No la conoció cuando le abrió la puerta. Ella iba detrás de su marido, cobijada tras sus espaldas. Tenía una melena negra, excesivamente tintada, las pestañas mal maquilladas y los ojos azules demasiado bonitos, fuera de lugar en una cara arrasada. Los invitó a entrar, sonrió, y comenzó el ritual de siempre: enseñaba el piso con el oficio que da llevar años trabajando en una inmobiliaria, aunque este era de su propiedad y había vivido en él. Lo hacía fuera de su horario laboral; estaba algo cansado. Su jefe le pedía simpatía, mucha simpatía. No le hacía caso: hay que ser cordial pero no parecer estúpido.
El recibidor era pequeño y los clientes querían entrar rápido hasta el salón, había que pararlos, marcarles el ritmo de la visita y que vieran el bonito y coqueto aseo que había en la entrada. Que se fijaran en los azulejos, los había elegido con Silvia, en los tiempos de la felicidad, y eran blancos con algunas piezas con lunares azules. Conoció a Ana, la señora que había detrás de los ojos azules y la cara arrasada, en los años finales de la infancia, en esa etapa en la que desaparecen los juegos y aún no has llegado a la Universidad, cuando ni siquiera tienes la mínima independencia como para quejarte de que no tienes independencia. Esos años crueles de instituto e incertidumbre en que no sabes manejarte con nada ni con nadie.
El suelo de madera nacía en la entrada de la casa y llegaba hasta los dormitorios. El marido comenzó a hablar, con una extraña mezcla de humildad y orgullo, reconoció de inmediato ese tono que adoptan los varones al cumplir cuarenta y tantos cuando creen que han triunfado. Le sorprendía que casi todos sus conocidos hablaran así. Hablaba sin mirar a su mujer a los ojos, sabiendo que ella no le llevaría la contraria. Le contó que tenían una empresa, que lavaban coches y que habían ampliado el negocio, no, no les iba mal a pesar de la crisis. Vivían en una casa en un pueblo cercano, con jardín y piscina, y, aunque estaba muy cerca de Granada, tardaban mucho en llegar desde el trabajo. Ella movía los restos de ojos azules que había detrás de las pestañas y asentía descuidadamente, como si necesitara estar de acuerdo y mostrar ese acuerdo pero no le importara realmente nada. Qué cómoda la ducha. Sí, es muy útil. Ya veréis como la usáis mucho cuando viváis aquí. Le gustaba poner a los clientes a vivir en el piso directamente, que vieran la comodidad de las casas que enseñaba. Intentaba que la gente a la que alquilaba pisos fuera feliz en sus nuevas casas, empujarles un poquito sólo si veía que podían estar cómodos, asumir el alquiler, llegar al trabajo rápido. Se sentía más tranquilo cuando se comportaba así y, creía, les transmitía tranquilidad a sus clientes.
El momento clave en esa vivienda era el salón, era grande, muy grande, pero no tenía luz, si era de noche no se notaba pero cuando los futuros inquilinos volvían de día sí que se darían cuenta. Hicieron una gran reforma y juntaron el balcón, el pasillo y el salón. Silvia estaba con los tratamientos de hormonas y cada vez que iba al piso se peleaba con los albañiles. Durante la obra vivieron en un pequeñísimo estudio que les prestó una tía suya, Silvia estaba siempre muy preocupada y muy enfadada. En el estudio no podías huir, todo el día juntos, todo a la vista, como si la habitación fuera una cárcel transparente que mostrara la ruina en la que se había convertido o se convertiría su matrimonio. La obra iba a durar una semana y duró tres. Cuando acabó él estaba radiante, el piso había mejorado y era más confortable, había espacio y comodidad pero algo se había roto entre ellos. Pensó al principio que era sólo el estrés, el cansancio de vivir en casa ajena e incómodos. Ahora, años después, no sabe qué sucedió. Qué ocurrió en aquellos días, además del fracaso en el tratamiento de fertilidad, para que todo se jodiera de esa manera. Miró el salón y pensó que era lo último bueno que habían hecho entre los dos. Ahora, que volvían a vivir juntos fingiendo que se querían y ayudándose en la tristeza, ahora que se querían a través de una cierta distancia, casi sin tocarse, respetando el espacio de cada uno como si en sus fronteras hubiera descargas eléctricas, ahora que aunque vivían en una casa más grande, con una habitación para cada uno, ahora añoraba intensamente aquel tiempo en que construían su vida juntos.
