La máquina de picar carne que supuso la URSS, el matadero genocida de Camboya, la China de las depuraciones, las naciones-prisión de Europa del Este, la dictadura militar-bananera cubana… El comunismo nos regaló y nos sigue regalando los más hermosos catálogos del horror en cualquier manifestación imaginable. En un extremo, aquellas regadas con millones de litros de sangre. En el otro, la menos destructivas quizá por la influencia del clima caribeño, aunque igualmente limitadoras de la libertad y la autonomía personal (y cuando decimos menos destructivas es que sólo han contado con pocos miles de muertos). Y entre éstas y aquéllas imaginables… una inimaginable. O mejor dicho, tan increíble e insólita que parece producto absoluto de una imaginación desbordante, la novela distópica hecha realidad: Corea del Norte.
Asomarse a las páginas de Pyongyang (Astiberri, 2013), de Guy Delisle, supone descubrir con asombro y tristeza uno más de los innumerables capítulos de la historia universal de la infamia. La sorpresa y boquiabiertismo son tales que pueden eclipsar, por alucinantes, las barbaridades que se esconden detrás. El dibujante canadiense acude a la capital norcoreana para trabajar en una película de animación. Curiosamente, muchas productoras de diversos países trasladan allí sus trabajos para abaratar los costes. Paradoja. La ciudad menos animada del mundo es la capital de los dibujos animados.
Delisle nos narra la estupefacción y extrañeza que supone toparse no con una cultura ajena inmersa en una dictadura, sino con el teatro o representación que su Gobierno realiza para los occidentales. Calles, instalaciones cualesquiera y hoteles desiertos, un culto a los dirigentes que supera toda concepción del ridículo o disparate, constante propaganda, la imposibilidad de contactar con los lugareños (salvo los traductores o funcionarios que también actúan como vigilantes y sombras, pues no se despegan apenas), la ausencia de cualquier tipo de diversión o actividad de ocio… El autor se topa por tanto con una exhibición minuciosamente elaborada que revela en la medida que oculta. Tras la comedia del absurdo en la que viven los extranjeros que trabajan allí, se vislumbra la tragedia de un pueblo asolado por el hambre, sometido al terror y la amenaza constante de unos dirigentes enfermos mentales, y preso de un apabullante lavado de cerebro ya desde niños. El tebeo se esfuerza por describir ese disfraz en la medida en que se intuyen las formas que recubre.
Y así el cómic va realizando un recorrido por todas las maneras extravagantes que existen para rendir culto a la personalidad de los líderes, desde las fotografías constantes hasta museo que se acercan a la caricatura, o por el trato que reciben los foráneos, para el que no existen ya adjetivos por entrar de lleno en algo muy semejante a la ciencia-ficción (hoteles gigantescos sólo para unos cuantos visitantes, restaurantes inauditos, prohibiciones de todo tipo), y en concreto a una especie de enclaustramiento en un universo alternativo, tal cual. Pyongyang se torna a los más parecido que hay a Tierra 2 en Tierra 1, a una novela distópica trasladada a la realidad como parque temático.
Guy Delisle se acerca a esta descripción siguiendo en cierto modo los parámetros del periodismo tradicional anglosajón adaptados a la novela gráfica. La sencillez y concisión se da en todos los aspectos, desde el propio trazo de los dibujos hasta la manera de contar sus peripecias. El resultado resulta eficacísimo por su claridad. El lector se encuentra con un reportaje que traslada a la perfección lo que supone pasar dos meses en esa película de miedo que es Pyongyang. El autor refuerza esta concepción periodística al introducir escasas interpretaciones sentimentales. La mayor parte del tiempo se limita a exponer los hechos tal y como se los va encontrando. No rehúye de ofrecer su punto de vista, pero lo hace de la manera más neutral posible, demostrando que el cómic, por su capacidad de condensación y particular sentido de la elipsis, puede ser un vehículo extraordinario para determinados trabajos periodísticos, un fenómeno cada vez más en boga.
Pyongyang tiene además la virtud de dejar poso como algunas obras. Durante su lectura uno se topa sobre todo con cuestiones que, en realidad, por exageradas e impensables resultan cómicas. Al cerrar sus páginas llega el momento de reflexionar y darse cuenta de que esa comicidad es tan sólo la careta de la abyección, la indignidad y la pobreza en nombre de la ingeniería social, a la que sus artífices denominan casi siempre… revolución.