En el año 2007, el mediometraje de arte y ensayo Two Girl One Cup supuso para miles de personas la llamada de atención definitiva sobre todo un mundo de fetichismo que convivía en la red con la industria del porno convencional o con los habituales intentos amateurs de abrirse paso en este género. El argumento de esta película, que giraba en torno a la degustación gastronómica, era lo suficientemente llamativo como para cumplir esa función de abrir los ojos. Sin embargo, al lado de las estrellas habituales o las amas de casa que abrían las puertas de su cuarto y de su corazón a fornidos hombres negros, había ya japonesas que lamían pequeñas barritas de hielo, esclavas ladradoras o enanos que ofrecían su cariño en cárceles de pega. Junto a toda esta variedad explotaba más o menos en esas fechas la afición al bdsm, hoy en día tan corriente como jugar al pádel, e incluso organizada en torno a clubes igual de aburridos que un hogar del jubilado. En tan sólo unos segundos todo eso que estaba ahí. Estaba de verdad ahí.
Como señalaron Andrés Barba y Javier Montes en La Ceremonia del Porno, premio Anagrama de Ensayo también en el 2007, todos estos temas no eran sino una repetición ya hecha décadas antes, y a su vez décadas antes, y a su vez… Y así hasta llegar al porno de los años 10 y 20, donde las películas mudas ya daban cuenta de todo tipo de ideas en este aspecto. Ahora bien, la red supuso un altavoz infinitamente más potente que la habitación trasera del video-club del barrio y hasta las personas ajenas a la pornografía se percataron de la existencia de un catálogo donde miles de fantasías eran posibles.
Merece la pena detenerse ahora en el primer relato de Elogio del Fetichismo, de Pierre Bourgeade, publicado por la editorial Siberia. En él realiza una enumeración que podría asemejarse al índice de algunas páginas porno habituales, ese que se despliega a la izquierda y donde se pueden leer cosas como babe, creampie, milf, midget, pov, shemale o uniform. De hecho, algunas de las categorías descritas por el autor francés coinciden hasta cierto punto con páginas convencionales. Muchas otras con algunas menos convencionales. Un buen puñado de ellas serían difícilmente disfrutables en la pantalla, o incluso casi imposibles de reflejar como elementos de excitación. Quedan tan sólo para sus participantes. Parece que parte del fetichismo, en una sociedad hipersexualizada, se mantiene como uno de los escasos reductos de intimidad posibles y de complicada mercantilización. Porque ¿cómo rodar una película o transformar en supermercado el fetichismo de los que corren a ocupar el asiento abandonado por una mujer? ¿Y el fetichismo de la polaroid? ¿Y el de los monóculos? ¿Y el de las voces? ¿Y el de los fórceps, las bragas usadas, el fetichismo del hablar de usted, el de visitar o casarse con delincuentes que cumplen condena, el de los guantes de boxeo, el de las mujeres que mean de pie, el de los establos y gallineros?
En otro momento del libro, Bourgeade indica que la vista es el principal sentido del varón para el fetichismo. Con su enumeración inicial empuja a una reflexión. Todo aquello que no queda ligado directamente a la vista y es susceptible de una representación visual relativamente sencilla parece quedar fuera de lo que se suele concebir como pornografía. Igual sucede con aquellos fetichismos que han de formar parte de un determinado rito. Se puede pensar que una de las diferencias en el quizá estéril pero tradicional debate entre pornografía y erotismo está en esas particulares liturgias y en el concurso del gusto, el oído, el olfato y el tacto. O a lo mejor esto es una tontería, quién sabe.
En cualquier caso Elogio del Fetichismo invita a pensar sin hacer en ningún momento proselitismo, ni tratar de aleccionar, ni elevar las experiencias del autor hasta convertirlas en reivindicaciones. Todo lo contrario. Invita a pensar gracias a su estilo desenfadado, con un sutil humorismo, en una mezcla de ficción, autobiografía, ensayo, reportaje periodístico y memorias que juega en todo momento con abrazar la tradición de la escritura erótica francesa gracias a citas constantes o incluso una recopilación final de textos ajenos (Villedieu, Bataille, Rimbaud, Sade, Sacher-Masoch, Mallarmé, Baudeleire etc.). El último de la pequeña antología es sin embargo un comentario a Bobok, de Dostoievski, que concluye así:
-¡Desnudémonos, desnudémonos! —gritaron todas las voces.
-¡Pues yo deseo desnudarme con todas mis ganas! —dijo lanzando grititos Advotia Ignátieva.
Bourgeade concluye su obra tras esto:
¿No es acaso lo que estoy haciendo, a la edad que tengo, con este libro?
Desde luego, no se ha dejando ni los calcetines ni la ropa interior, y los breves relatos suponen un recorrido por diversos fetichismos, donde los grandes protagonistas son la sumisión de esclavas, los excrementos o la exhibición de los órganos sexuales femeninos, aunque hay sitio para casi todo, menos para la pedofilia, aborrecida por el autor, que da cuenta además de algunas experiencias traumáticas con compañeros de colegio o, cómo no, sacerdotes; y para la zoofilia, aunque ofrece un relato de una experiencia de la que fue testigo con pastor alemán incluido, unas «fábulas» donde los humanos hacen las veces de animales o alguna fantasía con peculiares criaturas aladas.
Este es precisamente otro de los pilares de Elogio del Fetichismo. Si bien las andanzas reales de Bourgeade le llevarían por multitud de los lugares que describe, lo hace muchas veces de forma que se asemeja a una especie de ensoñación, con diálogos entre los personajes mucho más cerca de un cuento de siglos atrás que de una conversación actual. El efecto consigue que el lector se plantee siempre en torno al fetichismo el diálogo entre fantasía y consumación, o sea, el camino que hay entre imaginar que se hace algo y hacerlo realmente. Me viene a la memoria ahora el fetiche de un famoso actor español, que comentaba en una entrevista que siempre había fantaseado con orinar encima de una señorita. Cuando alguna vez se puso más en serio en ello, pues quería hacerlo en el salón de su casa, se topó con la realidad: aquello podía salpicar y ponerlo perdido todo. ¿Qué hago?, se preguntaba, ¿pongo plásticos en el suelo? Y esa imagen, la de tener que poner los plásticos, acabó con la realización de la fantasía.
Necrofilia, dedos gordos del pie, exhibicionismo, comida ensangrentada, perfumes y también olores no especialmente agradables, insólitas maneras de ser virgen, streap-tease, peep shows y voyeurismo, jaulas de todo tipo o cera de velas ardiendo se precipitan en esta obra con un ritmo constante y gran cuidado de estilo, permitiendo la opción en todos los casos —como buen libro erótico— de acercarse a su lectura con una sola mano y siempre, eso sí, con una sonrisa en la cara.
Santiago Segura. Lo recuerdo al pobrecito, sí.