Miró a la señora y pensó que le recordaba a alguien. Su cara estaba en algún lugar de su pasado. ¿La habría conocido realmente? ¿A quién le recordaba? Inmediatamente pensó en si hubiera podido tener hijos con ella. ¿Sería fértil? ¿Sería él fértil con ella, con otra ella? Miraba a veces a sus sobrinos y los quería tanto que le dolía. Pensaba en robarlos, llevárselos, que fueran suyos. Luego pensaba que se cansaría, que ya no sería buen padre, que los niños, ay, los niños. ¿Cómo hubiera sido su vida si se hubiera quedado en otra chica? ¿Si las múltiples coincidencias que lo llevaron hasta Silvia y hasta el dolor actual hubieran cambiado algo, un poquito? O si los niños hubieran llegado.
La pareja observaba el salón y se miraban. Pensó que a él le gustaba el piso y que a ella no. También que a ella le daba igual realmente todo aquello. Le extrañó su comportamiento: parecía un perro recién recogido, sin voluntad ni decisión. No le preocupaba mucho si se lo alquilaba o no. Cuando comenzó la tremenda crisis en la que vivían, llegaron, él y Silvia, a varios acuerdos de supervivencia: volverían a vivir juntos en la casa que compraron, alquilarían el piso para que siempre estuviera ocupado y compartirían la pseudo ruina en la que se habían metido con la hipoteca hasta que lograran vender razonablemente bien la casa. Sabían que eso significaba vivir al menos diez o quince años juntos, diez o quince años con alguien que ha sido pero ya no es tu pareja, muchos años con la esperanza de que la situación cambiara, que pudieran vender la casa, el piso, quedarse sin deudas. Comportarse muchas veces como pareja, incluso hacer el amor o irse de viaje juntos y otras muchas como si fueran unos amigos o hermanos bien avenidos o distantes, que, aunque no hablaban entre ellos de las terceras personas, sabían perfectamente que las había y que algunas se habían convertido en compañías estables.
¿Lo alquilarían? Todo el mundo tenía ese comportamiento civilizado y educado cuando visitaban una vivienda, sonrisas chicas, palabras medias y una cercanía falsa. No estaba mal, no entendía a aquellos que abiertamente decían que no les gustaba, que no les cuadraba o querían que el precio del alquiler bajara a niveles ridículos. Intentaba adivinar si se quedarían y los escudriñaba mientras mantenían la conversación en las frases convencionales de rigor. A la vez, pensaba que realmente no tenía ni idea de lo que estaban pensando. El hombre hablaba y hablaba y se había bajado la cremallera de la cazadora y llevaba un polo negro de baratillo. Tendrían dinero pero no lo gastaban en ropa.
Desde el salón los llevó al baño.
—El baño está arreglado: las tuberías, los grifos, los azulejos, todo nuevo.
Todo aquello que repetía cada día en cada caso, intentando no mentir y resaltar cada virtud de cada casa. Recordaba los años que vivieron allí, las interminables noches, los amigos borrachos, lo jóvenes que eran y lo estúpidos que llegaron a ser. Le vino la habitual sensación de fracaso y hastío. Empezó a pensar en que era infeliz, que no quería a Silvia y que estaba atado a ella, que estaba en un callejón sin salida que duraría más de diez años, quiso apartar las nubes negras de su pensamiento y el hombre le dijo que si podía entrar al baño. Deseaba que llegara el fin de semana, compraría una botella de whisky y buscaría algún vinilo y un buen libro. Bebería sólo, tal vez Silvia estuviera en casa. Le gustaría tener un perro, pero habían llegado al acuerdo de no tener mascotas, si no tenían niños porque iban a tener sucedáneos, dijo Silvia. Estaba equivocada, sí, pero no quería discutir más. Pero le hubiera gustado tener un perro. Volvieron al salón y notó que la mujer se acercaba a él. Que se había acercado más de la cuenta. Lo miró a los ojos y luego hacia el balcón.
—No hay luz de día, ¿verdad?
Ella se había dado cuenta, no había nada que hacer, no lo alquilarán, hay que acabar la visita bien y ser amable. Una venta fallida podía ser una semilla sembrada si se lograba buena relación con los clientes, si no, siempre era más fácil ser agradable, sabía hacerlo, era un profesional de la simpatía.
—No, no hay Luz de día, sólo en esa zona.
La mujer le había cogido el brazo y no lo soltaba. Miraba hacia fuera y él veía su perfil. Todavía era bonita. Una cara con historia, que contaba que había sufrido, que había vivido, que probablemente había malgastado pero que todavía tenía luz en sus ojos derruidos. Lo miró intensamente de nuevo, casi con mala educación. Parecía decirle algo que él no entendía. Ahora estaba viva, había cambiado al irse el marido, ya no tenía esa actitud de desidia y abandono, los ojos azules brillaban y miraban, toda la cara había cambiado y de golpe, había fuerza, interés, vida en su rostro.
