Decía Borges, y con razón, sí, con toda la razón del mundo, que leer La isla del tesoro «es una de las formas de la felicidad». Sean felices. Vengan conmigo.
La aventura comienza en una pequeña posada inglesa, la posada del Almirante Benbow, donde el narrador y protagonista de esta historia, el jovenzuelo Jim Hawkins, presencia la llegada, y ojo, lo recuerda como si fuera ayer, de un «hombretón alto, recio, pesado, muy bronceado», un hombretón que llegó, «con torpe andadura, a la puerta del albergue, y tras él, en una carretilla, su cofre de marinero». Un hombretón, que, por cierto, guarda en su baúl el mapa de una isla, la isla, del tesoro. Ahí comienza la aventura, y los cantos de pirata:
¡Quince hombres en el cofre del muerto,
yo-jo-jó, y una botella de ron!
En una interminable vorágine, robos a mano armada, motines a borde de un barco, batallas al resguardo de improvisadas trincheras, un tesoro que va de un lado a otro, de aquí para ya, igual que los sabuesos que lo persiguen, Stevenson pasea al lector por una colección de lances, de hazañas, de peripecias azarosas. En efecto, tal y como habrán adivinado, el mapa de la isla del tesoro acaba en manos de almas inquietas, cansadas de la rutina y deseosas, por tanto, de partir en busca de mejor fortuna. Así, el joven Jim, el squire Trelawney y el doctor Livesey deciden fletar un navío y se lanzan a la mar, sin tan siquiera sospechar que el cocinero de abordo, el muy temible John Silver el Largo, es un bucanero dentro del armario, al menos durante las primeras páginas, dispuesto a todo, o casi todo, por llenarse los bolsillos de doblones de oro, y con esa ambición se pasea, renqueando, con su temible pata de palo, que resuena, toc, toc, a cada uno de sus pasos por la borda, toc, toc, y, por supuesto, con un loro centenario, verdusco, al hombro, el Capitán Flint: «¡Piezas de a ocho! ¡Piezas de a ocho!».
La isla del tesoro es una de esas extrañas joyas que puede disfrutar cualquiera, como El hobbit, como la peli de Los Goonies, como —que Saramago me perdone— los avatares de Harry Potter. Más aún si uno tiene la suerte de encontrarse, sin querer, sin haberla buscado, con la cuidadosísima edición de los Libros del Zorro Rojo, que contiene fantásticas ilustraciones del artista británico Ralph Steadman. Ahora bien, La isla del tesoro es mucho, muchísimo más que una historia de aventuras. De lo contrario, Borges no la habría definido como «una de las formas de felicidad». Para quien suscribe, el mérito de la novela reside, principalmente, o entre otras cosas, en haber introducido, rotundamente, sin ambages, el principio de humanidad en la historia de la literatura.
Son palabras mayores. Lo sé. Pero estoy dispuesto a defenderlas, a capa y espada, o, si lo prefieren, a sable y mosquete. Antes de Stevenson, uno podía ser, a la vez, héroe y asesino, ídolo insigne y cruel verdugo. Vean si no las salvajadas de Yahveh en la Biblia (por ser cuantiosas y archiconocidas, omito las citas a esta magnífica obra literaria) o de Ulises en La Odisea:
Contestando a su vez dijo Ulises, el rico en ingenios:
«Bien de cierto Telémaco y yo mantendremos a raya
aquí dentro a los nobles galanes por grande que sea
su coraje: id los dos y reatadle los pies y las manos
por detrás, arrojadle al tesoro y cerradle las puertas.
Más aún, enlazándole el cuerpo con soga trenzada,
tiraréis hasta hacerle subir por la larga columna
a las vigas: que pene, aun en vida, de recios dolores».
Ya. Me dirán Ustedes que esto no es muy distinto de lo que hacía la Administración de Bush con los talibanes. Cierto. Aunque supongo que entienden la diferencia: a Bush se le recuerda, mayoritariamente, como un payaso, mientras que a Ulises, el rico en ingenios, el de las muchas hazañas, lo admiramos.
