Una vez me preguntaron por chat cómo escribir un primer relato. «Trata de imitar al autor que más te guste», tecleé. «Gracias, pero es que yo no leo mucho». Le sugerí que usara la imaginación, que plasmara las escenas en su retentiva usando las palabras como si fueran proyectores. Le dije que lo primordial es que se leyera 20, 30, 40, 100 libros. Sería la mejor manera de aprender a relatar. «Pero es que me cuesta mucho leer». Y entonces fue cuando guardé un largo silencio, no dije nada durante veinte segundos. A decir verdad su respuesta me molestó, y no deseaba que la ausencia de palabras por mi parte, tratando de crear un silencio perturbador, se confundiera con una inesperada visita al baño buscando una respuesta adecuada; era una fórmula para dar una idea de ofensa silenciosa por mi parte. Paralizado ante tal incongruencia no supe qué otra cosa hacer. De la misma forma que no puedo concebir que mi sobrino se convierta en piloto de carreras de un día para otro, me cuesta imaginar a alguien a quien no le guste leer dispuesto a escribir un relato. Y eso me da qué pensar. Porque siempre es un humano el antecesor de todas las costumbres y en el arte de escribir también lo fue. Déjenme aquí sacar a relucir un poco mi imaginación; el primer escritor tenía una larga barba y una incipiente calvicie cuyos reflejos provocarían destellos en los ojos de sus predecesores.
El primer escritor nace de la nada, se postra ante sí mismo y teclea en su mente las primeras palabras que salen por la punta de una pluma de ganso o desde la punta de un cincel. Dado que en la actualidad aún se desconoce el nombre del autor de La epopeya de Gilgamesh, para muchos Homero fue el primer escritor, el primer loco reconocido que quiso contar su propia verdad escribiéndola en un documento en blanco. En su caso fue un papiro. Y lo curioso del asunto es que por no disponer de un extenso elenco de compañeros de profesión y por la escasa cantidad de sus obras, uno de sus textos más importantes se ha convertido en uno de los pilares de la civilización occidental, y ello a pesar de ser un libro repleto de dioses con múltiples penes y gente desnuda con una espada en la mano corriendo detrás de otras personas desnudas enarbolando otras espadas. Según la etimología de los nombres, Homero es una variante jónica del eólico Homaros y, a su vez, esta variante se remonta en los llamados Homéridai o «hijos de rehenes». A día de hoy sigue sosteniéndose la teoría de que eran descendientes de prisioneros de guerra y sus hijos no eran enviados a la guerra debido al currículum de sus padres. Así que se les confiaba la tarea de escribir la épica local, recordar los sucesos pasados engalanando las gestas de los combatientes mediante el noble arte de la escritura. Estos escritores sin oficio usaban la poesía a modo de recordatorio para que los hijos de la historia pudieran ser recordados por todos aquellos que consideran los libros un modo de encontrarse a sí mismos y de encontrar a los que nunca han conocido. Puesto que la historia no es más que un testimonio de lo que somos y un altavoz silencioso que enuncia lo que seremos, siempre y cuando siga moviéndose tal y como lo está haciendo hasta ahora.
A decir verdad, nunca he leído un libro entero de Homero. Y me da que muchos que afirman haberlo hecho en realidad han preferido una lectura más ligera. Pero mientras no sean de los que quieren escribir relatos sin leer, me parece que la brisa provocada por el girar de las páginas puede ser un modo interesante de aprender a escribir. De todas maneras, me provoca una ligera incertidumbre el hecho de no poder leer (por el momento no he encontrado ninguno de sus poemas) a aquellos hijos de los desertores de guerra que escribían poesía al uso relatando las gestas de aquellos que sin ser conscientes de su participación, se convertirían en los personajes de esos poemas. Aquellos a los que no les gustaba leer, quizá por falta de escritores, se embarcaban en enormes naves, surcaban los mares como quien se lee la Ilíada y se enfrascaban en abrirle el pecho a su oponente con una sonrisa de a lo Burt Lancaster dibujada en el rostro. Mientras se convertían en los héroes de su propia existencia, lo eran también en los cientos de pergaminos que los hijos invisibles de la historia llenaban compulsivamente a golpe de cincel o de tintero. Unos dejaban un rastro de sangre en el campo de batalla mientas que otros lo hacían en un documento en blanco.
Me intriga de dónde sale el gusanillo que, en el caso de los que quieren ser escritores sin haber leído, les motiva a dejarse parte de su vida por jugar un poco con las palabras. Y no es que esté menospreciando la tarea de nadie, en modo alguno, cuando utilizo la expresión jugar con las palabras en lugar de usar el término escribir, puesto que, según mi opinión, tiene mucho más mérito el equilibrista que el funambulista, al tener este que poner toda su atención en que nada se salga de control en lugar de centrarse tan solo en lo que tiene bajo sus pies y seguir en línea recta. Me acuerdo de aquel momento en el que me no me sentía nada porque quería ser yo mismo. En mi interior no sentía el ansia de ser escritor, ni tan sólo de sacar a pasear el ego como a algunos les gusta practicar. Simplemente era yo hasta el momento en el que comencé a leer, a zambullirme en los mundos de los demás, en los mundos que comenzaron en el mismo momento de la historia en el que los hijos de los prisioneros de guerra desenfundaron sus plumas y teclearon sin necesidad de teclados las vidas de otros. Fue en ese momento cuando me pregunté si quería ser un soldado o una máquina de crear soldados. Y me quedé con la segunda opción, siendo consciente de lo que había aprendido recreando las batallas de otros en el escenario de mi mente.