Las películas perdidas atraen a nuestro sentir sobre el arte condenado. Las películas que tu imaginas siempre serán mucho mejor que las películas que puedes ver en la butaca. Construimos imágenes heroicas de ciertos directores. Luego, cuando su trabajo se pierde, conjeturamos que lo desaparecido es aún mejor que el cine que tenemos a nuestra disposición. En este sentido, necesitamos las películas perdidas, ya que refuerzan nuestra idea Romántica del cine, y digo Romántica con R mayúscula, por supuesto.
Las viejas películas no sólo van desapareciendo de la memoria pública a medida que para nuevas generaciones de espectadores sólo parecen existir los filmes posteriores a su fecha de nacimiento. Las viejas películas, si no se actúa a tiempo, desaparecen físicamente al degradarse el soporte que las contiene y al extraviarse copias originales y negativos. En el caso de los Estados Unidos, por ejemplo, un 75% del cine mudo se da por perdido para siempre[1]. Además, entre las películas que sobreviven no todas lo hacen en las mejores condiciones, sino en copias incompletas o de calidad mediocre que no siempre hacen justicia a su esplendor original. Allá donde hay conciencia y medios, se lucha por preservar y restaurar lo existente. De tanto en tanto, se produce algún milagro: una lata de precioso contenido aparece en un ático polvoriento y su frágil soporte aún permite la recuperación y visionado de un filme que se daba por desaparecido.
El cine mudo es posiblemente lo último que se esperaría encontrar un lector en una novela situada en los años ochenta como Missing Reels (The Overlook Press, 2014) de Farran Smith Nehme, pero sólo si desconoce el amor por el cine clásico de su autora, evidente en su (muy recomendable) blog The Self-Styled Siren: sepan que alguien que llama a una de sus hijas Alida, en honor a la actriz protagonista de El Proceso Paradine[2], no es alguien que vaya a recordar esa década tomando el cine de Spielberg como referencia.
La protagonista, Ceinwen Reilly, es del sur como la Julie/Jezabel de Bette Davis, pero se ha aclimatado perfectamente a los rigores de la vida en Nueva York. Ceinwen sobrevive compartiendo un reducido apartamento en un barrio no del todo recomendable con dos amigos gays que no son pareja: es lo que le permite su escaso sueldo como dependienta en una tienda de ropa vintage, cuya jefa no es que sea borde, es que es borde al cubo. Nuestra heroína se consuela con poder conseguir a precio arreglado, cuando los ahorrillos se lo permiten, algún vestido de antes de los años 60 y con la contemplación de vídeos de cine clásico, preferentemente de los años 30.
Es justamente un día que Ceinwen lleva un vestido como los que hubiera podido llevar Jean Harlow, en el que se producirán dos hechos que van a torcer el rumbo de su vida. En la tienda tendrá que atender a un turista inglés que quiere regalarle a su novia unos pendientes de estilo Decó, esos que precisamente Ceinwen se estaba reservando para cuando sus ahorros le permitieran su adquisición. Derrotada por este revés del destino y ya de vuelta a casa, su vecina Miriam le hará un enigmático comentario sobre su vestido que parece indicar que llegó a conocer a la rubia platino que protagonizó Mares de China[3]. El inglés resulta no ser un turista, sino un matemático que está trabajando en su grado en la New York University, y vuelve a visitar la tienda intuyendo que la dependienta pasó un mal rato debido a su compra: diríase que le mueve la conmiseración pero parece haber algo más. La cinéfila Ceinwen, por su parte, tiene curiosidad por averiguar cual es exactamente el vínculo de Miriam, una anciana elegante y poco amiga de dar conversación a los vecinos, con el viejo Hollywood. Todo ello la llevará a descubrir el cine mudo y le pondrá tras la pista de la única película que un olvidado director alemán, Emil Arnheim, rodó en Estados Unidos y que, como el resto de su obra, está perdida para siempre… O tal vez no, sueñan los optimistas.
Ceinwen sabía cuando tenía que hacer mutis por el foro. Se despidió y cogió sus cosas. Al llegar a la puerta, se giró para mirar. Miriam estaba contemplando la secadora con una expresión como la de Garbo al final de La reina Cristina, con su mirada fija en la eternidad.
