La ciencia ficción tiende a ser considerada por la academia como un género literario poco noble. De pequeña supe de las ficciones selenitas de Luciano de Samosata o Cyrano de Bergerac, no por mis libros de texto de lengua y literatura, sino por libros divulgativos sobre la exploración del cosmos. Aún hoy, una tiene la impresión DE que, como le pasara a Ray Bradbury, a un autor de ciencia ficción se le valora más por el éxito de ventas que por su escritura[1].
Leyendo Deshielo y Ascensión de Álvaro Cortina Urdampilleta (Jekyll & Jill Editores, 2013), una se plantea hasta qué punto las etiquetas de género pueden, o deben, definir la apreciación de una novela[2]. Presentada como una novela de ciencia ficción, es también una disección, con un punto sardónico de usos y costumbres sociales disfrazados de futuro imaginario, un futuro que guarda algún que otro sorprendente parecido con nuestro presente, obviando el clima, los avances tecnológicos, la geografía divergente y el repertorio de fauna fantástica[3] (o, quien sabe, quizás tan sólo ignota).
El escenario principal de la historia es la confederación del Norte, territorio de clima abruptamente ártico. Allí, en la ciudad portuaria de Sitka, sus habitantes se encierran en sus casas y procuran pasar el menor tiempo posible en sus heladoras calles. Este es un mundo en el que multimillonarios altamente competitivos dedican sus vacaciones a cazas descomunales para potenciar su status. Como descomunales son tambien sus grandes mansiones abarrotadas de trofeos disecados, a semejanza de muchas mansiones sitkanas, tan colmadas de objetos que niegan a sus habitantes un espacio vital mínimamente maniobrable, y parecieran competir entre ellas a ver quien se lleva el premio «Síndrome de DiÓgenes» de la Confedereación del Norte.
Su narración a cuatro voces[4] me ha recordado, en cierta manera la polifonía narrativa del Drácula de Bram Stoker, por los puntos de vista que se van alternando en sus cuatro partes, y en la que cada narración amplÍa, complementa y se superpone a las anteriores. La primera parte del relato, es un inicio lleno de hielo, locura y muerte, que trae a la mente la tragedia de la expedición de Franklin[5] o la infernal experiencia antártica de Mawson[6]. Tras este enérgico arranque, las dos partes siguientes, en clave de crónica social ácida, retratan el día a día en una base de prospección de litio y el mundillo artístico de la provincial Sitka. La última parte vuelve a la acción con aires de novela negra sideral en un satélite-abadía.
No deja de ser paradójico que uno de esos cazadores insaciables de la primera parte, desde su lugar en la cúspide de la cadena trófica, llegue a sentir pavor por las humildes larvas de insectos que se crían en los despojos de las piezas que se ha cobrado. Los cazadores de safari ártico y la ciudadanía del norte temen asimismo a las misteriosas Cucarachas, unos humanoides salvajes que moran más allá de los límites de la civilización y que no se parecen en absoluto a los bárbaros absentistas de aquel poema de Kavafis[7]. La amenaza de las Cucarachas motiva la erección de altas vallas electrificadas[8] para proteger a los enclaves humanos: todo lo que escapa al control de la Confederación se considera salvaje e inhabitable.
La Condederación del Norte, y sus territorios (terrestres o extraterrestres), están de facto dominados por grandes corporaciones industriales multinacionales, o mejor dicho, multiplanetarias, como la Furth-Isoko Lithium-3000, para la que trabaja el ingeniero Stefano Lenz, narrador de la segunda parte, un individuo que pese a toda su teoría experimental educativa, destinada a la gestación de una humanidad mejor (o más concretamente, la parte de humanidad que comprende a sus retoños), es en su día a día complaciente gestor para una multinacional a la que ayuda a ordeñar hasta el agotamiento los recursos naturales disponibles. Toda armazón de intelectualidad en el ingeniero es solamente la máscara pequeñoburguasa de quien en el fondo sólo aspira a hacer fortuna para él y sus amos. Solange Heddar es la esposa, un punto bovariana, de Lenz: una mujer educada para decorar la vida de su marido y condenada a aburrirse como una ostra. Solange, sin embargo, es en muchos aspectos mucho más perspicaz que su marido, y una se la imagina enarcando la ceja de manera demoledora, dibujando una parábola digna de María Félix, ante las pretensiones del ingeniero y las costumbres del personal de la explotación. Aunque como Stefano, a Solange le falta altura de miras «En mi biografía anterior» declara con sinceridad «no hay rastro de determinación ni de ansia de libertad».
