Voy a recoger a Fabio de la Flor, editor de Delirio, en un coche destartalado. Cuando nos ve —al coche y a mí; el coche en sí mismo es una presencia con una cierta importancia; a mí me da un pelín de vegüencilla: lo mismo resulta que me he equivocado con él y es un tipo la mar de estirado, que ya me ha pasado esto, y no se siente cómodo y todo acaba siendo un desastre y luego no publico nada, ando yo pensando— sonríe. Fabio siempre sonríe. Es lo natural en él. Seguramente he suspirado entonces en alto. Qué alivio. Sonríe con toda la cara, con generosidad y con toda la empatía del mundo. No empiezo a grabar hasta que bajamos, después de perdernos en el barrio de Hortaleza, por la parte más macarra, por la que conozco mejor. Enciendo precipitadamente la grabadora cuando por fin nos sentamos y recuerdo que no soy Chaves Nogales, que tengo memoria de pez. [Las cursivas son mías.]
El mercado se nutre del fracaso, dices.
Es algo muy lógico. El mercado entero se sostiene sobre un 97% de proyectos que fracasan y sobre el éxito —quizá— relativo, siempre esperando que estos también fracasen, de ese 3% restante. Montas una librería, una editorial, lo que sea; tienes un capital base y un mercado cuyo principal objetivo es hacerse con él. Es decir, que tú lo dilapides. Esto es difícil de entender porque todos los que nos iniciamos en un negocio pensamos justo en lo contrario: en que el dinero fluya hacia ti, y no al revés. Obviamente, de ese 97% de editores —que fracasa y que va a dilapidar la pequeña inversión inicial— un porcentaje altísimo es de gente que se mete ahí sabiendo ya. Es decir, no te haces editor de la noche a la mañana, o solo por fardar. Bueno, hay gente que sí, que lo hace solo por fardar [nos tenemos que reír]. Y hacen bien, qué cojones. Pero son muy pocos casos. Hay un porcentaje altísimo de ese 97% que va a fracasar que sabe lo que se trae entre manos cuando se mete, conoce su oficio —sabe hacer libros, no digo venderlos— y durante tres, cuatro, cinco años, gastan el capital con el que empezaron en hacer muy buenos libros, en hacer cosas que son realmente interesantes, pero que no venden una puta mierda —ésa es la realidad: es muy difícil vender—, han estado dedicándose única y exclusivamente al éxito del libro… y al fracaso de su negocio. De manera que tienes a una cantidad enorme de gente produciendo muy buena literatura, muy buenos libros, destinados al fracaso que nutren una especie de imaginario social en el que todo el mundo dice «joder, qué buena salud tiene la cultura». Y sí, bueno, tiene buena salud a costa de que hay quien va dejándose la piel en ello.
El mercado no quiere restituir. El mercado lo único que quiere es que llegues, deposites tu dinero, y te marches por donde has venido. En el mejor de los casos, si tienes éxito, entonces se te exigirá aún más: más gastos fijos, más gastos variables, para —en teoría— poder seguir teniendo más éxitos, para poder gestionar los que ya has conseguido… Está continuamente tentándote, llamándote, pidiéndote. Ocurre que te está llamando al fracaso, nada más. No está llamándote a crecer, o a que cumplas tus ambiciones y expectativas, ni siquiera las de tus autores ni lectores. Te llama hacia las trampas. De repente tienes a tres personas más que te ayudan, un local más grande, subcontratas, viajas, inviertes, tienes el triple, el cuádruple de gastos. Es decir, tendrías que empezar a tomar decisiones con pies de plomo, estar siempre cuidando el producto, los libros que haces, el dinero que te cuesta hacerlos, calcular bien el que te va a ser restituido, has pasado de hacer unas bufandas preciosas a tener que mover mil bolillos al mismo tiempo sin perder el encanto. Y, al mismo tiempo, en una especie de pantomima cultural que se da desde Atapuerca, tienes que seguir defendiendo el producto desde presupuestos culturales, literarios, bibliófilos, críticos…
Hay que buscar, desde el inicio y continuamente, un equilibrio, y ser conscientes de que tanto las fuerzas del mercado como las fuerzas culturales son siempre fuerzas disruptivas, fuerzas que van a intentar romper ese equilibrio. Y, sinceramente, yo hablo del libro porque es lo que conozco medianamente, pero creo que sucede en absolutamente todos los ámbitos. Da igual que hagas libros, globos aerostáticos o sardinas enlatadas, a ellos les influirán las garantías de seguridad o la sanidad alimenticia.
Como editor tienes que evitar todo tipo de tentaciones. Para mí es muy interesante, en este sentido, vivir en provincias. En mi caso, vivir en Salamanca se ha convertido en una manera de alejarme un poco de los envites del mercado. En un sitio como Madrid, aunque sea sólo por estadística, son continuos, tú lo sabes, todos los putos santos días llamándote por tu nombre.
¿Y tú por qué te haces editor, Fabio? ¿Por fardar?
[No crean que va a contestar ahora a la pregunta. Lo hará mucho más adelante. Entrevistar a alguien como Fabio tiene esa complicación: hay que insistir muchísimo]
Bueno, no sé, es probable… aunque rápidamente me di cuenta de que no fardaba una mierda. La profesión de editor tiene cierta mística aparejada. Es como comprar una licencia de taxi, con la que además de conducir y ganar dinero trasportando clientes, también puedes ir convirtiéndote poco a poco en un psicópata mientras describes poéticamente lo que sucede en Nueva York.
[La entrevista completa aquí]