Escribió Jorge Luis Borges en algún poema de Fervor de Buenos Aires:
No arriesgue el mármol temerario
gárrulas transgresiones al todopoderoso olvido,
enumerando con prolijidade
el nombre, la opinión, los acontecimientos, la patria.
Reclamaba de ese modo el pudoroso silencio de las lápidas, la humildad de un olvido irrectificable. En ese trámite de la muerte, no hay más género literario que el decoro. Yo, que visito en cualquier lugar al que viajo las tascas y los cementerios, por este orden, he coleccionado algunos de esos excesos, elogiosos y trágicos, humorísticos y sentenciosos, con el mismo fervor con el que Borges cantó a Buenos Aires y reclamó la prudencia del silencio en los monumentos funerarios.
Recuerdo en el cementerio de San Francisco (Ourense) el escueto «Pobre Asunción, Viernes Santo», dedicado a una muchacha a quien un amante despechado mató en la Plaza Mayor de mi ciudad, el día de viernes santo de 1891, a causa del desamor, que es un arma homicida recurrente y de larga y triste tradición. Tan lacónico epitafio apunta certeramente a ese final imprevisto que retrata una biografía en cuatro palabras y una fecha amputada: 91. Hay ahí un argumento inexplorado para una ficción. Pese a los ministerios creados ad hoc, más de un siglo después, los hombres siguen matando a las mujeres por perversas razones de posesión y de celos. Nadie ni nada cambia nuestra naturaleza traidora.
En general, suelen ser más ditirámbicos los epitafios de gentes desconocidas que los de los personajes famosos. Estos últimos acostumbran a descansar bajo el somero homenaje de sus nombres, fechas de nacimiento y muerte y, a lo sumo, el añadido tantas veces innecesario: escritor, pintor, médico, violinista, físico. Sus existencias parecen justificar sobradamente el hecho de no caer en la ampulosidad cuando se trata de prolongar la huella de su paso por el mundo, en tanto que las personas anónimas, tienden a exagerar las inscripciones funerarias para dar a entender a quienes las contemplan los méritos humildes que se magnifican en sus tumbas. Es la supervivencia de la literatura después de una existencia oculta y silenciosa, sin voz. La tarjeta de visita que entregamos a quienes nos saludan indicando en ella los cargos que ostentamos en vida. Hay quienes creen que eso nos hace mejores o más interesantes: sólo nos hace más superfluos.
Sobrevive en Nosa Señora das Areas (Fisterra, A Coruña) una cruz que corona una lápida donde se lee: «Hay un rincón de un campo extranjero que es siempre Inglaterra», fragmento del poema El soldado de Rupert Brooke que adorna la tumba de una tal Chistine Patricia Boyle, que falleció a los 44 años. Me pregunto siempre, cada vez que la visito como en un ritual inexplicable, qué sucesión de azares llevaron a la mujer a abandonar su país y terminar, tan precozmente, su corta vida en el majestuoso paisaje de Fisterra, en un cementerio próximo a ese lugar que es el fin del mundo, el fin de los mundos. El fin de la vida. Vuelve a existir ahí, como tantas veces, un argumento inexplorado para una ficción, esa ficción que la muerte siempre merece. Y acaso ella misma decidió que cuando llegara su hora alguien colocase en la tumba los últimos versos de ese fragmento escrito por Brooke: «Si muriese, piensa sólo esto de mí: / Que existe algún lugar en un sitio extranjero / Que es siempre Inglaterra». Toda la obra de Rupert Brooke, todo su esfuerzo literario, adquiere sentido cuando alguien que va a morir opta porque una parte de sus versos, libremente transcritos, adornen su tumba frente al mar o algún familiar la recuerde en la estela de ese fragmento. Y más aún en A Costa da Morte, lugar de mitos y leyendas, de naufragios y atardeceres silenciosos, de poemas y soledad. Esa pervivencia de la memoria de una poesía, justifica la dedicación de un poeta. Se transforma, de ese modo, en una obra imperecedera.
