No hay nada más inquietante que un mar en calma. Flotando como una tortuga somnolienta sobre las aguas, el bajel que en otro momento pareciera tener vida propia, ahora pierde toda animación. O de haber movimiento alguno, es del tipo que te hace enfermar de mareo. Los marineros se aletargan. Como sería cruel hacerles bregar duramente bajo el sol tropical, yacen como criaturas sin alma. En situaciones como esta las noches no conocen reposo, ni los días fin. (…) Si tu, gentil lector, tienes un enemigo, no podrás desearle nada peor que la calma en el mar.
Dicen que mientras no se invente la máquina del tiempo, la mejor alternativa es leer libros; doy fe que, no teniendo un TARDIS a mano, buena alternativa son. Cuando tuve noticia de Captain’s Wife de Abby Jane Morrell (Seaforth Publishing, 2012, publicada originalmente en 1833) me interesó por estar escrito por una mujer en una época en la que ellas no viajaban mucho en barco y, aún menos, participaban en expediciones navales. Sin embargo, como explica Vincent McInerney[1] en su prólogo, en viajes comerciales largos durante el siglo XIX, como por ejemplo en los balleneros, empezó a ser habitual que los capitanes llevaran a sus esposas en viajes que podían durar dos años o más: esos barcos eran denominados burlonamente como fragatas cluecas[2], sobre las que no existen estudios hasta épocas recientes, y la producción literaria por parte de las propias protagonistas es más bien escasa. De ahí el interés de Captain’s Wife: es una memoria bien escrita y que revela una autora (con o sin ayudante[3]) con buen nivel cultural y un buen conocimiento de la historia de la exploración marítima, ya fuera previo al viaje o bien debido a la experiencia y a el tiempo libre que Abby, en calidad de consorte del capitán del Antarctic, tuvo para hacer buen uso de la surtida biblioteca de la goleta de su marido[4].
Escrita con asistencia o sin ella, lo cierto es que las memorias de la señora Morrell son consideradas por los historiadores como bastante más fiables que las de su marido, que adolecen, al parecer, de una cierta tendencia a pavonearse de sus méritos; le ganaron a Benjamin Morrell el mote de Trolero del Pacífico. La visión femenina, educada y reflexiva de Abby Jane Morrell se distingue de otros relatos de la época. Añadiría que hay detalles que delatan a la autora como norteamericana. Uno de ellas es su falta de hostilidad hacia Francia y España y sus habitantes (así como los de sus colonias). Otra: cuando el Antarctic fondea en la isla de Santa Helena, Abby Morrell proclama sin ambages su admiración por Napoleón Bonaparte; le fascina el noble perfil de las efigies del hombre que, entre otras consideraciones, valora como «Amante y mecenas de las artes y ciencias, protector de hombres de genio; destructor de los últimos restos del sistema feudal». Cuesta imaginarse un comentario similar en labios de un contemporáneo británico.
¿Qué impulsó a la joven autora a embarcarse con su marido en un viaje de casi tres años, dejando a su hijo al cuidado de su madre en Nueva York? En primera instancia, por lo insoportable que se le había hecho la ausencia de Benjamin en su primera expedición tras la boda. También le anima un punto de curiosidad y aventura: mujer de firmes convicciones protestantes, en algún momento de su adolescencia había soñado con ser una misionera dispuesta a correr los riesgos que fueran necesarios para convertir las almas de los paganos. Pese a sus creencias, hay que decir que en sus visitas a otros lugares se muestra razonablemente flexible con las costumbres de cristianos de otras denominaciones y los idólatras (es lo que tiene viajar). La señora Morrell se describe al principio del viaje como una novata frecuentemente indispuesta por los mareos:
He leido sobre Estoicos cuyos rostros no traicionarían una emoción, que sonreirían mientras su carne era desgarrada con tenazas calientes, pero creo que el más renombrado de su secta empalidecería ligeramente de ser atacado por el mareo
