Hablar de Jim Henson y Jerry Juhl es hablar de dos benefactores de la humanidad, de dos de esas personas dedicadas durante toda su vida a combatir la tristeza con carcajadas y un derroche de imaginación, de héroes cuya arma es la creatividad puesta al servicio de la comedia y la fantasía. Henson, artífice de Barrio Sésamo, los Teleñecos, Los Fraguel, los Pequeñecos, El Cuentacuentos y películas como Dentro del Laberinto o Cristal Oscuro. Juhl, guionista habitual de Los Teleñecos. En un mundo justo y coherente ambos tendrían estatuas ecuestres en cada ciudad, en cada pueblo. En un mundo justo y coherente, en lugar de días dedicados a mártires cristianos despedazados o a todos y cada uno de los tipos de cánceres, síndromes raros y desgracias de todo tipo, habría una jornada —por supuesto sin colegios y sin trabajo— dedicada a esta pareja de colaboradores. En un mundo justo y coherente, leyes bautizadas con sus nombres impedirían por decreto la depresión. Y dicho esto hablemos del cajón.
El cajón del escritor. ¿Qué entendemos por cajón del escritor? Por cajón del escritor se entiende ese lugar físico o simbólico del que salen obras póstumas desde el periodo que se considera ya adecuado para ello (una semana después de la muerte del artista) hasta 18 ó 19 siglos después, pues el cajón del escritor funciona como la chistera de un mago: nunca paran de salir conejos, que parecen reproducirse dentro de él. Para que esto funcione como Dios manda requiere siempre del concurso del familiar o heredero del escritor. Como Arturo y nadie más podía sacar Excalibur de la roca, sólo el familiar del escritor, al abrir el cajón, podrá extraer una obra inédita, unos apuntes, unos bocetos. Y eso, impepinablemente, sucede cada vez que se abre. Todo familiar de escritor que se precie puede sacar excalibures cada dos por tres. Conforme el descendiente es más lejano en el tiempo puede sacar más obras inéditas del cajón. Y así se conocen casos de tatatatatatatatatatatatatataranietos que sacaron del cajón de su antecesor 60.000 obras inéditas un lunes corriente entre el desayuno y el almuerzo.
La obra que nos ocupa, Cuento de Arena (Norma editorial, 2012), procede del cajón de escritor de Jim Henson. Parece ser que estaba en un cajón de escritor del archivo de The Jim Henson Company. Y su hija Lisa lo encontró. Vaya si lo encontró. Se trata de un antiguo guión escrito por Henson y Juhl del que existen varias versiones. Lisa las encontró todas. Vaya si las encontró. Estaba concebido para el cine y junto a un argumento surrealista precisaba de determinados efectos sonoros y de una música concreta para potenciar la trama. Apenas tenía diálogos y se basaba en características procedentes de las comedias mudas más físicas. Digamos que era una auténtica rareza y que su carácter extravagante no facilitó precisamente la buena acogida de los productores.
Lisa Henson, tras extraer este excalibur, o conejo, o conejo excaliburiano, decidió homenajear a su padre traspasando el guión de cine a cómic. De tan difícil tarea terminó encargándose Ramón K. Pérez. Cuento de Arena narra una persecución por el desierto, pero no una persecución cualquiera. El protagonista ha de huir, no se sabe bien por qué, de un tipo misterioso. Y a lo largo de dicha persecución se encuentra con situaciones asombrosas, desde leones que salen de limusinas para devorarle hasta encuentros con bellas damas en tumbonas poco antes de que un tiburón salte de las arenas convertidas de pronto en mar… para devorarle, pues el protagonista no gana para sustos, uno detrás de otro. Tan pronto se ve envuelto en peleas típicas de un salón del lejano oeste como ha de atravesar un territorio plagado de trampas para osos. Estas peripecias, junto a la aparición constante de personajes surgidos de otros contextos y trasladados al desierto, se suceden una detrás de otra arbitrariamente, sin sentido, como si se tratase de un extraño sueño, de ese sueño que haría las delicias de un equipo internacional de psicoanalistas.
Que el resultado no se despeñe del todo es mérito del dibujante, que realiza un cómic colorista, de grandes páginas con excelentes dibujos, llamativos y espectaculares, algo, en definitiva, que se puede calificar con la coloquial expresión muy bonito de ver. No hay mucho más para el lector del cómic, que se encuentra con un guión posiblemente sin concluir y además pensado para el cine, donde no se sabe si esta aventura onírica hubiera funcionado pero que como mínimo hubiera tenido momentos sorprendentes.
El talento de Ramón K. Pérez consigue que la combinación de sus dibujos más el contenido histórico, o sea, la explicación del hallazgo, qué pretendían sus autores, cómo surgió la idea, cómo llegó al cómic etc. (algo que se expone en el prólogo) contenga suficiente interés para que puedan disfrutarlo aquellos que gozaron con los programas televisivos y películas de Henson y Juhl y ahora se encuentren con este complemento que funciona sencillamente como curiosidad, como un tebeo para contemplar sin mucha más sustancia. Realizado antes de que Henson empezase con su trayectoria en Barrio Sésamo, supone una muestra del talento y ambiciones que ambos tenían en el campo creativo y que, mejor para millones de niños y adultos, se decantó finalmente por otro tipo de shows. Sirva este Cuento de Arena, como decimos, de testimonio de aquel talento incipiente de las entonces jóvenes promesas y futuros genios, del indudable buen hacer de Ramón K. Pérez y también de la necesidad urgente de una Ley Universal para Cerrar con Llave los Cajones del Escritor Y Tirar La Llave.