El problema político de nuestro tiempo (Colección de Cuadernos Alférez, número 1. Madrid, 1950) fue publicado cuando Torcuato Fernández Miranda tenía 35 años de edad. El libro, de tamaño reducido y de poco más de cien páginas descontando el prólogo ajeno, se basa en una serie de conferencias dictadas en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y en un par de artículos publicados anteriormente en las revistas Alférez y Arbor.
Resulta especialmente interesante porque corresponde al periodo inmediatamente anterior a su asunción de responsabilidades políticas, once años después de participar (en el bando Nacional) en la Guerra Civil. En este sentido, refleja un momento de transición en su pensamiento, que se refleja en algunas contradicciones .
Destaca formalmente por un estilo pausado y didáctico, que aúna capacidad de síntesis, crítica y descripción (difícilmente podría encontrarse en la España de 1950 una introducción tan desapasionada a las doctrinas marxista y socialista). Y, a diferencia de otros teóricos influidos por el falangismo, no incluye arrebatos seudopoéticos, sino citas literales de Antonio Machado o Voltaire (considerado blasfemo) junto a varias referencias literarias tomadas como ejemplo (Goethe, Dostoievski). Las notas revelan la utilización de fuentes directas, tanto en ediciones extranjeras como en traducción. Fernández-Miranda se sitúa así en un plano teórico y abstracto desprovisto de referencias directas a España, aunque cite a fuentes como Ortega y Gasset y publicaciones de la Revista de Occidente, entre otras. Esa perspectiva elevada le evita caer en contradicciones al criticar en otros sistemas políticos aspectos que se reproducían de forma corregida y aumentada en el régimen franquista.
Los cinco capítulos que lo integran corresponden a una introducción general seguida por análisis críticos de la democracia liberal burguesa, el socialismo, el marxismo, la democracia cristiana y el existencialismo. Dichos análisis reproducen la táctica joseantoniana según la cual se reconoce alguna virtud a la forma política analizada para criticarla a continuación por algún defecto insalvable.
En el caso de la Democracia Liberal, aprecia su valor como respuesta al Antiguo Régimen, pero critica su incapacidad para resolver la contradicción entre libertad y poder represivo pese a los mecanismos de la división de poderes. Critica asimismo su reputación exageradamente positiva; tampoco le convence como solución el recurso al imperio de la ley fruto de la voluntad popular (según Rousseau, el ciudadano se obedece a si mismo), ya que no comparte su fe absoluta en el racionalismo que defiende la permanencia de los logros de la razón, ahogando el dinamismo social, la espontaneidad y los sentimientos al instaurar un modelo uniformador. En este aspecto sigue el diagnóstico de Bertrand Russell, manifestado en unas conferencias para la BBC, pero no sus soluciones: Russell creía que una reforma de la democracia liberal era posible, mientras que Fernández-Miranda opina que sus defectos la invalidan como sistema político, especialmente por afirmar que el poder reside en la voluntad popular expresada mediante unas elecciones, un poder que se plasma en unas leyes que no emanan del derecho natural ligado a los preceptos cristianos. La Democracia Liberal afirma que la democracia no puede atender a unos preceptos de origen divino ni a una minoría que pretenda interpretarlos, por lo Fernández-Miranda denuncia que una mayoría desprovista de valores trascendentes podría decidir cualquier cosa, injusta o no.
Del Socialismo reconoce su validez como medio para lograr la emancipación económica. Según afirma, «Es falso que el socialismo anule la libertad. Lejos de anularla extiende su radio de acción al asegurarla para millones de seres a los que el liberalismo de la primera época, es decir, el verdadero liberalismo, arrojó a la más absoluta y denigrante de las esclavitudes» (pag.115). A continuación recoge unas palabras de José Antonio tomadas del discurso fundacional de Falange Española: «Depender económicamente de otro es carecer de libertad, porque el otro, al poder unir a mi conducta consecuencias económicas graves, la miseria misma, tiene en su mano mi libertad» (pag. 117).
Tras el reconocimiento llega la crítica: el Socialismo niega sin embargo la intimidad (entendida como trascendencia del sujeto) y rebaja al hombre a la condición de funcionario. Del Existencialismo reconoce su valor como síntoma (en tanto que fenómeno sociológico) y su coherencia lógica en base a su ateísmo, que niega la preexistencia de la esencia humana en la voluntad de Dios. Obviamente, Fernández-Miranda como creyente discrepa de la premisa fundamental.
