Quizás, no lo sé, las grandes superficies sean como el purgatorio, un lugar de sufrimiento pasajero y necesario antes de alcanzar el paraíso de la plenitud consumista.
Los días que frecuento este bullicioso limbo veo entrar a ansiosos y compungidos ciudadanos que se transforman en felices y radiantes miembros del redil tras haber alcanzado la felicidad eterna en menos de 50 minutos. Y es que 50 minutos es el promedio que, según algunas encuestas, pasan los ciudadanos con sus respectivos carritos zascandileando en estas autopistas celestiales.
Pongo un ejemplo; el otro día casi me arrolla una pareja que salía tierna y estrechamente abrazada a pesar de sus numerosas y cargadas bolsas. El hombre no cambió su aspecto de felicidad tontuna a pesar se que una de las cuatro bolsas de su pareja le golpeaba repetidamente en ese parte central–inferior de su anatomía. Espero que no fuese la de las botellas de cava.
En este sobresaltado y amoroso clima avancé mi camino hacia el purgatorio, dónde también existen los ángeles, aunque el sexo de estos siempre ha sido un misterio para mí. En esta ocasión estaba vestida con un gorro blanco, un delantal de goma del mismo color, y blandía un cuchillo de respetables dimensiones sujetado por unos poderosos dedos rosáceos. En su dinámico reinado tras un mostrador repleto de mojarras, cabrachos, chicharros, merluzas y otras especies, hablaba, peguntaba y gesticulaba sin freno. «Este chicharro con ajos y 10 minutos de horno, ni uno más», le decía a una. «La merluza en salsa, si no le robas todo el sabor», a otro. «Espero que no destroces esta mojarra tan fina que te he preparado», regañó a una señora de edad. El desparpajo cohibía a los del otro lado de las mojarras. Un hombre desertó la fila por miedo a aquel torbellino y sus puyas. Yo estuve a punto de hacer lo mismo, pero resistí.
Llegó mi turno tras largos minutos purgatoriales no del todo aburridos. El ángel cantó mi número. Yo balbuceé un poco atolondradamente: JSí, el 69» dije, casi en un gemido. Jovial y campechana soltó un estridente pitido audible a un kilómetro a la redonda: «¿Qué te pongo cariño?» me soltó, elevando su timbre de voz en la última palabra.
Le hubiese respondido que lo único que me ponía era de mala «leche», porque detesto que me trate de «cariño» la gente que no me conoce de nada. Debo confesar que lo que más me irritó fue su actitud de reinona déspota y una autoconfianza sustentada en su propia ignorancia y descaro. Venciendo mi ánimo pusilánime me armé de valor y le dije envarado, pero educadamente, que evitara lo de «cariño», por favor. El ángel, entonces, se transformó en el mismo demonio, me miró atravesándome sin decir nada, dilató sus fosas nasales, y después de haber oído mi pedido, apuñaló con saña la mojarra más raquítica que pudo encontrar. A mi alrededor la expresión de mis conciudadanos que miraban a ninguna parte se asemejaba a los ojos de las piezas de pescado que se amontonaban en el mostrador de un océano ártico medio fundido.
Recibí mi triturada mojarra en una bolsita transparente y sanguinolienta, y me dirigí rápidamente a la caja, sin atreverme a mirar a la cara a los besugos maltratados de la cola.
Cuando he llegado a casa, le he confesado el pecado a mi mujer, pero no me ha absuelto; al contrario, me ha acusado de ser un poco «estirado». Me he quedado de una pieza ¿ Yo, estirado? Como penitencia me ha impuesto cocinar la maldita mojarra. Seguro que la condeno al fuego eterno, a la mojarra, claro está, no al cariñoso ángel exterminador.
La próxima vez ni rechisto. O, mejor aún, me evito el purgatorio. Ya he conocido el infierno, aunque sea brevemente y en un centro comercial.
[…] Publicado en Tanyable el 7 de enero 2015 […]