Nunca o muy dificilmente encontrarás a un cantamañanas, que te diga «las verdades del barquero» y se jacte de su contundencia porqué allí, en el Reino Unido de la Gran Bretaña, las gotas de la hipocresía engrasan los ejes de la convivencia y saben que si medio mundo le dijera a la otra mitad lo que piensa el globo sería inhabitable
Cuando W. S. Gilbert, sospecho que delegando su opinión en el verdugo Ko-Ko, incluyó en una lista de personas altamente prescindibles y eliminables a «…the idiot who praises, with enthusiastic tone,/All centuries but this, and every country but his own»[1] podría haber estando señalándome como víctima prospectiva del atribulado verdugo de Titipú: confieso que soy ligeramente anglófila. Ya me perdonarán, pero ¿Cómo no podría tener tal inclinación, aún en forma leve, hacia una cultura que me ha proporcionado cosas y personas tan disfrutables como, por ejemplo, The Kinks, Charles Laughton o la India Pale Ale?
Confieso que el título del libro de Alberto Letona, Hijos e hijas de la Gran Bretaña (Varasek Ediciones, 2014), me había dado una idea inexacta sobre lo que podrían ser sus contenidos: con ese encabezamiento, casi me esperaba la típica arenga que usan los rancios cada vez que necesitan una cortina de humo, como por ejemplo clamar por recuperar el monte de Tariq de manos británicas mandando un destacamento encabezado por Jose Luís y su guitarra. Por suerte, no van por ahí los tiros: el autor ha vivido y trabajado en el Reino Unido durante años e incluso se ha convertido en parte de una familia británica, así que su análisis de los súbditos de Isabel II se basa en experiencia de primera mano y está libre de chauvinismos.
… he visto con mis ojos y en mi ciudad como una mujer local elegantemente vestida arrojaba un envoltorio al suelo caprichosamente y como lo recogía un ciudadano británico con pintas de punky para depositarlo en una papelera.

Dos gentlemen saludándose antes de partir a la caza del Snark (Ilustración ©Iban Gaztambide)
Al leer este compendio de britanos, más que otro país, tengo la sensación de que se nos está describiendo otro planeta: un lugar en el que se respeta la privacidad y los hábitos ajenos aunque estos sean claramente excéntricos (cuando no rayando en la enajenación); en el que el ejército no ha dado un golpe de estado desde el siglo XVII; cuyo pueblo dispone de la Carta Magna desde 1215, pero carece de una constitución escrita e inmutable cual tablas de Moisés; un lugar en el que hay cuatro selecciones nacionales sin que ello suponga el fin del mundo tal como lo conocemos (y es más, no sólo de fútbol sino de rugby también[2]). Los británicos son tan extraños que considerarán una deshonra que un político mienta sobre algo tan nimio como una multa de tráfico, y exigirán su dimisión. Son individualistas, pero respetuosos con el bien común, no ven c0n simpatía a los pícaros y consideran que alardear de riquezas es una vulgaridad. Son generalmente estoicos que disfrutan de sus aficiones y pequeños placeres. Gentes con amor propio pero también capaces de reírse de sí mismas. Inventivos, prácticos y habituados a volar del nido familiar a edades bastante más tempranas que nosotros. El visitante continental puede, muy razonablemente, poner sus objecciones a algunos de sus hábitos y costumbres, como un amor a los animales un tanto exagerado[3], la no muy higiénica costumbre de poner moqueta en los baños o su desmesurada afición a la bebida.[4]
Entre los tipos descritos por Alberto Letona, encontramos un amplio espectro que va de la aristocracia a su clase trabajadora, la secular dignidad de la cual fue desballestada sin contemplaciones por el beligerante Thatcherismo de los 80 y cuyo relevo generacional, con apenas conciencia de clase y más individualista, es ahora potencialmente más peligroso para las castas superiores que sus organizados y disciplinados predecesores. Están los hooligans, esos tipos por desgracia mundialmente conocidos, generalmente identificados como gente de baja estofa aunque tal vez sea porque no tienen, como algunos estudiantes con posibles de Oxbridge, una buena chequera para aplacar y comprar el silencio de los propietarios cuyos locales destrozan en celebraciones privadas[5]. Inamovibles en sus puestos, encontramos a los civil servants, esa casta de mandarines altamente cualificados al servicio del estado, ejemplificados en el correoso Sir Humphrey Appleby de Si, Ministro[6]. El autor disecciona los diferentes tipos nacionales, y la historia de ingleses, galeses, escoceses e irlandeses, más allá de los lugares comunes: por poner un ejemplo, Letona confiesa no haber encontrado en sus estancias en Escocia rastro alguno de la tacañería que el tópico atribuye a los caledonios. Por otra parte, todos los británicos, sin diferencia de origen, están unidos en su afición a tomar pintas y a una cocina que los continentales suelen considerar poco apetitosa, si bien es cierto que la inmigración ha ampliado, para suerte del visitante, el abanico de opciones gastronómicas[7].