En otro cementerio de A Costa da Morte, hay un nicho en el que un muchacho, llamado Álvaro, es eternamente rememorado por su madre y por aquellos que nos aproximamos a su tumba, de esta forma: Cuando pases mírame / cuenta si puedes mis llagas / ay hijo qué mal me pagas / la sangre que derramé. Uno se pregunta quién ideó el poema, qué vate local, qué familiar aficionado a la poesía, decidió que semejante inscripción apurara en esos cuatro versos la biografía de una existencia adversa y breve. De nuevo, subyace ahí un argumento inexplorado para una ficción. La vida nos suministra continuamente posibilidades para reinventar, para escribir. Para fijar la muerte en la memoria. O para retrasarla.
Viajo por los cementerios de mi tierra, Mondoñedo, Carnota, Ézaro, Cee, por otros que tienen la hermosura de un paisaje que sólo parece existir en algunas novelas románticas, en alguna película (el de Luarca, por ejemplo), por los grandes cementerios de París, a la búsqueda de esos epitafios que le arrancan a uno una dosis de melancolía, de piedad, casi de ganas de intentar una oración que ya ha olvidado.
En Montparnasse, el viajero puede visitar las tumbas de Baudelaire, de Sartre y de Simone de Beauvoir, de César Vallejo, de Samuel Beckett, de los autonautas de la cosmopista, Carol Dunlop y Julio Cortázar: no hallará en ellas sino sus nombres y las fechas de nacimiento y muerte. Y el homenaje de quienes se aproximan a visitarlas: guijarros, flores, cigarrillos, fragmentos de papel donde se reproducen líneas de sus obras. Somos irremediablemente fetichistas. (Como la tumba de Franz Kafka en el cementerio de Praga, donde los aprendices de escritor decimos algunas palabras en silencio o fotografiamos la portada de uno de nuestros libros sobre la osamenta de aquel que nos obliga a la agrafía porque poco más puede decirse del contrasentido de la existencia que lo que él dejó ya escrito. Lo mejor, en este caso, es abrir los ojos y sentirse un insecto. Y, como tal, no intentar nunca más una línea).
Pero si uno, despreciando el plano que te dan en la entrada, se desvía al azar por un camino de grava de Montparnasse, se encontrará con la aparatosa escultura de un pájaro abstracto de hierro y vidrio sobre una tumba de pórfido donde alguien ha grabado en francés: A mi amigo Jean‑Jacques, pájaro que voló demasiado temprano. Todos emprendemos vuelo un poco antes de tiempo, vivamos lo que vivamos: siempre queda algo por hacer: un amigo que descubrir, un libro que leer, una ciudad que visitar. Nunca se cumple del todo el circular proyecto de nuestra existencia. La longevidad no garantiza la sabiduría.
Quizá no sean los muertos anónimos quienes reclaman esa exuberancia de inscripciones sino los muertos prematuros que necesitan una dedicatoria que justifique la brevedad de su existencia. Christine Patricia, Asunción, Jean‑Jacques, Álvaro: todos ellos fallecidos cuando la vida todavía estaba en deuda con ellos. Aunque lo juicioso sería pensar que somos nosotros quienes estamos en deuda permanente con la vida, ese regalo de los dioses.
En el cementerio de Père Lachaise se siguen muriendo silenciosamente Oscar Wilde y su ironía, Colette y Marcel Proust, Apollinaire y sus caligramas y Jim Morrison entre restos de porros y cascos vacíos. La eternidad para Morrison debe de ser un colocón constante gracias a sus adeptos. Nadie trafica en el más allá. Que se sepa.
Otro camposanto en A Costa da Morte. En él, un párroco, D. Juan Bautista Durán Insúa, que parece desconfiar de quienes lo sobrevivan (juiciosa desconfianza, por cierto; siempre son más peligrosos los vivos que los muertos, pese a las leyendas) advierte en la inscripción de su lápida: «Deja prohibido tanto a herederos como a extraños el que en ningún tiempo usen y usurpen esta propiedad». Aviso similar al que el intelectual ourensano Ben‑Cho‑Shey, con más barroco estilo, escribe en vida para que lo perpetúen en su reposo del cementerio de San Francisco, ordenando que no se le hagan homenajes porque estos deben celebrarse en vida —enjuicia— o no hacerse nunca. En gallego: tarde piaches. En ese mismo cementerio donde yacen José Ángel Valente, Ramón Otero Pedrayo, Manuel Macías, José Luis López Cid, Eduardo Blanco Amor. Et alii. En pocos espacios tan escuetos hay tal cantidad de huesos ilustres.