No obstante, llegará a cruzar el Ecuador y ganarse el saludo del mismo dios Neptuno. No está demás hacer notar que en el momento en el que el Antarctic regresó a Nueva York, Abby estaba a punto de dar a luz a su segundo hijo. Imagínense a una jóven de poco más de 20 años en avanzado estado de gestación navegando por océanos no siempre amables…
Uno de los propósitos de la autora es expresar su interés a favor de mejoras en la vida de los marineros. Aún poniendo especial énfasis en potenciar el conocimiento de las Escrituras entre la ruda marinería, Mrs. Morrell defiende con vehemencia que un hombre de mar con educación revierte en el provecho del propio marino, del barco y a la sociedad a la que volverá una vez acabada su carrera en la mar; lamenta que los propietarios de flotillas mercantes prefieran contratar a jóvenes sin formación, e incluso a prófugos de la ley, porque les salen más baratos y por su dictatorial temor de que unos marineros educados lleguen a cuestionar la autoridad del jefe. En su opinión, una marinería bien formada revierte al final en un funcionamiento más eficiente de las naves; con un marino ducho en la ciencia de la navegación, los empresarios navales aprenderían que estos seguirían órdenes invirtiendo la mitad de tiempo del que normalmente usaban a base de fustigarlos e insultarlos.«Esto puede parecer quimérico para alguien que posee varios barcos y quiere hacerlos navegar con el menor coste posible» argumenta, «pero el cálculo comercial debería ceder al interés general y el entendimiento común». También defiende que la sobriedad mejora la vida del marinero, que podría entenderse como un argumento típico de una mujer de educación puritana, pero la señora Morrell no se posiciona estrictamente en contra del alcohol o el consumo de sustancias intoxicantes per se, sino de sus destilados, de los cuales deplora su uso, por parte de algunos comerciantes, para conseguir ventajosos acuerdos con los nativos de tierras lejanas: «Dicen algunos que ellos ya tienen licores con los que emborracharse, pero esto es verdadero sólo hasta cierto punto, y de manera reducida. Hay viajeros que dicen que lo hacen para complacer la intemperancia de los nativos, pero en éstos no existía tal tendencia hasta que entablaron contacto con el hombre civilizado. El rizoma de Kava y otros narcóticos aturden pero no dejan marca en la piel, ni laxitud del músculo, ni el desagradable enrojecimiento de ojos así como otros penosos síntomas de las bebidas espiritosas». Exalta también la apabullante efectividad de predicar con el ejemplo a la hora de gobernar a la marinería, y explica como en un momento del viaje en que las provisiones escaseaban, demostraron a los tripulantes que los que viajaban en cabina estaban sometidos al mismo racionamiento que ellos, desactivando con ello cualquier resentimiento que pudiera desembocar en un motín.[5]
Hay un momento en el que Mrs. Morrell, tal vez sin ser consciente de ello, nos presenta un espejo oscuro de la civilización: la Antarctic llega a una isla cuyas aguas son ricas en pepinos de mar, y la nave es atacada por sus habitantes. Al regresar a la isla mejor pertrechados de armas y con la intención de vengar la muerte de sus marineros (así como de intentar de nuevo proveerse con un buen cargamento de la preciada holoturia), los tripulantes consiguen mantener a raya a los nativos y uno de ellos, de aspecto un tanto inusual, se acerca hacia la nave: se trata de Shaw, uno de los marineros que sobrevivió a la masacre y había vivido desde entonces como esclavo de los nativos. El relato de sus penalidades denota lo intolerable que ha sido su cautiverio. En cambio, más adelante en el viaje, la Antarctic toma como cautivos a varios polinesios (que nombran, a la manera de Crusoe, como los días de la semana), con la intención de educarlos y cristianizarlos para que regresen más tarde a sus islas como modelo de aborigenes adecuadamente domados por la civilización. Obviamente, el hecho de que la narradora considere que el cautiverio de los isleños como un bien que se les hace, y la constatación de que estos no son físicamente maltratados[6] no deja de hacer que su secuestro sea menos cuestionable.
