Cuando los barcos del Comodoro Perry aparecieron en el horizonte del Pacífico para forzar las relaciones comerciales del Japón con los Estados Unidos, desencadenaron de facto el fin del Shogunato Tokugawa: La forzada apertura del Japón a los USA reinstauró el poder imperial y el Emperador Meiji decretó la modernización del archipiélago, que pasaba por industrializar y occidentalizar su sociedad a la mayor velocidad posible, con la intención de evitar el destino de otros reinos e imperios de Oriente en manos de potencias occidentales, siguiendo el práctico principio de que si no puedes con ellos, has de unirte a ellos.
Pese a la vertiginosa conversión a los modos y maneras del Oeste, hay un área que permanece sin cambiar: mientras se tienden líneas de ferrocarril, se levantan fábricas y los hombres cambian kimonos y hakamas por chaquetas y pantalones, las mujeres siguen sujetas a la tradición familiar y al sometimiento a los principios Confuncianos. En manos de sus maridos, sus familias y las normas que regían el buen orden social, su deber era ser sumisas y sobrellevar estoicamente su destino. Un tipo de mujer que aún figura en las mentes occidentales con la imagen manida de la Geisha educada estrictamente para complacer a sus clientes o la obediente Musume, hija y esposa ideal, delicado crisantemo y quintaesencia de una feminidad melindrosa, que oculta su queda risa tras la manga del kimono mientras aparta la vista tímidamente.
Phyllis Birnbaum nos presenta en Modern Girls, Shining Stars, The Skies of Tokyo. 5 Japanese Women (Columbia University Press, 1999) cinco ensayos biográficos, cinco retratos de mujeres japonesas desde el periodo Meiji a la actualidad. En estos retratos nos relata la lucha, a veces tremenda y siempre desigual, de unas mujeres que quisieron reafirmar su individualidad en un entorno poco o nada favorable a ello. Birnbaum deja claro desde el principio cuál será su aproximación: declara que frecuentemente asumimos que un escritor de novelas deja correr su imaginación, mientras que el biógrafo se dedica a reflejar la verdad y nada más que la verdad. En realidad, un biógrafo filtra y procesa sus fuentes, y acaba por definir un retrato con sus propias pinceladas. Según reflexiona la autora, el biógrafo puede toparse por el camino con datos y testimonios inesperados que dan un vuelco a su percepción original del sujeto, y no hay que olvidarse que incluso una fuente de primera mano hay que leerla entre líneas y sin olvidarse del sesgo personal del testimonio. En esta crónica del proceso de liberación de la mujer japonesa desde el periodo Meiji a la actualidad, Birnbaum descarta a activistas e ideólogas de la causa feminista para centrarse en actrices, pintoras y escritoras: mujeres terriblemente humanas, a veces con pies de barro, quejosas y melancólicas. Birnbaum razona que le resulta más fácil sentirse afín a ellas que a santas abnegadas de la causa.
El primer perfil se enmarca en la introducción durante la era Meiji del teatro al estilo occidental; nos presenta a una de sus actrices más famosas: Sumako Matsui, una mujer de gran energía y con poca inclinación a mantenerse en los límites de lo que en Japón se consideraban los modales propios de su sexo. Sus críticos consideraban que le faltaba esa delicada cualidad deseable en toda fémina nipona digna de respeto; tuvo que enfrentarse con los prejuicios de quienes pensaban que una mujer en el teatro era poco más que un animal amaestrado. El teatro japonés, hasta entonces, había sido una profesión de hombres(1). Una actriz era considerada, desde el punto de vista social, poco más que una cortesana. Incluso siendo la primera actriz, Matsui se veía marginada de las deliberaciones por los hombres de la compañía, hasta el punto de que un figurante masculino tenía más posibilidades de hacer sugerencias sobre la obra que ella misma, aun siendo la protagonista.
Le sigue la desdichada Chieko Takamura, esposa del escultor Kotaro Takamura, conocida sobretodo por los poemas que le dedicó su marido, celebración del amor conyugal y elegía a la esposa que perdió al sufrir ésta un colapso mental del que no se recuperaría. Phyllis Birnbaum nos ofrece otra versión, la de una artista anulada cuya frustración degenera en demencia. Chieko, perteneciente a una próspera familia de elaboradores de sake, se dedicó al aprendizaje de la pintura al estilo occidental, donde mostraba una vena rebelde con tendencia fauvista. Sin embargo, titubeaba en su propósito debido a su su timidez e inseguridad, pese a ser una chica con ideas propias que se atrevía (la única entre sus compañeros en clase de pintura que llegó a tal osadía), por ejemplo, a dibujar los modelos al natural sin dejar borrosos los genitales. Según Birnbaum «Chieko parece bien capaz de hacer sonar el gong de la insurrección para divulgar las nuevas ideas a lo largo y ancho del orbe, pero en el último momento se resiste a hacerlo y huye del podio».
