Nabokov, «el sueño más preciado consiste en convertir al lector en un espectador; ¿se logra esto alguna vez?». Lógicamente, hay que responder de forma afirmativa. El propio Hermann/Nabokov lo logra en Desesperación, una novela en la que los lectores pasamos páginas, que es tanto como navegar por la mente de un hombre vil, en vilo, nos reímos, aprendemos de literatura, pues Nabokov se sirve de Hermann para enunciar algunas de sus teorías literarias, desde el ofuscamiento del crítico que cree saber más que el novelista hasta las irrisorias convenciones del género epistolario, pasando por un vedado ajuste de cuentas con el presuntamente sobrevalorado Dostoievski, y dudamos a cada momento de si lo que dice el narrador es verdad, o mentira, o él cree que es verdad pero en realidad es mentira. En efecto, por si leer las confesiones de un auto-proclamado farsante no fuese ya suficientemente complicado, resulta además que Hermann parece no enterarse de la mitad de las cosas que ocurren a su alrededor. (¿O no nos enteramos nosotros?). Por ejemplo, gracias al testimonio de Hermann, cualquier lector sabe que su esposa, Lydia, se la está pegando con su primo Ardalion. Sin embargo, Hermann, mañosamente, nos sirve la infidelidad en bandeja para luego exaltar el amor inmaculado de su esposa. Otro ejemplo: toda la novela se basa en la sorprendente similitud entre el protagonista y Félix, su Doppelgänger, pero el único que parece percatarse de este espectacular parecido es el propio narrador. Ni a los lectores, ni a Félix, ni a la prensa nos queda claro que ese parecido exista, o que sea tan sorprendente como parece creerlo Hermann.
Desesperación es una obra divertida, porque Hermann es divertido. Es una obra valiente, porque Nabokov era un autor valiente. Y, sobre todo, es el refugio de un narrador al que nadie conoce, del que nadie puede fiarse y a quien, se lo recomiendo como el amigo que soy, o que sería si todo esto no fuese más que una Gran Mentira, conviene vigilar con los cinco sentidos.