Partiendo de un lábil principio como es que exista un merengue con el nombre de España, podemos afirmar que el santoral de los españoles radica en el tránsito intestinal. La santidad dura lo que los alimentos tardan en entrar por la boca y ser excretados por el ano. La santidad es fugaz, como un meteorito. Vamos a dejar aparte el sacratísimo nombre de combinados como el San Francisco, el sabor de un ribeiro metafísico como Sanclodio, el sabor vasto de un tintorro San Simón, licores como Fra Angélico, las cervezas trapenses y otros alcoholes similares que pertenecen a las deletéreas recetas de los monjes o platos como el San Honoré para centrarnos en la repostería, que es donde aflora lo celestial con mayor énfasis; pero antes quizá convenga traer a colación una cita de Juan Filloy, uno de los más singulares escritores argentinos, que tuvo una vida inusualmente longeva (1894‑2004), publicando siempre en ediciones de autor y urdiendo títulos que invariablemente se componían de siete letras: Op Oloop, Balumba, Sicigia, Vil y vil, Yo, yo y yo y Witness son los títulos de algunos de esos libros entre los treinta y tantos que se costeó de sus nada deshabitados bolsillos. En una novela sorprendente, como casi todas las suyas, Caterva, una ficción extraordinaria, Juan Filloy dice lo siguiente: «Son golosos de dulces y patisserie casi todos los que no abastecen sus deseos sexuales. Las muchachas casaderas, las solteronas, las monjas, se atragantan de bombones, budines, pasteles y otros sustitutivos. La gula de las beatas, la angurria de los sacristanes y chupacirios, la bulimia de los cartujos y mercedarios son proverbiales. La fama reposteril y destilera que ostentan como productores de masas, postres y licores, más que fama es el coeficiente del apetito carnal postergado en la avidez, el onanismo y la perversión. Es empalagosa, pero cierta, la conexión profunda del almíbar y el sexo». La cita queda para el análisis de expertos, tanto en santidad como en repostería sin desmerecer a los sexólogos. Allá cada cual con sus gustos, pero personalmente estoy de acuerdo con que los postres son una exageración innecesaria al final de las comidas y acaso entre horas ayuden a vivir, acompañados, probablemente, con alguno de esos licores con los que las manos generosas de las distintas órdenes religiosas nos agasajan, que suelen tender hacia lo dulzón y empalagoso, esas copas de la viudedad que bebía una señora del siglo XIX como si fuese un cordial o un hombre a media tarde después de una partida en el casino. Mujeres y hombres solitarios y posiblemente aburridos. Es irrefutable que, con frecuencia, cuando nos referimos a algo que comimos y que nos satisfizo empleamos la expresión «bocado de cardenal», italianizándola, o la masculina «teta de novicia», manjar que, sospecho, no muchos habrán catado excepción hecha de don Juan Tenorio, Giacomo Casanova y, barrunto, Juan Carlos I que no le hace ascos a nada, sagrado o profano. En la repostería es donde el santoral se inmiscuye sin contemplaciones, arrasando los postres, bautizándolos con referencias a quienes han alcanzado el estado supremo que otorga la divinidad una vez realizados los trámites terrenales que pueden ser largos o breves, fundamentados o no, como queda patente en el aluvión de santos con que Juan Pablo II (en una entrevista concedida a El País, Fernando Vallejo, el gran escritor colombiano, dice, entre otras perlas, que «entre beatificados y canonizados infló el santoral en 4.000», refiriéndose al Papa citado, y previamente que «[la mano derecha de Juan Pablo II, aludiendo a tan vasta capacidad de santificar a diestro y siniestro] parecía más una manguera loca que una mano pegada al brazo de un cristiano», afirmación con la que respetuosamente estoy de acuerdo) nos gratificó, que hubo que hacer hornacinas urgentes en todas las iglesias y compartir los días del año para que disfrutaran ex aequo de tal privilegio más de un elegido: es tanta la mies que hay que poner en faena a los celestes habitantes, sin contrato laboral y con sueldos irrisorios. Los santos no suelen hacer reclamaciones ni manifestaciones ni huelgas. Echando un vistazo ligero a internet, uno se encuentra con postres que tienen esta denominación santurrona: Rosquillas de san Blas, pasteles de santa Eva, tetas de monja (sic) —otro plato sólo al alcance de paladares osados y seductores—, lenguas de obispo (a saber qué demonios va ahí dentro), huesos de santo (pura necrofagia), tocinillo de cielo (un nombre cursi como el título de una canción de Bisbal), huesos de san Froilán, yemas de san Leandro, rosquillas de santa Beatriz, orejuelas de san Carlos, rosco de san Antonio Abad. Queda por citar un prolijo etcétera en el que uno no incurre para que no se le haga la boca agua (bendita, por supuesto). La colonización de la repostería por parte de las monjas es un hecho irrefutable. Menos mal que se reducen a ese aspecto porque si Jeanne‑Paule Marie Deckers, más conocida como Hermana Sonrisa, hubiese creado escuela con su canción de 1963, aquella que decía Dominique-nique-nique s’en allait tout simplement / routier pauvre et chantant / en tous chemins en tous lieux il ne parl’que du Bon Dieu / Il ne parl’que du Bon Dieu, que debe de ser el himno del cielo o una prognosis dedicada a Dominique Strauss‑Kahn, a estas horas Lady Gaga, si no lo hizo ya, aparecería en el escenario con toca y hábito talar. Afortunadamente la cosa no pasó a mayores y sólo fue un susto aunque en el merengue llamado España, unos años después, apareció María Ostiz (un pueblo es, un pueblo es un pueblo es, aunque admito mi debilidad por Yo me vi rodeando el mundo yo me vi rodeando el mundo: era repetitiva en las letras, sor María, y al escucharla, no sabes cómo sufrí) que era lo mismo que Sor Sonrisa o Hermana Sonrisa pero vestida de calle. Y heroicamente resistimos a aquella patulea estadounidense que se llamaba Viva la gente («la hay donde quiera que vas»: extenuado debió de quedar el letrista tras tan sesuda reflexión demográfica) y que preguntaba cosas como de qué color es la piel de Dios que ya son ganas de tocar las tetas de monja o los huevos de san Froilán. Queda aclarada, pues, la colonización gradual e incruenta de la cocina religiosa, sección repostería, por parte de sonrientes monjitas: al menos, en público, muestran siempre un rictus de tal beatitud que uno no se lo cree, como la promesa de un político. Pero volviendo al inicio (y disculpen la digresión) de este artículo, siempre me pregunté por qué un país que consume delicias con nombres de santos, a la hora de cagar invoca a esos mismos santos; o sea, por la boca entra el santoral y después, en las charlas, en las tertulias, en los enfados, cuando nos machacamos los dedos colgando un cuadro, cuando nos deja tirados en coche en la carretera, cuando algo nimio se nos tuerce, cuando nos va mal un negocio, lo que hacemos es excretar aquello que nos alimentó. El merengue español, el merengue español mayoritariamente masculino, es blasfemo y salvaje: comemos como monjas y defecamos como herejes. Por lo cual, aquel tocinillo de cielo que paladeamos con delectación, se va degradando a medida que inicia el tránsito intestinal y una vez depositado en el recipiente ad hoc, nos insufla la suficiente altanería desvergonzada y brutal, para cagarnos en la mismísima corte celestial que nos proveyó de tales exquisiteces. No hay Dios que entienda a los españoles. No sé si en psiquiatría eso es lo que se denomina bipolaridad o que, sencillamente, somos así de bestias. Gracias a Dios, claro.
Escatología
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