En otros cementerios aparecen botellas permanentes a medio vaciar sobre tumbas de jóvenes, como perpetuando una existencia que transcurrió siempre en escenarios festivos, fotografías de la moto en la que alguien perdió la vida, eternas flores de plástico: trucos para soslayar o, cuando menos, para demorar el olvido.
Alguien me habla de las tumbas portuguesas, hermosamente exagerada en sus epitafios y que tengo que visitar. Los territorios de la muerte son mucho más vastos que los de la vida. Recuerdo dos que me comentó un amigo que había caminado por un cementerio de Portugal: cada cual se airea en los paisajes que gusta. La de un hombre cuyo valor se alababa de este modo: «La muerte lo sorprendió por la espalda. De frente nunca hubiera podido con él». Eso no es una elegía: es un poema épico. Contiene un eco heroico de torero, de benefactor, de filántropo, digno de una novela inglesa del XVIII. Con música, hubiera dado para un inolvidable fado de Marceneiro. Y la segunda de la que me habló resulta monstruosamente tierna: es la de un niño de pocos años en la que sucintamente alguien grabó: «Iba para ingeniero». He ahí un porvenir que se sueña y se ve truncado por la fatalidad, por la crueldad de esa vida que a veces nos abandona demasiado pronto, como el pájaro de Jean‑Jacques. Sabiamente lo dejó consignado Italo Svevo en esta frase: «A diferencia de las demás enfermedades, la vida es siempre mortal».
Cuando viajé a Lisboa en 2008 y busqué el rastro de gentes vinculadas a la literatura, hallé los dos mausoleos dedicados a la memoria de los autores portugueses: allí reposaban, entre otros, María Amalia Vaz de Carvalho, Aquilino Ribeiro, Natalia Correia, José Cardoso Pires. Inexperto, busqué a Fernando Pessoa, aquel que dejó escrito «é talvez o último día da minha vida». Supe, posteriormente, o sea, demasiado tarde, como de costumbre, que Fernando Pessoa seguía alimentando su desasosiego en la iglesia de los Jerónimos, un tanto a desmano de mi derrota.
Los cementerios, como jardines de Borges, tienen senderos que se bifurcan y, muchas veces, se extravían, nos extravían. Los paseos por los cementerios nos deparan estas sorpresas que en ningún caso provocan hilaridad (hablo del enfático pájaro abstracto de Jean‑Jacques) sino conmiseración, pena, desconsuelo, a veces el sentimiento de que halagamos una vida gris (¿y cuál no lo es?) con monumentos y frases a veces grandilocuentes, a veces certeras, pero siempre innecesarias.
Lo escribió Jorge Luis Borges: «No arriesgue el mármol temerario / gárrulas transgresiones al todopoderoso olvido». Y, sin embargo, contradiciéndose, el mismo Borges, allá en Ginebra, hizo esculpir en su tumba, la 735, una frase en anglosajón, última coquetería del viejo sabio y vanidoso, levemente vanidoso, que parece querer transmitirnos ese postrer destello de la enormidad de sus conocimientos: «And ne forhtedon». Vale decir: no tengáis miedo.
Jorge Luis Borges, como otros tantos artistas, intelectuales, escritores, eligió para descansar una patria ajena, lejos de su tierra. Acaso eso, sin más alharacas, sea el epitafio perfecto. Sin necesidad de palabras, de elogios, de recuerdos, de flores. Esas tres letras definitivas: R.I.P.
Y, sin embargo, todo eso no es la muerte sino literatura acerca de la muerte. Como cantó Georges Brassens parafraseando El cementerio marino de Valery: «la mort, la mort, toujuours recommencée». Y siempre inagotable. Penosa, dolorosamente eterna.