El retrato de la opulenta generosidad de la naturaleza en los trópicos contrasta con la norteña severidad de las tierras natales de los expedicionarios. Morrell describe maravillada la exhuberancia de su vegetación o los coloridos plumajes de las aves que las habitan cuyo bello aspecto, observa, no se corresponde con sus habilidades canoras. Opina que en contraste, la raza humana es más fructífera cuanto más hostil es su hábitat: «La raza humana, por supuesto, es una excepción a la regla. Así como la naturaleza se deleita en su belleza donde el hombre es ignorante y salvaje, el hombre alcanza mayor grandeza. Allá donde la naturaleza es esteril e inflexible (…) el hombre ha alcanzado la más alta perfección moral e intelectual». Imagino que es esa atribuida superioridad la que permite a la civilización occidental apropiarse tranquilamente de todo lo que no es “civilizado”. A los ojos de Abby Morrell y sus contemporaneos, la colonización es una fuerza benéfica que somete a la naturaleza y que, con industria y perseverancia, la mejora, «Ya que, por supuesto, según la presente ley de las naciones, el descubrimiento otorga el derecho de posesión, siempre que esta sea por otro poder que no sea el de los aborígenes», aborígenes cuyas leyes, costumbres o derechos sobre el terreno que habitaban, eran poco tenidas en cuenta por descubridores, misioneros, comerciantes o militares conquistadores, vaya. Era, a la vista del colonizador, una falta de los nativos el no espabilarse para exprimir a fondo la riqueza de su entorno, y que tuviera que venir un hombre civilizado a enseñárselo. Después de todo, razona ¿No lo designó el Todopoderoso para ser el rey de la creación? Los nativos, sin rifles ni cañones, poco podían defender la opinión de sus propios dioses al respecto. Por otra parte, también hay que tener en cuenta que en algunas islas de estos mares sus habitantes no le hacían ascos a la carne humana, y recuerdo la atribulada navegación del capitán Bligh y sus fieles en la chalupa de la Bounty, en la que se les hizo patente que los nativos no respetaban tanto una lancha cuyos tripulantes sólo disponían de unos pocos sables, como meses antes les habían respetado a bordo de un navío de Su Majestad con sus buenos cañones… No obstante, el peligro de algunos isleños caníbales no necesariamente justifica el adueñarse de todo un océano. Incluso la Señora Morrell admite que no era la sed de sangre la que animaba a los isleños a atacar bajeles visitantes, «sino el deseo de obtener de la manera más facil las posesiones de otro». Entiendo pues, que la falta de los nativos, a ojos de los navegantes, no radicaba en sus actos sino el no realizarlos a la sofisticada manera del mundo civilizado.
Aún así, la autora reconoce ciertas pegas en la diligencia de la cristiandad a explotar la naturaleza: «Cuando el hombre civilizado toma posesión de los emparrados del Edén, pronto sacrifica toda gracia a las rígidas leyes de la utilidad y la productividad. Los más hermosos arroyos de nuestro país, de elegantes cascadas y agua cristalina, son pronto detenidos y torturados para accionar la rueda de un molino, o bloqueados con una presa para llenar un canal. Pero la utilidad debe estar por encima del gusto, en un mundo cuyo objeto es la ganancia». Describe la avidez de los ricos y poderosos por el valioso ambar gris, así como sus misteriosos orígenes y los altos precios que alcanza. Tal vez, reflexiona, «esto es lo que permite la sostenibilidad del comercio, proveer los caprichos de los opulentos así como las sinceras necesidades de la comunidad. Supongo que las necesidades artificiales de la sociedad sustentan una gran proporción de personas en cada pais». El ambar gris, nos explica la ciencia presente[7], es una secreción intestinal que produce el cachalote cuando su bilis le ayuda a digerir ciertas especies de moluscos: Podríamos decir a partir de su afirmación, y de manera muy simplificada, que el comercio de su época se basaba en especular con caca de cachalote[8]. Morrell describe a estos cetaceos como numerosos y mansos como gatitos, deduciendo acertadamente que estos pobres leviatanes de los mares del sur aún no habían conocido todavía los insaciables arpones de la industria ballenera[9].
