Théophile Gautier (1811-1872), escritor francés coetáneo de Nerval, Balzac, Victor Hugo, etc., fue uno de los primeros autores, por ejemplo, en tratar el relato vampírico; lo hizo en La muerte enamorada, publicado por primera vez en 1836, cuento gótico, clásico en su género. Junto con otros ilustres intelectuales de la época, tales como Charles Baudelaire o Alejandro Dumas, por citar algún otro, perteneció a El club de los hachisinos: «Nada en mi aspecto perfectamente burgués podía hacer sospechar este exceso de orientalismo, tenía más el aire de un sobrino que va a cenar a casa de su anciana tía que el de un creyente a punto de saborear las alegrías del cielo de Mahoma en compañía de doce árabes, en fin, que no podía ser más francés».
El caso es que justo acabo de leer el librito El club de los hachisinos seguido de El pie de la momia del propio Gautier. Entiéndase aquí que el diminutivo es por la envergadura del ejemplar, de unas ochenta páginas; si habláramos de la edición, y tenemos que hacerlo, entonces ya es Sr. Libro y Genuflexión: las hojas de cortesía, las imágenes que se han escogido, cómo han sido reproducidas. «Con la intención de ofrecer al lector de este trabajo una edición acorde con la concepción original se ha conservado la grafía original que utilizó Théophile Gautier en los cuentos». Todo son aciertos a la hora de presentar, de arropar el texto. Son dos ya los libros, por cierto, que han llegado a mis manos de parte de esta editorial; el primero, anterior, es un poemario, El invierno de abril; otra delicia, que no se ha reseñado aún, les cuento, porque no me atrevo con la poesía, me da qué sé yo, cómo podría estar a la altura.
Una noche de diciembre, obedeciendo a una convocatoria misteriosa, redactada en términos enigmáticos solo comprendidos por los afiliados, e ininteligibles para los demás, llegué a un barrio apartado, una especie de oasis de soledad en el corazón de París, donde el río, al rodearlo con dos de sus brazos, parece defenderlo contra los avances de la civilización, porque el extraño club del que era miembro desde hacía poco, celebraba en una antigua casa de la Isla de San Luis, el palacete Pimodan, construido por Lauzun, sus sesiones mensuales, a una de las cuales iba a asistir por primera vez.
Aunque apenas eran las seis, la noche era negra.
Así es como empieza El club de los hachisinos, el primero de los dos cuentos que recoge el libro, un auténtico delirio que comienza en una calle de París, a las puertas del por entonces Palacete Pimodan, ocultas por la bruma, lugar donde ha sido citado por primera vez el narrador de la historia en su calidad de miembro del selecto —y misterioso— club al que pertenece. El relato de lo que aconteció tras las puertas del ahora Hotel Lauzun es precisamente lo que Gautier va a contar, creando una atmósfera onírica e inquietante por momentos, con cambios de ritmo perfectamente hilados, llevándonos de abajo, despacio, hacia más arriba, raudo, frenético, y luego a descender otra vez, tal cual si se tratase de la figura masculina del baile a que se nos invita, con la maestría que hace que perduren los clásicos: las maneras, las formas, todo es oportuno, nada sobra, nada se echa en falta.
El autor perteneció en verdad, ya se ha dicho, al igual que otros intelectuales de la época, a El club del hachís, tal y como se le llama en la recopilación de textos que sobre el particular hizo la editorial Miraguano hace unos años, y que creo que aún puede encontrarse en la calle Hermosilla, vayan a ver. Se dedicaban a la experimentación con drogas —hachís, sobre todo—. Gautier recogería sus experiencias con la droga que usara El viejo de la Montaña para conseguir adeptos fieles, «una droga maravillosa de la que poseía la receta, y que tiene la propiedad de procurar alucinaciones deslumbrantes», en algún otro texto más centrado en describir la experiencia en sí que este del que les hablo y recomiendo ahora, más literario.
Por último, en este mismo libro, a continuación de El Club de los hachisinos, aparece El pie de la momia, un relato que recuerda también por los elementos que aparecen —muertos, personajes misteriosos, final efectista— y no sólo por las formas al que les decía al principio que fue de los primeros —así lo señalan distintas crónicas, entiéndaseme, yo no los he leído todos— cuentos con vampiros. No voy a contarles mucho más, no hace falta: «Me tendió la mano, que era suave y fría como una piel de culebra y nos fuimos».
Extraordinario libro editado por SD Edicions en la colección La Licorne.