El ciudadano medio confía muy modestamente en el gobierno de turno, le basta con que no le engañe, no robe, y cumpla su programa electoral. A nadie en su sano juicio se le ocurrirá culpar al gobierno de su desgraciada situación personal.
Todo esto y más encontramos en este retrato de los isleños vistos por un continental (vasco y bastante viajado, para más señas), en la que su personalidad, historia y costumbres son descritas con humor, pero no con el humor del extranjero que desprecia la idiosincrasia de los otros, sino el del observador lo suficientemente integrado para empatizar con las costumbres ajenas, pero que forastero al fin y al cabo, puede contemplarlos también desde una cierta distancia: digamos que hay coña pero también cariño, y el gracejo del autor tiene un carácter marcadamente británico, más decantado a la fina ironía que a la chocarrería de las chanzas ibéricas.

Una típica calle de casas adosadas (Foto ©Klaus D. Peter)
Sólo en un momento no pude evitar sentir tristeza durante la lectura, y es cuando el autor describe su primera escapada a Londres, durante unas vacaciones de verano en las que él y unos compañeros de estudios ejercieron de trabajadores de la hostelería ilegales con la intención de practicar el idioma: Las anécdotas de este primer aterrizaje en una tierra extraña son bastante divertidas y transmiten la inocencia y las ansias de aventura juveniles, en un tiempo en el que un viaje al extranjero era como una ventana a un futuro mejor para quienes habían crecido en la España de la dictadura. Así el emigrante de antaño, de viaje largo en vagón de tercera y maleta de cartón, podía abrigar esperanzas de porvenir, mientras que el joven que ahora escapa del paro y la falta de oportunidades, con petate de nylon en vuelo de low cost, se enfrenta a una incertidumbre total sin excesivas expectativas.
Notas:
[1] De la canción As some day it may happen, de El Mikado, la célebre opereta del libretista Gilbert y su colega el compositor Arthur Sullivan. Si me permiten una traducción muy libre y francamente poco cantabile: «Aquel idiota que alaba, con un tono entusiasmado, el siglo que no vivió y cualquier pais de al lado».
[2] Es decir, que no son monotemáticos en sus aficiones deportivas: mientras aquí el aficionado deportivo raramente lo es de otra cosa que no sea el fútbol (y ocasionalmente algún otro deporte bajo condición de que algún paisano haya ganado un trofeo o una competición), en las páginas de deporte de los medios británicos, el fútbol comparte páginas con el rugby o el cricket.
[3] Más aún visto desde el punto de vista ibérico, donde hay que confesar que solemos tratar a los animales de una manera tirando a bestiaja.
[4] Mi primer impulso fue pensar, «¡Hombre, pues aquí tambien privamos bastante!», pero tras leer un par de anécdotas de autor, he de decir que si, que por aquí no he visto situaciones similares. Aunque he de añadir que nunca he estado en los Sanfermines.
[5] En el caso relatado en este enlace, el posadero decidió, con un criterio muy digno, que el ofrecimiento de pagar los daños no era la solución adecuada, y más cuando la dignidad de la víctima se ha visto ofendida.
[6] La serie Si, Ministro y su secuela Si, Primer Ministro deberían ser repuestas sin interrupción, tal es la educación sobre los asuntos administrativos y políticos que imparten al teleespectador, y lo que te ries, claro. Creo que a Sir Humphrey sólo le he visto encontrarse con la horma de su zapato en un episodio en el que se las veía con una reivindicativa representante municipal.
[7] Recuerdo una estancia en Londres en el barrio de Islington, en una zona con muchos habitantes con raices kurdas en la que me encontraba, desde un punto de vista gastronómico, como en casa.