La vida de los Chascarrillo no es ningún chiste. En El Fantasma de Hoppers[1] creímos que Maggie/Perla Chascarrillo había dejado definitivamente atrás su vida, su ir dando tumbos sin objetivo definido; parecía, tras exorcizar los fantasmas del pasado, preparada para encarar una madurez más o menos plácida. La historia que se inició hace años con Maggie como mecánica prosolar cerraba el círculo con Maggie como mecánica de barrio. Sin embargo, Jaime Hernández, considerando que en la Saga de La Maggot Loca quedaba algún fleco suelto, nos ha revelado un episodio desconocido del pasado de Maggie, que sólo conocíamos por vagas referencias y que nos revela los hechos que hicieron de ella lo que fue y lo que es.
Lejos quedan aquellos viajes a exóticos parajes para arreglar cohetes y androides, escapar de dinosaurios y sortear revoluciones mesoamericanas mientras suspiraba por Rand Race, el bello zopenco, y se codeaba con un mito viviente de la lucha como Rena “La Reina” Titañón (que quiere a Maggie como una madre pese a que su tía, Vicky Glory, le arrebató el título de manera artera, usando las cuerdas, «las pu-tas cuer-das ¡Maldición!»). Siempre nos preguntamos por qué Maggie andaba entre la tutela de su tía wrestler y la de Izzy, su antigua canguro y novia de Satán en Hoppers. Y la respuesta es que seguramente estaba mejor bajo el amparo alterno de semejantes chaladas que con sus padres.
En The Love Bunglers (Fantagraphics, 2014) se yuxtaponen dos historias en las que una preadolescente Maggie y su familia se trasladan a Cadezza (Browntown para los poco formales), y la del presente, donde Maggie coincide con antiguos y nuevos amores mientras establece su taller de coches. A Cadezza se traslada Maggie con sus hermanos y su madre Quina al frente, quien confía estar más cerca de su marido Nacho, a quien apenas veía el pelo en Hoppers por motivos laborales. Tras años de relativa soledad en Hoppers (Huerta para los formales), básicamente ocupados en tener una criatura tras otra[2] y esquivar a acreedores con más habilidad que el Tío Vázquez, Quina y Nacho Chascarrillo esperan que su vida familiar será por fin dichosa, aunque Maggie, la hija mayor, se resiente de haber dejado atrás a sus amistades de Hoppers y no acaba de encontrarse en casa en Browntown.
Algún lector recordará de anteriores historias de Hernández alguna fugaz mención de Calvin en las reuniones familiares. Calvin es aquel hermano que se fue y del que nunca más se supo. Aquí lo conocemos por fin, en Browntown. Calvin es demasiado pequeño como para sentirse desterrado, un poco también porque vive en su propio mundo, y tal vez porque Quina y Nacho tienen demasiada prole de la que ocuparse y andan demasiado enfrascados en sus propios problemas. Este abandono de los padres otorga a Maggie y sus hermanos una gran libertad de movimientos, aún a costa de exponerse a peligros y meterse en situaciones en las que es difícil buscar la protección o la comprensión de los adultos. Calvin se ve atrapado entre los deseos contrapuestos de pertenecer a la fraternidad masculina de los chicos de Browntown y de proteger a su hermana Maggie de las intenciones de estos, poniendo en riesgo su propia inocencia.
No deja de ser significativo que la última historia del bloque de Browntown esté narrada por Lettie, la amiga de Maggie que sólo celebraba su cumpleaños cada cuatro años. Lettie, que podía haber sido el ancla de Maggie en esa tormenta perfecta de adultos desentendidos. Tras ella llegó Hopey como tromba tras el diluvio, y con ella el rock, los dinosaurios y los cohetes, esas cosas que, en juiciosa expresión de Penny Century, son la materia de la que están hechos los cómics.