Es Solange la narradora de la tercera parte, en la que se implica, aunque con característico desapego, en los círculos pictóricos de Sitka, observando de cerca los impulsos creativos de Anselm Des Près, un pintor con tantos marrones en sus telas como negros tuviera Frans Hals, a decir de Van Gogh. No es de extrañar que Des Près sea el pintor más cotizado de la capital, un lugar en el que la llegada de la primavera no se asocia a la eclosión de bellas flores sino al resurgimiento de una tundra embarrada y podrida. Su oscura y sufriente imaginería de santos y beatas evoca las pesadillas de los cazadores de la primera parte. Solange ve en Des Près a un hábil (y un punto caradura) mercader del zeitgeist, que con la pose de artista espiritual y torturado (no del todo postiza), gana dinerales realizando encargos para las diferentes sectas que prosperan en la ciudad explotando los miedos que atenazan a los sitkanos, cuya espiritualidad abonan con intimidantes pronesas de juicios finales.
No deja de ser irónico que sean los legos los que perciben la divinidad de manera más íntima, mientras que los profesionales de la religión se escudan en el dogma para defender su negocio en la tierra. Es contemplando la desolación de la tundra helada en la que Eriksson-Vargas, millonario cazador, experimenta un breve momento de paz: «Evadido de mi terrorífica evasión, dediqué algún instante a admirar la extrema belleza del lugar, borrándome a mí, como testigo, de aquel inhospito desierto». Asimismo, el anónimo narrador de la cuarta parte, en esencia un hombre de acción, también se siente seducido por la paz del yermo satélite en el que se halla la abadía de Isenheim: «Se sube al espacio tambien a pensar. Los monjes de la abadía arriesgaban su salud por ello. Preferían una segura muerte por cáncer que la ciénaga ventosa de, por ejemplo, Sitka. Es otro temple, el que veo en la gente de fuera. En el fondo, un higienista es un guerrero». El rudo capitan Des Prés (gemelo y opuesto del pintor) cita la epístola a los Corintios, e incluso el petulante Lenz tiene una breve epifanía ante una escena de mortífera destrucción «Dios estaba ahí, terrible, ajeno, sanguinario, cruel, benévolo, monstruoso, bello y reflejado, y yo comencé a adorarlo, en aquellas sangres, en aquella naturaleza exaltada». Frente a esta percepción quasi mística de los profanos, los hombres de religión parecen prisioneros de sus dogmas, o embebidos en una contemplación baldía y un punto onanista.
Esta tierra del futuro es como un espejo del Callejón del gato con el que Álvaro Cortina Urdampilleta nos devuelve nuestro reflejo, menos distorsionado de lo que nos gustaría pensar: un mundo de clima enloquecido, naturaleza rebotada, en la que la corrupción secular de la metropoli, por un lado, y la árida pureza del dogma, por otro, han dejado de ser alternativas viables.
[1] Charles Laughton, amigo de Bradbury, se lamentaba de que en Estados Unidos sólo se le valoraba porque sus novelas se vendían bien, mientras que en Europa se le reconocía también por su calidad como escritor (Tell Me A Story. An Anthology. McGraw-Hill Book Company, Inc., 1957)
[2] La clasificación por géneros me es un tanto indiferente siempre que la lectura de un libro me tenga atrapada como a un perezoso en una alberca de melaza, si el libro funciona, tanto da el precinto que lleve.
[3] La descripción de alguna de estas criaturas me recordó a las que Chris McMahon añade sobre aburridos cuadros de Salón-comedor
[4] Bueno, cinco, si contamos la intervención epistolar de uno de los personajes.
[5] La malograda expedición ártica de sir John Franklin (1845)
[6] La experiencia de Douglas Mawson en su exploración de la Tierra de Jorge V, en 1912, dentro de la expedición Australiana a la Antártida (1911-13)
[7] Esperando a los Bárbaros
[8] Cualquier parecido con la realidad, vaya, es pura coincidencia.