Siempre se había reído de sus amigos que contaban supuestas seducciones repentinas. Siempre había pensado que es imposible saber si una mujer quiere follar contigo porque te diga esto o lo otro, porque te coja el brazo o te sonría. Sabe dios qué quieren decir cuando hacen esas cosas. Pero esta vez sintió que la señora de los ojos extintos quería algo de él. Algo extraño que le provocaba, a su vez, deseo. Es una locura, pensó, su marido está en el baño.
El tipo salió del baño sin la cazadora y el barato jersey negro le pareció ridículo. Julián respiró aliviado hasta cierto punto. Aunque en su convenio no escrito de divorcio estaba explícitamente claro que no había problema en que estuvieran con otras personas, seguía sintiéndose extraño. La cercanía, la evidencia, del marido, la posibilidad de que otros pasaran por la ruptura o el engaño que él había provocado, de que pasaran por el infierno que él había sufrido, no le apetecía en absoluto. La señora había recobrado su distancia, su gesto inane, su pelo había dejado de brillar y sus ojos se habían vuelto a apagar. Una loca, —pensó—, pero no era una loca y, de alguna forma, lo sabía. Abrió la estrecha puerta que daba paso a las habitaciones. les cedió el paso y ella se retrasó, se quedó por detrás de él y se fue hacia la ventana.
Los tres dormitorios daban a un minúsculo pasillo. Le gustaba continuar la visita por la habitación de la izquierda, que tenía una ventana que miraba hacia la Vega. Cuando vivían en ese piso, la usaba para leer y fumar, cuando todavía se fumaba en el interior de las casas. Miraba hacia los árboles y hacia la poca lejanía que permitía la orientación de la casa. Ahí pasó horas fumando y viendo como su matrimonio y parte de su vida se iban jodidamente a la mierda. Se dio cuenta de que había empezado a hablarle de usted al marido que lo miraba extrañado. Cambió otra vez al tú y balbuceó una excusa. Había perdido la soltura habitual, no estaba centrado en sonreír, contar, acompañar. ¿Dónde estaría la jodida loca? ¿Por qué tenía que enseñarle el piso a un tipo con ese polo negro tan horrendo? Le vino una sensación de profundo mal humor, quería acabar con la visita y no sabía cómo hacerlo, como acelerar los tiempos para, sin ser maleducado, lograr que se fueran, llegar a su casa, saludar a Silvia, tal vez hablar un rato con ella si estaba de buen humor, tal vez tomar una copa de vino y fingir que eran una pareja normal. Pensó en comprar alguna comida, algo especialmente rico y cocinar un poco, no era tarde e igual ella estaba en casa también. Podía enviarle un mensaje y ver si le apetecía algún paté, algún queso especial, él invitaba, sí, él iría a comprarlo, sí. Vino sí, sí, lo que ella quisiera. Estaba recuperando una estampa de la vida en común antes de los millones de discusiones estúpidas que tuvieron mientras su matrimonio saltaba hecho añicos. Pero la realidad no era así, ya no había discusiones ni enfados, sólo distancia, tristeza y soledad. Alguna noche después de beber más vino de la cuenta se habían acostado juntos llevados más por la costumbre de años de matrimonio y por la soledad que por el deseo. Después le quedaba una extraña resaca de desamor y alcohol con doble culpabilidad terrible. Al día siguiente se levantaba, cogía la hoja de cálculo y comenzaba a hacer cuentas febrilmente, volvía a poner cada dato, cada posible venta, cada gasto hasta que llegaba a la conclusión de siempre: estaban unidos por las deudas y la hipoteca. Si realmente dejaban de vivir juntos se convertirían en algo muy parecido a dos parias. Una mañana ella pasó por detrás y vio las cuentas, lo miró con odio y le dijo que por lo menos mantuviera la compostura, se sintió intensamente ofendida y durante bastante tiempo ni siquiera le miraba a la cara. Fue un extraño divorcio dentro del divorcio, una ruptura de lo ya roto que, sorprendentemente, le produjo más dolor aún. La buena educación les había permitido lamerse las heridas con una cierta dignidad. Perder la compostura, escenificar el desastre con caras largas y desdén le había provocado una profunda incomodidad, había convertido su curiosa situación, ahora sí, en un infierno. Aprendió que su matrimonio una vez extinto tenía unas reglas más estrictas que mientras andaba vivo y el cariño reparaba errores y equívocos. Ahora, se trataban con la elegancia con la que tratamos a los conocidos con los que no tenemos confianza. Esa vacía forma que toman tantas relaciones sociales y que tan buenos resultados trae cuando no necesitas enfrentarte con la realidad o con incómodas preguntas sobre qué son y porqué son algunas relaciones. Sobre qué son y porqué son tus relaciones.
