Asistir a una recepción en el Vaticano para realizar una descripción tan caústica y demoledora sobre la ceremonia, el ambiente y el mismo Papa Pío X que parece propia de una revista satírica, sería difícilmente publicable en un medio de comunicación ordinario en la actualidad. En 1906, con muchos mayores problemas de censura y libertad de prensa fue, sin embargo, posible. Lo hizo Carmen de Burgos y supone, al margen del valor de la propia crónica, uno de los muchos puntos interesantes e invitaciones a la reflexión que proporciona Maestros del Periodismo (Fronterad, 2014), realizados en español por varios grandes periodistas del pasado. En este caso concreto sería provechoso analizar la fuerza de la corrección política, la mojigatería y la autocensura hoy día.
La comparación entre el pasado y el presente se extiende a otros factores y es también el propósito claro del libro, que no se queda, como digo, en mera antología, sino que genera también un debate sobre la libertad de prensa y expresión, o acerca de las bases de ciertos problemas que se arrastran en la sociedad en pleno siglo XXI y cuyas raíces parecen provenir del XIX. Esta triple vertiente convierte a Maestros del Periodismo en una obra de varias direcciones. Por una parte, remite a la reflexión sobre este trabajo y acerca de algunos graves conflictos sociales; por otra, sirve como modo de sacar a la luz textos que merecen la pena y quedan en las hemerotecas sólo para provecho exclusivo de algunos trabajos académicos; por último, es muy útil como manual, sobre todo para estudiantes de periodismo. Los alumnos pueden conocer y comparar cómo se escribía antes y cómo se las componían los periodistas para llevar a cabo su quehacer.
Y así, entre otros, Rafael Barrett nos lleva a la selva paraguaya, literalmente a golpe de machete. La descripción resulta tan viva que el lector casi puede sentir cómo va avanzando a duras penas a través de la maleza. Resulta curioso que se trate de la recolección de la hierba para hacer mate, acostumbrados como estamos hoy día a asociarla con los momentos de tranquilidad, es decir, el único instante en que un argentino no está hablando debido a que sorbe esta infusión por la pajita metálica del característico recipiente donde se toma. Sin embargo en 1908 la situación de los trabajadores que recolectaban esta hierba, y habría que poner comillas en trabajadores, recuerda a una mezcla de esclavismo y campo de exterminio. No son necesarios muros. Ni torres con vigías. La propia selva es el mejor centinela y la historia se convierte en un cuento de terror y desventuras, con épicas fugas incluidas.
Magda Donato se introduce de incógnito en la cola de un comedor social de 1934. Salvando las distancias, se asemeja a la situación actual, con las mismas tristezas, personajes y esperanzas. La periodista realiza un trabajo tan honrado: no se limita a emitir una crítica contra los gobernantes, sino que también muestra el clasismo que divide a las propias personas que acuden al comedor; sus penurias no les impiden arremeter contra sus propios compañeros de infortunio.
Luis de Oteyza entrevista a Abdelkrim y su hermano Mohamed después del desastre de Annual, donde murieron más de 10.000 soldados del ejército español y cayeron presos unos 11.000. En un libro lleno de interés, hay que destacar un episodio que se solía dar en la asignatura de historia en bachillerato, casi siempre de pasada y sin el menor análisis. Por este motivo resulta especialmente sorprendente encontrarse con unos responsables de la revuelta en el Rif que se muestran con una actitud diplomática y llena de sentido común en comparación con las autoridades españolas. Desde luego, un duro golpe al patriotismo más superficial y trasnochado que podía ver en las campaña de Marruecos el último rastro de grandeza (de andar por casa, o más bien de andar cerquita de casa) en una nación. Más bien al contrario, las entrevistas muestran cómo el líder militar está dispuesto a llegar a acuerdos inmediatos, bastante coherentes. Y la sorpresa continúa al conocer que tanto Abdelkrim como Mohamed tienen una excelente educación… recibida en España. Todos los reportajes provocan que se quiera indagar más en la obra del autor o en el asunto que tratan. En ese aspecto, este en concreto resalta en despertar la curiosidad.