Aunque en el texto predominan las consideraciones prácticas de la autora respecto a las expediciones comerciales, la política y descripciones de las naciones de su época y sus habitantes, quizás me resultan más atractivos esos momentos en los que los misterios de la naturaleza se revelan imposibles de descifrar y sólo queda abandonarse absorta a su contemplación, como las aguas del mar de Madagascar, centelleantes en la oscuridad de la noche por algún inexplicado designio de la Creación. Por mucho que Abby Morrell declare que el hombre está destinado a conquistar la naturaleza, queda la duda de que pese al ingenio humano haya rincones que permanecerán remotos e insondables. Al ser presa de la fiebre en un momento del viaje, teme, sintiéndose débil y tal vez próxima a morir, que su cuerpo sea lanzado al mar: «Suspendida en medio del océano para ser devorada por tiburones, o vagando por los siglos ascendiendo y hundiéndome en el mundo acuatico». Ese miedo a permanecer sola perdida en el océano sin fin; esa preocupación, por parte de una mujer que cree firmemente en la existencia de un mundo más allá de lo corpóreo, por el posible destino de sus despojos mortales, revela un temor primigenio que ni siquiera su aplicada lectura de los Testamentos puede aplacar, una aprensión hacia lo ignoto cuyas raices preceden el alba de la humanidad, y ahí quizás reside el verdadero mérito del explorador: ese gesto demente y magnífico de dar un paso hacia el precipicio, de adentrarse en océanos inexplorados o de lanzarse a la negrura del espacio exterior, sea el motor de tal gesto la terrenal ansia de riquezas o la infinita curiosidad humana.
Notas:
[1] McInerney es también el responsable de esta edición adaptada de la que se han omitido párrafos dedicados mayormente a comentarios sobre temas religiosos de la autora que el editor ha considerado que serían «de un interés limitado para la mayoría de los lectores contemporáneos». No soy muy amiga de las ediciones adaptadas; considero que se pierde no sólo contenido, sino también contexto. Ahora bien, teniendo en cuenta la cantidad de reflexiones de naturaleza religiosa que aún permanecen en la edición creo que no me quejaré mucho en este caso, hum.
[2] Hen Frigates en inglés. Para entender esta sarcástica denominación tengan en cuenta que a las despedidas de soltera se las conoce coloquialmente como Hen Parties.
[3] Según explica Vincent McInerney, en su momento se comentó que el negro tras la firma de Mrs. Morrell, o cuanto menos su asistente para acabar de dar a sus memorias del viaje fue Samuel Knapp.
[4] No es la primera vez que encuentro, por parte de un expedicionario, una alabanza a la biblioteca de un barco como fuente de solaz y salvavidas mental del viajero en periplos largos: véanse los comentarios de Fridtjof Nansen sobre la biblioteca del Fram, y cuanto la echaron de menos él y su compañero Johanssen en su fatigoso intento de alcanzar el Polo Norte.
[5] Traducido al lenguaje moderno, viene a ser lo contrario de lo que hace Christine Lagarde, directora del FMI, cuando pide que se reduzcan los salarios y las pensiones del europeíto de a pie sin recortarse un céntimo de sus propios y jugosos emolumentos.
[6] En el sentido de que los aborígenes a bordo no sufren las torturas que los habitantes de las Islas Masacre inflingieron al marinero Shaw. Según la autora, el trato dado a los nativos fue humanitario y ellos se adaptaron al cautiverio sin grandes problemas, más allá de la muy razonable saudade. Aún así, visto con ojos modernos, se puede considerar su secuestro, pese a que implicara de buen principio su posterior regreso, como algo repobable. Curiosamente, en varios momentos del relato queda claro que la autora tiene una postura abolicionista respecto a la esclavitud. Las Islas Masacre, tal como las denominó el capitán Morrell, se conocen actualmente como Islas Carteret: Los habitantes del atolón estan siendo evacuados del lugar desde 2003 a causa de la subida de nivel del mar.
[7] Es una de las teorías que apunta la señora Morrell, algunas de ellas deliciosamente fantasiosas: concretamente, la propuesta por los balleneros de la época: Punto para los balleneros, pues.
[8] Hoy, en cambi,o nuestra economía está cimentada sobre la especulación con bonos basura; excremento, en este caso estrictamente conceptual y de naturaleza virtual, aunque no por su virtualidad y conceptualidad menos destructivos que la furia de un banco de míticos Krakens.
[9] Si la nauraleza de los cachalotes es tan tranquila como la describe Morrell, ¿tal vez el terrorífico retrato de Moby Dick es un intento literario de justificar la masacre de sus congéneres?