Página a página, siglo a siglo, la literatura nos ha presentado a personajes a los que uno ansiaba emular, pese a que, para nuestros actuales estándares, eran asesinos repugnantes, torturadores, machistas. Como señala Italo Calvino, la literatura, lean Ustedes, nos conmina, los clásicos, son un reflejo del mundo que los parió. Por eso uno no se sorprende de encontrarse en Las mil y una noches cosas como esta:
En ese momento la joven, guiñándome un ojo, me hizo disimuladamente una seña. Pero, ¡ay de mí!, el genio la sorprendió y dijo:
—¡Oh hija de puta! Acabas de cometer adulterio con tu ojo.
Y entonces de un tajo le cortó la cabeza. Después, volviéndose hacia mí, exclamó:
—Sabe, ¡oh, tú, ser humano!, que nuestra ley nos permite a los genios matar a la esposa adúltera, y hasta lo encuentra lícito y recomendable.
Stevenson rompe con esta tradición. La importancia del honor y el respeto a la dignidad humana impregnan cada verso, pues, a fin de cuentas, estamos ante un poema en prosa, de La isla del tesoro. Cuando un pirata está desarmado, se le puede privar de libertad, pero nunca atacarle. En principio, no se dispara a un pirata por la espalda. Y si el enemigo está herido, sea del bando que sea, de los buenos, de los malos, hay que operarle, vendarle las heridas y propinarle todos los cuidados necesarios, día y noche, hasta que sane.
El doctor se quedó parado y suspenso, aunque nada dijo, y pasaron unos segundos antes de que pareciera recobrar ánimo bastante para seguir adelante … Un momento después había entrado en el fortín, y, con un gesto sombrío dirigido hacia mí, se puso a examinar a sus pacientes. No parecía tener el menor cuidado, aunque debía de saber que su vida, entre aquellos demonios traicioneros, pendía de un hilo, y departía con sus enfermos como si estuviera haciendo la acostumbrada visita profesional a una apacible familia inglesa.
¿Qué había cambiado con Stevenson? La isla del tesoro se publicó por primera vez entre 1881 y 1882. Dos décadas antes, Henry Dunant, un comerciante suizo, soliviantaba los espíritus de toda Europa con un pequeño libro, Recuerdo de Solferino, en el que denunciaba las atrocidades de la guerra. La guerra es mala, sí, pero hay, debe haber, límites, límites impuestos por la dignidad humana: no se puede matar al hombre desarmado que se rinde, uno debe cuidar a los heridos, sean del bando que sea, etcétera. De Dunant, y la joven tradición humanista que lo sustentaba, nacen los Convenios de Ginebra, la creación del Comité Internacional de la Cruz Roja, el Código Lieber (promulgado por Abraham Lincoln durante la guerra civil estadounidense) y, sí, La isla del tesoro.
A partir de aquí, hoy, como antes, uno puede encontrarse con héroes sádicos o asesinos en las inciertas páginas de la literatura, como el Ferdinand Bardamu de Viaje al fin de la noche o el Patrick Bateman de American Psycho, pero son, en el fondo, falsos héroes, antihéroes. Protagonistas que nos atraen por su maldad, por su falta de respeto a lo que consideramos la esencia de lo humano, pero a quienes, al menos en voz alta, nunca reconoceríamos querer parecernos. Patrick Bateman —que me perdone esta vez Homero— no es tan distinto de Ulises. Ambos son asesinos. Ambos torturadores. Lo que ha cambiado es la moral, la suya, la mía, la nuestra; las reglas que prescriben a qué pirata podemos matar, a cuál no. Parte de esto se lo debemos a Stevenson, a Jim Hawkins, excelente grumete, al doctor Livesey, aguerrido médico, y al propio John Silver el Largo, recio bucanero, feroz adversario, gran Hombre, mírenlo dando el último trago:
¡Yo-jo-jó, y una botella de ron!