A principios del año pasado, multitud de periódicos se volcaron con el 80 aniversario de los sucesos de Casas Viejas. Ramón J. Sender viajó días después para reconstruir los hechos. Quizá, junto a Chaves Nogales, estemos junto a la mejor pluma de Maestros del Periodismo (aunque esto dependerá de los gustos), también de un gran ejercicio de imparcialidad y neutralidad. Años después, el autor de la conocida Requiem por un campesino español, combatiría del lado republicano, lo que no es óbice para que su descripción de la masacres propiciada durante la II República quede constatada de forma objetiva, ágil y documentada.
Sofía Casanova hace de corresponsal en la Revolución Rusa. Narra la revolución bolchevique desde dentro. Los sucesos de noviembre de 1917 cobran vida con una periodista-testigo que cuenta lo que pasa de forma presente, como si sucediera en ese instante, una forma de lograr que el lector se meta en una historia en la que la periodista sí que, en cierto modo, toma partido por una de las facciones. La historia parece resucitar y ponerse en marcha de nuevo, algo así como si le cogieran desprevenido a usted, le pusieran un anorak, una bufanda, y le mandasen a la toma del Palacio de Invierno. Tal es el efecto. Aunque disfrutado desde el sillón orejero. Ventajas de la lectura.
Blanco White arremete contra la política de Napoléon Bonaparte con un artículo de opinión devastador, con el que se pueden hacer perfectamente paralelismos con respecto a algunas acciones de diversas potencias actuales. Su diatriba contra una guerra sangrienta e innecesaria, al igual que la crónica previa de Isidoro de Antillón sobre la guerra de la independencia española, no dejan títere con cabeza y critican las políticas de los franceses y los españoles, tirios y troyanos del sin sentido. Con medios tan partidistas, o mejor dicho partidarios, como los que tenemos hoy día, merece la pena echar un vistazo a obras que tienen en cuenta las acciones lamentables de unos y otros. Actualmente se pueden ver periodistas así en medios pequeños, pero son cada vez más raro en los más generales y masivos.
José Martí se ocupa del terremoto que arrasó la ciudad estadounidense de Charleston en 1886. Reconstruye los hechos tiempo después, desde Nueva York. Estamos aquí quizá ante el trabajo más extraño y particular de Maestros del Periodismo. El poeta modernista utiliza descripciones y cadencias que, hasta cierto punto, pueden encuadrarse dentro de la prosa poética, dando un aire distinto, original y en ocasiones chocante a una catástrofe de esas magnitudes. Mediante esta manera de escribir parece centrarse más en la esperanza y la reconstrucción que en los propios destrozos que causa el cataclismo. Parece intentar transmitir un estado de ánimo necesario más que preocuparse de la traslación de los datos. El resultado, muy llamativo, destaca por su singularidad del resto.
Manuel Chaves Nogales nos acerca a lo que queda del imperio de los zares. Tira del hilo mediante una entrevista con Kerenski décadas después. Gracias a los recuerdos de esta persona que fue decisiva en el derrocamiento del zar Nicolás II, van tomando forma los últimos días de la familia Romanov. La parcialidad de un recuerdo personal en concreto queda enriquecida por otras vertientes. En primer lugar por la reconstrucción de una parte de los hechos. En segundo lugar por la perspicacia de Chaves Nogales para ir a lo que interesa en ese aspecto. Un ejemplo magnífico de cómo aprovechar testimonios en principio limitados para conseguir resultados más amplios mediante algo así de sencillo: preguntas adecuada y planteamiento idóneo.
Pedro Antonio de Alarcón vive hasta tal punto la historia que no duda en exponer cómo van cambiando sus opiniones o puntos de vista, algo insólito ahora mismo, sobre la guerra española en África. Cuenta con interesantes entrevistas a soldados marroquíes prisioneros y un estilo que, por momentos, recuerda al cantar de gesta, otra combinación peculiar que procura efectos de grandeza a unos sucesos que con seguridad, carecían de ella. Conforme avanza, su fervor patriótico se va enfriando, un ejemplo extraordinario de la fuerza de los hechos y la información recogida en un periodista que no puede seguir en el mismo punto del que partió. Esta evolución tiene tanto valor como sus palabras sobre la guerra.
