Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas.
Un excelente profesor a cuyas clases tuve la suerte de asistir iniciaba sus cursos de teoría del lenguaje literario con una pregunta absurda: ¿Dónde está el sabor de la manzana?
Recuerdo cómo entró en el aula, nos miró a todos y lo preguntó en voz alta. ¿Pertenece el sabor a la manzana? ¿Está el sabor en nosotros, en nuestras papilas gustativas y nuestro cerebro? ¿O nace de la conjunción de todo lo anterior? Dicho de otro modo: cuando una bandera ondea, ¿está el movimiento en ella o en el viento? Comprender de qué modo esas cuestiones se relacionan con la literatura era el propósito de aquel curso que impartía Ángel García Galiano. Al final, resultó que aquella pregunta que expuso el primer día, antes de imbuirnos en los textos de Plotino, Hermes Trimegisto, Dante o Thomas Pynchon, fue también la pregunta única del examen final, pero ésa es otra historia. ¿Es la vida imaginada? ¿Qué hay fuera de nosotros? ¿Será posible que fuera sólo haya caos matérico y que seamos nosotros mismos la forma de las cosas?
Desde la filosofía y a través de otras disciplinas, Bernardo Ortín articula su discurso con sencillez: formula una pregunta esencial en nuestra sociedad espectacular y sugiere respuestas (léase: más preguntas).
La cosa se reduce, simplificando, a discernir la función que cumplen los sentidos en la construcción de la realidad, si es que ésta es construida en nuestra inteligencia, o en la percepción de la misma, si su papel es meramente pasivo en la adquisición de información. Algo así como tratar de averiguar el color de los cristales a través de los que miramos cuando resulta que esos cristales son indiferenciables de nosotros mismos, de nuestro propio pensamiento. Para ello, Ortín parte de la definición del «pensamiento sensorial» y de su evolución histórica en contacto con el proceso civilizatorio de la humanidad. Es de agradecer que, lejos de un lenguaje excesivamente técnico o académico, el autor se apoye también en textos literarios, a menudo poemas, que iluminan las ideas desde los ángulos que el desarrollo teórico deja en penumbra. Esta decisión resulta acertada puesto que, desde la poesía, es posible señalar aspectos del trinomio conocimiento-lenguaje-mundo que el lenguaje convencional es por naturaleza incapaz de definir, dadas su dependencia del significado y de la lógica. Es un contrapeso necesario a la exposición teórica: la poesía puede conectar ideas de un modo instantáneo e intuitivo que requerirían de una racionalización más abstrusa.
Todo cuanto tiene que ver con el lenguaje, la percepción de la realidad y la conciencia extiende sus consecuencias a cuanto podemos comprender: las relaciones sociales, las instituciones políticas y culturales, el funcionamiento del cerebro, el origen de la inteligencia, la explicación del arte… Se trata en tal trinomio de una disciplina transversal y total, dado que procede sobre la raíz de lo humano: su pensamiento abstracto. Pocos libros interesarán más a cualquiera que haya atisbado el misterio de la «comprensión». El politólogo y el publicista verán como se ponen al descubierto las articulaciones mentales que conducen al control y la manipulación sociales, mientras que el artista o el historiador de la ciencia encontrará razonamientos válidos para observar diacrónicamente los devenires de las artes y las ciencias en relación con los cambios operados durante el proceso civilizatorio en su perspectiva y concepción del mundo y de sí mismos en relación con él. O podrá el sociólogo, por nombrar un último oficio y ejemplo, atender al detalle de los mecanismos psicológicos y conductuales que integran a pequeña escala los comportamientos masivos. O, simplemente, cualquier ciudadano podrá acercarse a comprender todo lo anterior y, sobre todo, cuánto y en qué medida nos encontramos sometidos a la «forma» en sus variadas especies: desde los protocolos de cortesía más comunes hasta la moda, pasando por el aprendizaje, la comunicación y la aprehensión de conocimiento y de qué modo nos manejamos con él o tal vez en él.
Así que este libro nos lleva o nos trae de Debord a Lacan y de Wittgenstein a Pessoa. De San Juan de la Cruz a Plutarco y de John Donne o Emily Dickinson a Karl Jung. Es un texto parecido a la espuma: rellena los huecos, se expande entre las lagunas que todo lector puede tener y conecta lugares hasta ahora inconexos creando sinapsis conceptuales entre campos muy distintos. Un libro así sólo puede ser gozoso. Siempre y cuando, como decía Cortázar, uno no haya «contraído el hábito de creer en el mundo exterior» o, precisamente, parece necesario si uno ya ha caído en las garras de lo presuntamente real. ¿Puede el conocimiento estar dentro de un libro? ¿O el conocimiento es la consecuencia de su lectura? ¿Pensamos o somos pensados por las ideas? Todo son imaginaciones nuestras. ¿Afuera sólo hay átomos y ciertas formas de electricidad y fuerza? Pero no parece que eso sea así.
No lo parece.