La determinación con la que Ceinwen se lanza a la caza de cada pequeño dato sobre el film perdido desprende tanta energía que dan ganas de aplaudir cada vez que obtiene una nueva migaja de conocimiento al respecto. En esta búsqueda le acompañará Matthew, el circunspecto matemático del otro lado del charco que sólo gusta del cine de acción moderno y que poco a poco empezará a descubrir que no le desagradan las películas anteriores a los 70. Por supuesto, estamos en los canallas ochenta y ya nadie se emborracha con un vaso de leche, aún así, la historia recrea la elegancia y el frenesí de las comedias del Hollywood dorado, y la accidentada búsqueda de los rollos perdidos da pie a un romance inesperado y sin futuro aparente que no hubiera estado fuera de lugar en una película de Howard Hawks, aquellas donde ningún miembro de una pareja cede o se amilana ante el otro hasta que sucede lo inevitable: La testaruda mujer del Mississippi encuentra la horma de su zapato en el metódico académico británico, ambos educados en la importancia de la convención social y los modales, ambos destinados a una chispeante colisión.
Es gracias a los coleccionistas que este material ha sobrevivido. Pero los archivos y los coleccionistas tienen, hum, esta extraña relación: Ellos nos consideran unos eruditos estirados, y nosotros pensamos que son unos chiflados obsesivos.
Al lado de Ceinwen destacan sus solidarios compañeros de piso, Jim y Talmadge, conocedores de la importancia de disponer de un buen figurinista en la película de tu vida, dos muchachos que saben que el mundo sería un lugar mejor si, como en los musicales, la gente rompiera espontaneamente a cantar y bailar. También resulta memorable Miriam, la anciana cabezona y digna, cuya pretérita odisea californiana desencadena la trama. Asimismo, dignos de mención, entre el elenco de secundarios, hallaremos el excéntrico grupo de matemáticos locos por el cine, sin duda emparentados los excéntricos enciclopedistas de Bola de fuego[4], clubs de chalados por el cine mudo cuya pasión deja en volandas la de los fans de Rocky Horror Picture Show, burócratas de fundaciones para la preservación de la historia del cine con un punto terminator, dedicados conservadores de nitrato con su lado sentimental y coleccionistas particulares tirando a dementes.
Se había colocado en lo más alto de una escalinata de las Ziegfeld Follies, dispuesta a bajarla contoneándose como Lana Turner. Y ahora caía dando tumbos, aterrizando de cola con un buen trastazo.
Missing Reels es fundamentalmente un sentido canto de amor al cine, y en especial ese cine de cuyo disfrute no deberíamos prescindir sólo por ser añejo. Esta novela, por cierto, sería digna de ser adaptada a la gran pantalla, aunque para hacerlo de manera óptima precisaríamos tener tras la cámara a un Hawks o un Gregory La Cava, un maestro en cautivar espectadores a la vieja y analógica usanza, cuando el blanco y negro convertía las pantallas en un sueño de plata que cautivaba al público.
Notas:
[1] Según se explica en éste articulo de Variety en el que se da noticia de unas películas americanas recuperadas gracias a que copias de ellas fueron conservadas en la Unión Soviética y los gobiernos que la sucedieron en Rusia. Que este patrimonio artístico americano deba su supervivencia a los “malvados comunistas” no deja de tener su gracia.
[2] The Paradine Case, dirigida por Alfred Hitchcock en 1947, y considerada, un tanto injustamente en mi opinión, como un Hitchcock de segunda: Recuerdo un debate online (y lamento no haber guardado el enlace para trasmitir el comentario exacto) en el que alguien comento que El proceso Paradine prefiguraba varios de los temas de Vertigo (1958)
[3] China Seas (1935), película dirigida por Tay Garnett en la que Harlow compartía cabecera con Clark Gable y Wallace Beery. Figuraba en el reparto una jovencita Rosalind Russell (Si, la tía Mame fue una vez mocita)
[4] Ball of Fire, comedia dirigida en 1941 por Howard Hawks, con Gary Cooper y Barbara Stanwyck en estado de gracia, acompañados de un reparto que agrupa los mejores secundarios de la época.