Se dio cuenta de que el tipo lo miraba extrañado, Ana había vuelto y miraba por la ventana. Oyó un comentario sobre la Vega, qué pena que no se vea más. Bueno algo, es algo. Estaba confuso, un extraño día con esta extraña pareja que parecía haber llegado en el peor momento. Miró la habitación y la vio vestida con sus muebles, con Silvia sentada en un cojín sobre la alfombra roja del Ikea, comiendo un pastel y leyendo a Jane Austen. Miró a Ana y le pareció que la conocía. Salió y comenzó el monólogo del pequeño cuarto que había junto al dormitorio principal mientras pensaba que realmente debería haber sido la habitación de sus hijos, de su hijo. Nunca llegó a estar amueblada completamente, alguna bolsa de viaje, (una Adidas, azul, imitación de las de los setenta, que compraron en un viaje a Almería y que quería, absurdamente, guardar para el niño), una mesa baja que le daba pena tirar. Pequeños cadáveres que volarían con el embarazo, con el nacimiento del niño.
—Esta habitación tiene mucho sol, da el sol por la tarde y es muy agradable. Ya veréis en invierno como da el sol.- Su voz sonaba apagada. Se oía torpe y poco creíble y nada profesional. Total, no lo quieren. Son raros. La señora de la extraña belleza le cogió del antebrazo para hacerle una pregunta sobre las cortinas.
—No, no tiene cortinas -pasó junto a él y sintió una pizca de deseo y hastío al notar el roce. El marido se había adelantado y estaba en el dormitorio de matrimonio. Los llamaba, a ella, y hacía comentarios sobre el gran armario. Salieron de la pequeña habitación y al dejarle paso, volvió a rozarlo y sonreírle. Dos grandes puertas llenas de ropa de Silvia, la suya en una de las puertas. Silvia desnuda mirando la ropa, decidiendo qué ponerse. Él a sus espaldas, remoloneando en la cama para verla. Miró la habitación y vio el cuadro que compraron en Burdeos, en el viaje aquel que hicieron para intentar salvar su pareja. Un pequeño rectángulo con manchas azules y grises, según él, la Plaza de los Espejos, Silvia decía que no. No era un buen cuadro pero le gustó comprarlo,una pequeña tienda de madera, una señora terriblemente francesa, la ciudad con las grandes plazas y las calles acogedoras. No se habían acordado de llevárselo. Lo miró y se entristeció aún más. Era un despojo de lo que su vida había significado, un adorno comprado por turistas y abandonado sin darle importancia. Recordó las voces, la tristeza sorda de ver como se rompía la pareja, a Silvia callada, hecha un ovillo, mirando al espejo. El marido sonreía de nuevo y ella lo miraba fijamente, sin prestar ahora atención al tipo del cutre jersey negro. Empezó a hablar sobre las bondades de la habitación mirándola a ella. El tipo se atusó el pelo y se calló. Ahora sí que no se quedarían el piso. Les hacía falta, no era verdad que no le importara alquilarlo, ya llevaba dos meses vacío y la hipoteca no los dejaba vivir. Les hacía falta. Tenían dos hijos, lo habían dicho. Esa chica que le sonaba tanto la cara, sí que era fértil. O quizás fuese él quien no podía tener hijos. Si Silvia se hubiera quedado embarazada, si hubiera llegado el crío que tanto habían deseado. Quería los hijos y ella también los quería y cada fracaso se iba sumando a pequeños fracasos sin importancia. Ana lo miraba seria, esos extraños ojos que se encendían con vida y se apagaban con desinterés lo miraban con tristeza. El marido se dio la vuelta y fue a la ventana del salón. Él se acercó a la ventana del dormitorio, subió la persiana y miró la plaza que había debajo: un par de chavales con una moto y un litro de cerveza. Coches que pasaban continuamente. Dos o tres niños aprovechaban un minúsculo espacio encima de una cochera para jugar al fútbol. Vida sana de barrio, diría algún imbécil. Cerró la persiana y le sonrió. Ella se volvió, lo miró y se fue hacia el salón. Se despidieron con las frases habituales. Sí, qué bonito es. Qué grande el salón. Mucha luz, lo pensamos y te llamamos. Claro. Claro.
Cerró la puerta y fue cerrando las persianas. Oyó un mensaje en el móvil: «No me recuerdas, Fideo». Fideo. Era el mote que tenía en el instituto, la señora de los ojos arrasados lo había conocido y ahora él también la recordaba. Volvió al dormitorio, subió de nuevo la persiana y miró hacia la plaza. No se veía a la pareja. El pasado había estado un rato rondándolo mientras él pensaba en otro pasado. Volvió a cerrar la persiana. Guardó el móvil. Apagó todas las luces y salió del piso vacío.