En el presente, Maggie se reencuentra en una exposición de arte con dos artistas que exponen, los dos chicos de Hoppers y hombres en su pasado: Ray Dominguez, su pareja más duradera aparte de la colérica Hopey Glass, y Reno Banks. A su vez, Ray, Reno y Maggie tienen también en común su relación con Vivian “Frogmouth” Solís, una mujer explosiva que la va armando allá por donde pasa. Ray y Maggie intentan eliminar la distancia emocional que han mantenido con posterioridad a su ruptura y llegar a tener una relación más normalizada, pero los antiguos amantes, más que encontrarse, se dan encontronazos, el destino parece dictar que sus trayectorias se vayan esquivando sin llegar a coincidir, como los amantes elusivos de Nubes Flotantes[3] o Tu y Yo[4], y sin embargo, como nos revela Hernández en una magistral doble página en la que vemos a los dos amantes a lo largo de los años desde sus respectivos puntos de vista, Maggie y Ray están hechos el uno para el otro.
No todo van a ser desencuentros, ya que Maggie tiene el apoyo de Angel Rivera, su amiga universitaria de cabeza bien amueblada (al menos, la mayor parte del tiempo), optimista y amable de la que pocos conocen sus andanzas como superheroina[5]. Angel y Vivian recuerdan en cierto aspecto a las Locas del pasado, como si de avatares actualizados de Hopey y Maggie se tratara: Vivian por su marcada tendencia a liarla parda a la mínima de cambio, Angel por sus inexplicables ramalazos de inseguridad.
Hernandez se revela como un maestro de la narrativa: no sobra una sóla viñeta ni una sóla línea en esta historia. Su estilo ha evolucionado desde aquella primera época de trazo abigarrado lleno de energía. Su dibujo de corte realista, con sus ocasionales fugas DanDeCarlistas[6], es ahora más sereno, con un trazo limpio y depurado hasta lo sublime en el que predomina el blanco. Al contrario que en El fantasma de Hoppers, donde las manchas de negro se adueñaban de la página como el Maligno de la casa de la señora Galindo, en The Love Bunglers parece que el sol brille inmisericorde sobre las miserias de la humanidad.
Hernández ha tenido el coraje de hacer envejecer a sus personajes de siempre. Podría pensar en unos cuantos dibujantes underground que aparcaron a sus primogénitos con cresta y muñequeras de pinchos en el baúl de los recuerdos a medida que maduraban vitalmente, autores que se veían impelidos a ponerse seriotes y dotar a su obra de una respetabilidad que han intentado conseguir olvidando sus primeros personajes, arrimándose a los grandes de otros medios culturales y trufando sus obras de referencias cultistas. Lo fácil para Hernández hubiera sido ceder al fetichismo fanboy y meter en formol a Maggie y Hopey, eternizadas como pareja de gamberras, y ceder a los deseos de la locatis de Penny Century, que consideraba la relación entre Ray y Maggie un delito de lesa majestad contra la sagrada voluntad del fanboy[7]. Hernández, sin renunciar a sus punkis de Huerta y su continuidad previa, ha hecho crecer a sus criaturas en edad y sabiduría con una razonable dosis de dignidad, convirtiéndolas en trasuntos de la tragicomedia humana, con sus virtudes y sus fallos, sus contradicciones y su vibrante humanidad. Y esa es tambien la materia de la que están hechos los cómics.
[1] Ediciones La Cúpula, 2011
[2] Porque Nacho, donde pone el ojo pone la bala
[3] Nubes flotantes (Ukigumo, 1955) película dirigida por Mikio Naruse
[4] Tu y Yo (An Affair to Remember, 1957) película dirigida por Leo McCarey
[5] Con la giganta Alarma y las reconstituidas Ti-Girls, en El Retorno de las Ti-Girls: Dios y Ciencia, publicado en castellano por Ediciones La Cúpula en 2012
[6] Dan DeCarlo, el dibujante que definió el look clásico de los cómics de Archie, y una influencia innnegable en la obra de los Hermanos Hernández: Hoppers no deja de ser una traslación punk-rock y suburbano-Angelina de Riverdale
[7] Podría decirse que en este caso en concreto, Penny era una traslación de los fanboys y fangirls pelmas que le daban la lata a Gilbert Hernández (hermano de Jaime) para que hiciera más historietas de Errata Stigmata