En cuanto al Marxismo, Fernández-Miranda afirma lo siguiente: si la Democracia Liberal representaba la superación del Antiguo Régimen, el Marxismo conlleva la disolución de las vigencias del estado liberal burgués, una vez este deja de tener sentido y se convierte en un ente caduco. A continuación critica que dentro de la cosmovisión marxista el hombre no es más que un instrumento, su esencia social es la de un mero factor económico. Pero asume en parte el análisis marxista del carácter dinámico de la sociedad ejemplificado en los conceptos de infraestructura y superestructura: en realidad el concepto marxista de infraestructura, sostenida por unas creencias comunes, se parece bastante al concepto de ordo amoris que considera esencial. Si las creencias cambian, la infraestructura pasa a ser caduca, y aunque la superestructura de las formas e instituciones sociales pretende mantener la estabilidad del privilegio (con la ayuda de la religión entendida como un instrumento de defensa del Estado contrario a los intereses de los trabajadores a los que pretende consolar en la resignación), no puede imponerse a la tendencia del hombre a crear inestabilidad y caos. Así, la lucha de clases persigue la victoria de la clase obrera y la fundación de un nuevo orden que se pretende definitivo: el salto a la libertad y la sociedad comunista sin clases, con lo que el proceso cíclico llegaría a un final. Este sentido finalista hace que Fernández-Miranda reconozca que el Comunismo constituye también una fe, una fe que entonces, en 1950, aparece como victoriosa y en ascenso.
Tras analizar y descartar las tesis marxistas, socialistas y existencialistas, Fernández-Miranda propone una alternativa basada en el cristianismo: sostiene que Dios define la esencia del hombre, que sin embargo puede elegir aceptar o rechazar esa vocación (lo que evita la predestinación calvinista y salva el libre albedrío). La intimidad supone seguir la vocación que Dios ha establecido para cada ser humano con el fin de que logre su máxima realización. Fernández-Miranda ve en la soledad del existencialismo y las carencias de los sistemas políticos mundanos que analiza una gran oportunidad para el cristianismo como respuesta tanto filosófica como política. En realidad, viene a decir que los falsos paraísos capitalista (la riqueza material que solo alcanza a unos pocos y deja a la mayoría con unos derechos más teóricos que reales que de poco sirven ante una situación de dependencia) y comunista (el siempre aplazado mundo ideal de los trabajadores que por el camino lleva a la uniformidad despersonalizada), no pueden obviar su origen humano y por lo tanto fallido en comparación con los modelos de inspiración divina (incluso cita a Santo Tomás, Santa Teresa y San Agustín como autoridades).
Queda claro que Fernández-Miranda defiende la visión de un estado confesional donde prime el derecho natural (lo que no deja de ser curioso en un catedrático de Derecho Político) de acuerdo con la doctrina plasmada en las encíclicas papales y con algunas propuestas del Falangismo joseantoniano, especialmente las formuladas tras la fusión de Falange con las J.O.N.S. Se trataría en cualquier caso de un Falangismo heterodoxo: hay que recordar que pese a haber llegado a ser secretario general del Movimiento a finales de los sesenta en realidad nunca estuvo inscrito en la Falange.
Pero la influencia del falangismo es innegable; por ejemplo, si se analiza la conferencia de José Antonio del 3 marzo de 1935 «España y la barbarie» se observan planteamientos similares en diversas cuestiones: por ejemplo, en ambos casos se postula la conveniencia de fundamentar una edad clásica (en oposición a las llamadas edades medias) duradera en la que una determinada forma política sea aceptada de forma mayoritaria, se critica el trabajo mecanizado por su carácter alienante, y se formulan parecidas críticas a otros posicionamientos políticos (Democracia burguesa liberal, Socialismo y Marxismo) utilizando una terminología similar. Existen diferencias lógicas por el tiempo transcurrido: José Antonio no llegó a pronunciarse por motivos obvios sobre cuestiones como la filosofía existencialista y la Democracia Cristiana.
En cuanto a las diferencias, estas son a la vez de carácter y contenido: Fernández-Miranda es más reflexivo y paciente que José Antonio (quien podía combinar exposiciones históricas, citas de Ortega y Gasset y análisis económicos con frases incendiarias y exaltaciones de la violencia). Combinando el pragmatismo y el idealismo, basa su análisis de la realidad en conceptos sentimentales y cercanos a la fe (la Doctrina Papal y la articulación de filias y fobias en el concepto de ordo amoris social acuñado por Max Scheler) o en planteamientos racionales, derivados tanto del campo del Derecho como el de la Sociología (en este caso, el autor de referencia es Durkheim).
Por un lado, se muestra más abierto al compromiso cuando afirma que la resolución de la contradicción no reside en decantarse por uno de los términos contradictorios, sino por combinar aspectos de ambos (frase clave de cara al futuro dilema vivido en la transición española entre ruptura y reforma ). Por otro, da muestras de intolerancia ante soluciones intermedias y de compromiso: en este sentido, critica de manera feroz la opción política encarnada por la Democracia Cristiana, a la que acusa de intentar equilibrios imposibles que logran únicamente legitimar y prestigiar la democracia rebajándose a ser una opción política más.
Asimismo, su noción de vigencia (un elemento clave en su discurso) postula la existencia de una mecánica cíclica que no contempla una opción reformista. Así, cuando cita a Maquiavelo es para mostrar su desacuerdo cuando éste afirma que el fin último del gobierno es servir de medio de contención de los súbditos. Fernández-Miranda no lo ve plausible, ya que cree que las nuevas formas acaban imponiéndose de forma inexorable y violenta, dada la naturaleza humana. Resulta paradójico constatar que, años más tarde, al ocupar posiciones de gobierno, adoptaría en la práctica dicha máxima.