Los cuentos son para el verano, estaba ahora pensando, qué gran título, no me digan que no; el versionar el nombre que le puso Fernando Fernán Gómez a aquella obra de teatro lo mismo vale para un parche que para un descosido, puede usarse para animar a hacer en verano casi cualquier cosa, si no es muy caliente, vaya, como suena tan bien; aun cuando en pleno mes de julio, en honor a la verdad, sea mucho menos apetecible montarse en una bici que en el mes de mayo, sin ese calorazo de la canícula y sus agobios y ya con todas las ganas que se han ido acumulando durante los fríos y desapacibles meses de invierno intactas y bien dispuestas, por fin flores y colores alegres en los campos, esos primeros días de ir sin abrigo y el qué bonito es el amor y el Lalalá de Masiel de banda sonora. Por dónde iba. Sí, discúlpenme; lo que quería decir es que cualquier excusa es buena para hablar de libros —sobre todo si son libros como este, que me juego los madlemen del hijo de mi prima a que no lo conocen—, incluso una tan traída por los pelos como esta del verano y las bicicletas y lo que da de sí un título bien escogido; abran sus corazones, entonces, no se pongan exquisitos. O no tan pronto.
Este que les digo es Convertiré a los niños en asesinos (Plaza y Vadés, 2013), de Diego Luis Sanromán. Vengo como loca —entusiasmada, es decir— a contárselo. Tengo además la sensación de que este libro no se lo ha leído ni El Tato[1], por lo que la ilusión es cuádruple: se lo voy a descubrir yo. Pueden luego de habérselo leído dejar comentarios agradecidos más abajo. Gracias.
Como leí la contra —sale David Richard Berkowitz, asesino en serie, muy mala persona[2]—, tardé en decidirme a abrirlo, que a mí en verano —y en invierno y en primavera y en otoño, para ser exactos— lo que me apetece es no sufrir y este tenía toda la pinta de poder llegar a hacérmelo pasar más que regular. Luego ya, una vez hube empezado a leerlo y a confirmar todas mis sospechas, de perdidos al río: leía un cuento un día, otro día otro… Casi que con apuro, diría, que qué me iría a encontrar en el que iba a leer a continuación, qué más habría ido a inventarse este hombre[3], a quién va a torturar, qué va a acabar supurando algún tipo sucio y malhablado, qué sé yo, es tan ancha la imaginación; tanto me había impresionado el primero de los relatos, tan claro me iba quedando, según iba dando cuenta del resto, el tipo de historias con que podría —iba— a encontrarme.
No tendría que haberme insultado de aquella manera. Ya no se muestra respeto ni ante la propia madre.
«¿Y por qué te lo leíste, masoca?» —podría haber alguien ahí, qué sé yo, que se lo pregunte—. Ya he dicho en alguna ocasión que si alguien se ha tomado la molestia de enviarme un libro me lo tengo que leer, no estaría bien no hacerlo, entiendo, así que procuro zampármelo todo, aun cuando no sea del tirón. Lo procuro, digo, porque hay libros que yo no soy capaz de leerme, no tengo capacidad para ello, no me puedo leer un libro que esté objetivamente mal escrito[4]. No hay caso ni para qué. Este tal vez no debí leerlo, en absoluto porque esté mal escrito, todo lo contario, y a santo de qué iba a ponerme a escribir sobre ello, con lo que me cuesta ponerme, por otro lado; lo que ocurre es que me ha hecho pasar algún mal rato, confieso; no hubiera llegado a él si no hubiera llegado él a mí en uno de esos sobres que me traen los carteros de parte de las editoriales y que tanto me gusta abrir, tampoco. (Lean la nota [4], que solo por ponerla me he metido en este jardín.) Y aquí va un aviso a navegantes: Si es usted como yo, de natural sensible e impresionable (algo ñoña y floja, vaya) tiene que acerarse a estos relatos con sumo cuidado y con toda la precaución; está el conjunto tan bien escrito y rematado, que pincha, se sufre; es decir, no es un libro de cuentos amables o de corte filosófico intrascendente, digamos, para meterse en la camita a descansar y a tener dulces y felices sueños y ya, que cuando no es un loco psicópata asesino es una ancianita cruel y despiadada y cuando no un tipo que acaba abriéndose la cabeza con un taladro, tal cual, o un dejarte en la ruina existencial tras asistir a la desaparición de un hombre, del todo, de la faz de la tierra, delante de ti… (porque acaba como El hombre menguante, ¿no?). Y lo peor (lo mejor, digo) es que nunca —nunca— te lo esperas, siempre es a traición.
Sentaos, sentaos alrededor. Quiero contaros una historia sorprendente que a mí me contó alguien cuya sinceridad jamás podría poner en duda, ese alguien a su vez recibió el cuento de un amigo suyo de probada honestidad, y así sucesivamente hasta remontarnos al origen y la fuente de todo, su sufrido protagonista que, según me dijeron, ya no se encuentra —para su desgracia o fortuna, según se mire— entre nosotros.
No, a ver. Se lo dejé a un amigo, me lo devolvió a los dos días: «Ostras, tú, qué bueno», según entró por la puerta. Y la verdad es que sí, que lo es. Debería bastar con esto para que se lo lean.
Notas al pie:
[1] El Tato fue un torero que estaba por lo visto siempre en cartel, no paraba. Cuentan que toreó incluso después de que le fuera amputada una pierna, con una ortopédica. La expresión que se versiona aquí es «No vino ni El Tato», entonces, como el hombre parecía ir a todas partes, tanta presencia como tenía en la vida pública de aquellos años (segunda mitad del S.XIX).
[2] «En noviembre de 1975, David Richard Berkowitz se encerró en su pequeño piso de Yonkers. Cubrió las ventanas e inició una extraña vida ascética. Enseguida empezó a escribir mensajes en las paredes, dictados por los que él creía demonios: “En este agujero vive el Rey Malvado” o “Convertiré a los niños en asesinos”, entre otros». Ahí lo tienen. Ya saben el porqué del título.
[3] Escúchenle, en Radio Euskadi. Que tiene aversión a la sangre, dice. Pues menos mal.
[4] «Un secreto vale lo que aquellos de quienes tenemos que guardarlo». Así empieza el capítulo 1 de la infame La sombra del viento. Toma ya. Les dejo aquí el enlace al descacharrante artículo con el que me encontré el otro día, donde se explica qué es un libro objetivamente mal escrito, no solo para que se rían, pero también.