Hasta hace nada no leía nada más que a autores muertos; estaba convencida de que era la única manera, el leer a escritores consagrados, solo a aquellos que hubieran trascendido, de esa forma me aseguraba el leer solo literatura de verdad, iba a acertar así siempre. No tenía por qué llevarme ningún chasco; si estaba muerto y se seguía publicando era porque estábamos ante un clásico, confiaba en la implacable labor de editores y lectores a lo largo de los años, en esa suerte de selección natural. Esa es la realidad de mi vida.
Luego, por trabajo, porque me empezaron a llegar libros y libros y libros —novedades, qué de títulos se publican en este país, son acaso necesarios tantos, por cierto, tanto interés como para ser publicados tienen todos los que se publican…[1]— tuve que empezar a leer a gente que estaba viva; no sabría no leer un libro que me han regalado, es decir, muchos de ellos me llegan, incluso, con notas entusiastas, algunas manuscritas, presentándome el libro, animándome a que lo lea; quién puede resistirse a un buen libro, o a una cartita emotiva. Yo no. Digo, por seguir hablando de la realidad de mi vida: así saben quienes hace años que no me ven por qué es, en qué cueva ando metida; yo también os echo de menos.
Información intrascendente y seguramente algo vergonzante aparte, el caso es que ahora leo un montón; casi todo, son, ya digo, novedades, muchas de gente que escribe y vive aún. Y algunas son un horror, digo además; si bien es cierto que los libros de ahora son en general más bonitos que nunca; ¿no les parece?
Pues bien, les decía, el punto es que tengo la sensación, por un lado, de que se publican muchas cosas y, por otro, de que maldita la falta que hace, en ciertas ocasiones. Ocasiones, por cierto, de las que no se suele hablar en esta casa: no hay tiempo que perder y sí que hay de sobra buenos libros de los que dar buena cuenta; como para dedicarle entonces siquiera unas líneas a, qué sé yo, el libro de Murakami sobre correr, no sé si saben a cuál me refiero, uno en el que este hombre —no escribo escritor a conciencia, como si así fuera a castigarle, con mi infinito desprecio; así de importantes nos creemos todos cuando finalmente nos ponemos a escribir; podría tener su gracia resaltar esto aquí—se la pasa todo el rato hablando de por qué corre y cómo y cuánto, así de sincero es el título: De qué hablo cuando hablo de correr. «La lluvia ha seguido cayendo intermitentemente durante varias semanas y, por motivos de trabajo, he tenido que hacer algunos pequeños viajes, así que durante una temporada no he podido correr como me habría gustado»[2]. Y así todo el rato. Mire, Sr. Murakami, francamente, me importa un pimiento. Tal cual se lo digo.
A mí los libros que me gusta de verdad de verdad leer son los que llevan una historia bien hilada en su interior, ya sea de ficción (como uno de los que, aunque ahora no lo crean dada la larguísima introducción de esta reseña, me dispongo a dar cuenta, si soy capaz de retomar el hilo, ahora mismo no sé cómo acabará todo esto), ya sea porque tratan sobre qué sé yo, estoy ahora pensando en LTI La lengua del Tercer Reich (Minúscula, 2001), que es en parte un ensayo sobre cómo se modifica el lenguaje según un determinado contexto histórico, y en parte —igual de estremecedora— la autobiografía de alguien que vivió en la Alemania de aquellos años, Viktor Klemperer, un judío erudito lingüista, para más señas.
La cuestión es que, decía, abro paquetes de libros con determinada frecuencia. (Soy tan feliz haciendo esto ). Y siempre es una fiesta. En ocasiones, más que una fiesta, como cuando abrí el paquetito que me habían hecho llegar los chicos (no les conozco, les supongo jóvenes por la pasión) de El verano del cohete. Qué maravilla; tres libros tres. Uno es una edición bilingüe de El rey de los elfos, de Johann Wolfgang Goethe, ilustrada, a dos tintas. «En cuanto a la dificultad de la traducción propiamente dicha —en la cual hemos optado por el verso libre frente a la rima pareada del original—, estriba esta en su singular efecto de cabalgata, que permite a través de la construcción de estructuras fonéticas recrear la marcha del jinete protagonista del poema»[3]. Otro es un cuento escrito e ilustrado por Mayte Alvarado, Miss Marjorie, «…en aquellas tardes en que un viento agita las hojas de los árboles, llenando el aire de susurros, murmullos y secretos». El tercero es Los turistas, escrito por Rui Díaz y dibujado con gran acierto —la elegancia de la edición le debe mucho a cómo lo ha ilustrado esta mujer— por Ana Sender.
Es de este último del que quería hablar hoy: si consigo que alguien vaya a comprárselo a Tusitala (Badajoz) —por ejemplo, por citar una librería de por donde más o menos tengo ubicados a los editores, creo que son de por allí, estará en muchas más— me habré ganado un trocito de cielo, que es verdad que se editan muchísimas cosas, y que sería una pena que este texto pasara desapercibido, porque no se trata solo de lo bien hecho que está —que también: papel, tamaño, color, tipografía, los dibujos—, se trata de que es una historia de esas que se quedan dando vueltas, de las que luego te acuerdas porque. (No es una errata. Soy así de chula.)
Me gustaría añadir si acaso un par de líneas, pero solo para que no quede tan raro todo. No digo apenas nada del texto que me ha servido de excusa para escribir esta especie de diatriba, lo sé, pero es que da igual: lo importante es el libro, no lo que yo pueda decir sobre él. Ocurre que no puedo contar mucho más, tampoco, o que no sé cómo; sería harto difícil para mí hacerlo sin desvelar parte de la trama, y eso sí que no: fastidiaría la sorpresa, me cargaría la atmósfera, seguro, el ambiente que consigue crear el autor. No voy siquiera a decir esto sobre cómo acaba. Léanlo.
Ya no recordábamos cuándo había empezado el invierno, pero dábamos por hecho que se alargaría. La carretera llevaba cortada al menos un mes y no habíamos recibido visitas en el orfanato desde hacía mucho. Nadie podía llegar hasta nosotros y nosotros no podíamos llegar hasta nadie.
[1] Todos los que lo queremos saber sabemos que no, me contesto aquí abajo.
[2] Pag. 168 de De qué hablo cuando hablo de correr, en la edición infame (¡la 5ª!) de Tusquets de bolsillo.
[3] David Carril, traductor de la obra, en una nota previa al texto. Las ilustraciones son de Borja González, el prólogo de Erica Couto.