En este mundo en el que está penalizado el spoiler con el ostracismo social pero se hacen tráilers de películas más largos que nunca, en este mundo en el que destripar una trama puede suponer perder el favor del prójimo pero te llegan constantes informaciones por variopintos canales detallándote cualquier argumento, en este mundo en el que críticas y reseñas no pueden desvelar nada pero las redes sociales desmembran con la minuciosidad del cirujano cada obra, en este paradójico mundo, decimos, en el que se castiga y favorece el silencio y el grito justo en el mismo punto o viceversa, en este mundo, insistimos, contradictorio, resulta difícil llegar virgen a una película, libro o serie, pues ya te han contado sin contarlo o no te han contado pero sí, cada rincón de cada historia, su estructura y las vicisitudes o empresas en las que el autor anda metido tras fracasar en otras, además del nombre de su perro o gato o ambos si los tuviere.
Por eso el lector agradece como maná en el desierto llegar a un nuevo escritor y su novela sin tener ningún conocimiento previo gracias a la casualidad, la propia ignorancia o una mezcla de las dos, acaso al puro milagro en este mundo paradójico y contradictorio que mecionábamos al principio. Y es el caso de Señorita Google y el que suscribe estas líneas.
125 páginas que se leen en una tarde. Hay que señalar esto no para reflejar comodidad o el alivio de encontrar una lectura fácil, sino porque el ritmo de esta novela corta o cuento largo se adapta como un guante a su extensión. Más harían de su intensidad algo saturador. Menos se quedaría corto. Juan Vilá consigue que un estilo aparentemente oral funcione como un reloj. Como diría un cursi (y lo digo yo echándole la culpa a otro que ni está por aquí) domina el tempo perfectamente y consigue que la cadencia agarre y no suelte. El autor además no precisa de alharacas o florituras, sino que escribe con sencillez, de forma directa, pero siendo muy consciente de cómo ha de funcionar el texto para que funcione como un instrumento de percusión o metralleta ta-ta-ta-tá.
El planteamiento se basa en un monólogo interior de tipo coloquial que trata sobre las expectativas que produce en un hombre una relación que surge en una noche de salida nocturna, una de tantas que sin embargo tiene características peculiares. O eso al menos le parece al protagonista para diferenciarla de otras. Y este protagonista responde a un tipo cada vez más abundante en las ciudades occidentales, el de persona sola, de cierta edad -cuarenta años- que queda al margen de la vida familiar. El antiguo solterón reconvertido por la sociedad de consumo en single y sus connotaciones negativas, al menos aparentemente, en rasgos positivos y objeto de deseo por parte del supermercado global. En este caso el personaje resulta plenamente reconocible por vivir con dificultades en España con un sueldo precario como periodista autónomo y, cómo no, community manager (de un hombre, un voto hemos pasado a una persona, un community manager).
A partir de ahí, el soliloquio habla sobre las ilusiones, si se pueden llamar ilusiones, y posibilidades, si es que alguna vez realmente existen, generadas por la primera noche juntos y lo que sucede a continuación. La fuerza de la exposición, y el segundo gran valor de Señorita Google además del ritmo, es su implacabilidad. Ironía, sarcasmo y cinismo a espuertas no dejan títere con cabeza -ni se salva la del propio protagonista- en un ejercicio de filosofía y humorismo que provoca reflexiones y risas por igual, y que engloba no sólo el asunto de las relaciones sino también la crisis económica y los cambios suscitados por la irrupción de internet en nuestras vidas. No en vano se cita el libro de Jaron Lanier, ¿Quién controla el futuro?, muy crítico con las grandes empresas tecnológicas, que a su juicio se alimentan de utilizar la creatividad ajena mientras destruyen empleo a enorme velocidad.

Olga Sobrido, editora adjunta de JDB, y Juan Vilá durante la mesa redonda ‘Seducción y violencia en la era de la economía digital’, en Librería Muga
En cierto modo, la trama lleva el ritmo de la borrachera inicial del protagonista. Al principio sólo ve las pegas físicas de la mujer, como cuando todavía no se llevan demasiadas copas. Más tarde, en el momento de la exaltación, y en medio de los instantes más pasionales, la quiere para siempre… durante un rato. Hará lo que sea por conseguirla, incluso renunciar a su vocación y a su perro (pobre perrete). Al final llega la resaca, las lamentaciones, el «ya no bebo más». Con la lucidez del figurado dolor de cabeza ve que quizá la relación no fuese tan conveniente.
Si la famosa frase de Casablanca indica «el mundo se derrumba y nosostros nos enamoramos», en Señorita Google hay otro tipo de derrumbamiento y el amor ni siquiera llega a construir los cimientos. Puede que estemos ante una de las historias románticas más cortas jamás expuestas. «El amor en Señorita Google se intenta pero no existe», indica con precisión la contraportada de este libro editado por Jot Down, donde la metáfora de una mujer-buscador se ve como la solución a todos los problemas. Pero al pulsar «voy a tener suerte» los resultados no eran los esperados.