La vida de la poetisa Akiko Miyazaki (más conocida por su nom de plume, Byakuren) fue más desahogada que la de sus dos predecesoras: estaba emparentada con la mismísima familia imperial, aunque con la pequeña mácula de ser hija de una Geisha y no de la legítima esposa de su padre. Byakuren recibe una buena educación que incentiva su inclinación a la poesía, pero su destino es casarse con quien le conviene a su familia: el magnate del carbón Den’emon Ito. Se conviertirá así en moneda de cambio para que el novio contribuya generosamente a financiar campaña electoral del hermano de Byakuren. Tras diez años de matrimonio, un día desaparece repentinamente: a los pocos días hace pública en una carta a la prensa los motivos de su huida, mientras rechaza volver con su marido. El escándalo es mayúsculo, ya que el amante de Byakuren es Riysuke Miyazaki, un editor literario más joven que ella, revolucionario de izquierdas para más inri de los bienpensantes. Ella y su amante recibieron amenazas de muerte por parte de ultraconservadores, ambos tuvieron que enfrentarse a severas penas de cárcel, ya que la sociedad de la época no era nada benévola con el adulterio (si era la esposa quien traicionaba el vínculo matrimonial). Los aristocráticos vínculos familiares de Byakuren y la aceptación del divorcio por parte del marido solucionaron finalmente una situación que podía haber acabado muy mal. El impacto del «Caso Byakuren» en la opinión pública supondría un pequeño paso adelante para los derechos de la mujer japonesa, aun cuando se tratara de una mujer japonesa con posibles.
Chiyo Uno, escritora de orígenes humildes, es bastante más resuelta y aventurera. Aunque intentó en su juventud acomodarse al papel de esposa que le había sido asignado, su éxito como escritora de relatos la anima a buscar nuevos horizontes. Mujer de rompe y rasga, no duda en dejar a su marido para dedicarse a la literatura y a escoger a sus parejas libremente, como si fuera un hombre, lo que por supuesto le acarrea fama de mujer fatal. Buena parte de su obra son recreaciones literarias de esa vida amorosa tan activa y a veces tempestuosa. Con ánimo de documentarse para una novela en la que tenía que describir un suicidio por amor, Chiyo Uno se cita con Seiji Togo, un artista que ha sobrevivido a un intento similar. Togo lleva el cuello envuelto con una venda blanca «la viva imagen del chic post-suicidio», a decir de Birnbaum. Uno le confesará a la autora: «Fue esa venda en su cuello lo que me puso».
El último perfil corresponde a Hideko Takamine(2), que en su infancia fue una actriz infantil increíblemente popular (si digo que era la Shirley Temple japonesa me voy a quedar corta) y que como adulta sería una de las grandes actrices del cine japonés. «Diva» quizás no sería el término adecuado porque la Takamine: siempre tuvo mucho de terrenal; resultaba tan cercana como la vecina de al lado, nada más lejos del ideal femenino nipón, encarnado por Setsuko Hara, «la Garbo japonesa». Takamine componía mujeres comunes, a veces atolondradas, a veces contestonas, siempre dispuestas a revolverse como gatas panza arriba(3).
Como actriz infantil, el crítico Tadao Sato la describiría como una niña vivaracha y capaz de defenderse sola ante chicos y adultos, «Esta era una niña que se había liberado de la vieja organización social confunciana». Considerada como una chiquilla precoz, ella recordaría: «Yo era solamente una niña, pero podía percibir que no se podía confiar en los adultos». No es de extrañar tal observación, ya que trabajaba a destajo para beneficio de su madre(4) y otros familiares adultos. Deko-Chan consiguió hacer la transición a actriz adulta sin sobresaltos, pero pese a desempeñar su cometido con profesionalidad, asumía su trabajo con hastío. Esto cambió cuando el director Kajiro Yamamoto, viéndola apática entre tomas, le dijo algo que cambiaría su percepción del oficio «Sabes, los rabanitos encurtidos tienen un olor que a muchos les parece muy fuerte, pero un actor ha de percibir ese olor con el doble o el triple de la intensidad con el que la gente común lo huele… Deberías interesarte en algo, no importa el qué. Pregúntate ¿Por qué? ¿Cómo?… Entonces descubrirás que el mundo no te aburre tanto».
Como se ha visto, ninguna de estas mujeres era una líder social, o al menos lo era fuera de su ámbito. Sin embargo, por su proyección social, en tanto que artistas, musas y mujeres activas y más o menos escandalosas para los filisteos de turno, han contribuido a que otras mujeres avancen tras su ejemplo. De la primera a la última mujer retratadas por Birnbaum, todas luchan de una manera u otra por ser «la mujer nueva» que intenta superar la tradición en una sociedad secularmente machista. Algunas de ellas pagaron un precio muy caro por querer andar con su propio pie por la vida, otras vieron compensada su perseverancia. Todas ellas nos presentan vidas memorables, ajetreadas, y fascinantes.
(1) Los papeles femeninos eran representados por los onnagata, hombres especializados en roles femeninos.
(2) El motivo principal por el cual me empecé a leer este libro… ¡Descubran el trabajo de esta estupenda actriz, no se arrepentirán!
(3) Takamine fue la actriz favorita del director Mikio Naruse, que tenía preferencia por melodramas sobre las clase popular en los que Takamine brillaba con luz propia, transmutándose a veces en una versión nipona de Anna Magnani.
(4) En realidad, era su tía carnal, que la había adoptado.