La vida es una puta mierda. Ya se habrá dado Usted cuenta, sin duda. Pero tranquilo, no se preocupe, estoy dispuesto a susurrarle al oído mi secreto, la solución a todos, o casi todos, sus problemas, acérquese, escuche, esta es la clave: beba mucho, folle más y dróguese en todo momento. Eso sí: utilice heroína. Nada de coca. La coca es para los jodidos yuppies.
Vivimos una vida corta y decepcionante; y a continuación morimos. Llenamos nuestras vidas de mierda, de cosas como carreras y relaciones para convencernos a nosotros mismos de que no carece todo de sentido. El caballo es una droga honesta, porque te arranca esas ilusiones.
Esas falsas ilusiones, se entiende.
Trainspotting es una novela caótica. (No culpo al dialecto escocés, porque quien suscribe se ha conformado con la traducción de Federico Corriente para Anagrama, que es buena, sí, pero que sería mejor si el editor se hubiese ahorrado al menos dos docenas de notas a pie de página, gratuitas e innecesarias). Desigual, desordenada, confusa y tan anárquica como sus protagonistas, que viven de timar a la Seguridad Social escocesa. Uno puede leerla con atención, casi con esmero, y no enterarse de quién es tal o cual personaje, de si habla X o Y, de si X es amigo de A o de B, de si B odia a C, o le ama. Los pastiches se suceden a un ritmo tan vertiginoso y deshilvanado que, en comparación, Rayuela es un cuento para niños, tipo introducción/nudo/desenlace. Ahora bien, nadie, o al menos no yo, dice que esto importe. Lo que hace que esta novela sea grande, me atrevería a decir que imprescindible, es su espectacular descripción del Edimburgo de finales del siglo XX, de sus bajos fondos, sus drogadictos, sus alcohólicos, sus barrios deprimidos, sus enfermos de SIDA. Un mundo de miseria, de precariedad perpetua, de vulgaridad, de extrema violencia. Un mundo en el que el día menos pensado, hoy, quizás mañana, tu mejor amigo, ése de ahí, sentado a tu lado, compartiendo la priva, o la jeringa en el chutódromo, qué más da, te llama perro rastrero, te tira al suelo, te patea el estómago y, si te pones tonto, quizás hasta te adorna el estómago con un buen navajazo. No te pases, colega. Que esta es la ley de la selva.
Y en la selva, no se confundan Ustedes, se está de puta madre. La selva es el hedonismo. Orgasmos, borracheras, risas, colocones. Aquí es donde se está bien. Los protagonistas de Trainspotting, que son muchos, y tienen nombres y motes, tantos que a veces es difícil seguirles el rastro, disfrutan bastante de sus paupérrimas existencias. Sufren, porque les falta guita, o porque tienen el mono, pero viven más intensamente que cualquiera de nosotros. Que Usted, que yo, que su/mi vecino. Y ahí es donde llega el dilema, brutal y moral a partes iguales: ¿quién está tirando su vida a la basura? ¿ellos o Usted/yo? ¿ellos o nosotros?
La sociedad inventa una lógica falsa y retorcida para absorber y canalizar el comportamiento de la gente cuyo comportamiento está fuera de los cánones mayoritarios. Supongamos que conoces todos los pros y los contras, sabes que vas a tener una vida corta, estás en posesión de tus facultades, etcétera, etcétera, pero sigues queriendo utilizar el caballo. No te dejarán hacerlo, porque lo verían como una señal de su propio fracaso. El hecho de que simplemente elijas rechazar lo que tienen que ofrecerte. Elígenos a nosotros. Elige la vida. Elige pagar hipotecas; elige lavadoras; elige coches; elige sentarte en un sofá a ver concursos que embotan la mente y aplastan el espíritu, atiborrándote la boca de puta comida basura. Elige pudrirte en vida, meándote y cagándote en una residencia, convertido en una puta vergüenza total para los niñatos egoístas y hechos polvo que has traído al mundo. Elige la vida.
A menos que uno esté muerto por dentro, es imposible leer Trainspotting sin sentirse soliviantado. Sin cuestionarse uno, dos o muchos aspectos de su vida. Voilà el quid de la cuestión: ¿quién de Ustedes/nosotros tiene los cojones, o la falta de seso, para mandarlo todo a tomar por culo y dedicarse a, como dicen en Colombia, pasarla rico, viviendo de las ya mencionadas estafas a la Seguridad Social, o del robo, o de la mendicidad? Seguramente nadie. Es curioso. O quizás no tanto… Porque en el fondo, Trainspotting, su filosofía y su supuesta moral no son más que un puñado de quimeras utópicas. Como la anarquía (política o conductual) de sus personajes. El propio autor lo reconoce (indirectamente, de acuerdo) en su reciente entrevista para Jot Down: «Al envejecer te das cuenta de que tus recursos físicos y mentales no son infinitos. Empiezas a pensar en la necesidad de cuidarte, de divertirte pero con cierta medida». O sea, que empiezas a pensar en la moderación. Empiezas a aferrarte, sobre todo si tienes tantísima pasta como Irvine Welsh, a esa cosa de la que tanto nos quejamos, que tanto nos hace sufrir, pero de la que, salvo un puñado de suicidas, no estamos dispuestos a separarnos ni un ápice.
No tengo coche ni hipoteca. Ni mucho menos lavadora. Más de la mitad de la última década la he pasado en cuartuchos donde me tocaba bajar a un sótano comunal o cruzar la calle para lavarme los calzoncillos. Y para colmo de males, sobre todo si me comparo con los personajes de esta novela, ni he bebido, ni he follado, ni me he drogado lo suficiente. Así que parece que he elegido una penosa tercera vía. Siendo así, resulta difícil ignorar que en Trainspotting están mis verdaderos héroes, que, por cierto, es gente a la que no necesariamente quiero parecerme. No hay quien me entienda. Quizás, quién sabe, algún día, veamos qué ocurre con los tipos de interés, no me importará tener una hipoteca. Y una lavadora, claro.