Como guinda, Antonio Machado realiza un sucinto y certero elogio sobre el periodismo independiente de provincias. Si entonces era escaso y había que celebrar la supervivencia de algunos pequeños diarios que trataban de abrirse paso haciendo un trabajo digno y honrado, lejos de la sumisión al poder, ahora mismo se puede decir que ese tipo de periodismo de provincias está extinguido, a la espera de que nuevas fórmulas resuciten la posibilidad, que siempre fue pequeña, de contar con este tipo de medios.
La idea de que las hojas del periódico sirven al día siguiente para ponerlas en el suelo de la cocina mientras se fríen patatas queda aquí desmentido en gran parte. Puede que haya un periodismo superficial, o bien otro tan pegado a la actualidad que caduque en pocos días, mucho antes que un yogur de pera, pero también hay numerosos trabajos que por el tema que tratan y, sobre todo, por cómo lo tratan, pueden considerarse textos de enorme valor testimonial, histórico, social o literario (o todo junto), más allá de su teórico sometimiento a una fecha concreta. La muestra que recoge Maestros del Periodismo responde hasta tal forma a este planteamiento que algunos reportajes, como el situado en el comedor social, el que iniciaba esta reseña sobre lo que se puede encontrar en el Vaticano o el que abre el libro —sucedido en las labores de los yerbales pero aplicable a cualquier trabajo actual de tipo esclavista— podrían escribirse, con muy pocos matices, ahora mismo.
Lo que quizá no podría reproducirse igual, y es otro de los puntos más atractivos de la obra, sería el estilo en que están escritos la mayoría. Lógicamente los periodistas de entonces, en un mundo sin televisión, incluso sin cine o fotografía, y no hablemos ya de otros medios posteriores, tenían que ocuparse con sus palabras de crear una atmósfera determinada que desde hace décadas no es necesaria, de ahí el éxito del llamado periodismo anglosajón. En muchos de los reportajes de Maestros del Periodismo, dicha atmósfera parece ser tan o más importante que los datos o la información. En ocasiones, los autores llegan a una exaltación que hoy resulta curiosa o incluso pintoresca, entonces necesaria. Las impresiones de muchos de estos periodistas se mezclan con la descripción de los hechos, dando lugar a géneros o tipos de crónica que dejaron de utilizarse pero que sirven para estudiar la historia del periodismo. También, cómo no, el lector puede aproximarse a maneras de utilizar el español que igualmente fueron cambiando pero que muestran su riqueza, recursos y capacidad de adaptación a los tiempos.
Una de las mejores características del libro es su intención divulgadora y sencillez. Parte de la modestia de saber que la antología apenas reúne una pequeña parte de los textos y de los periodistas que podrían destacarse, pero contrarresta tales limitaciones lógicas mediante una suficiente diversidad de temas y plumas como para que la curiosidad haga mella en el lector. Al final, un apéndice indica cómo leer más de los autores que aparecen. El resto, ampliar a otros muchos, correrá a cargo de las indagaciones de cada cual una vez abierto sobradamente el «apetito» gracias a la labor de Eduardo del Campo. Afincado desde hace años en Sevilla, realiza una introducción que permite comprender las circunstancias en las que fueron escritos los trabajos, una labor fundamental sobre todo en el caso de aquellos autores menos conocidos o cuyas labores han caído en el olvido.
Maestros del Periodismo los rescata y rescata también las ganas de leer en cualquier soporte unos textos tan vinculados al papel, la tinta y la antigua rotativa. Esto demuestra que lo importante, al fin, son las palabras y las historias. Ninguno tuvo grabadora. Aquellos periodistas sólo tenían lápiz y unas hojas. Algunos ni conocieron el bolígrafo. En tiempos donde el periodismo se está transformando tanto por cuestiones económicas como tecnológicas no conviene perder esto de vista. Lápiz. Libreta. Nada más. Salvo la cabeza.