Tráeme un poco de pan, por favor, niña
Desde mi infancia, siempre he sido muy de leer todo lo que se me pusiera por delante, y cuando digo todo, es todo-todo-todo, vamos, desde prospectos farmacéuticos hasta prensa deportiva (esto último cuando no hay nada mejor a mano, se entiende). Si tuviera que mencionar una lectura que me marcó en mi infancia y, como aquel que dice, para toda la vida, tendría que dejar de lado libros francamente interesantes y tan disfrutables como los volúmenes de las aventuras del Guillermo de Richmal Crompton o la Celia de Elena Fortún, que tenían mi madre y tíos por casa; los volúmenes de Cómo y porqué de Editorial Molino[1], que los Reyes siempre dejaban en casa de mi padrino[2]; los volúmenes de Asterix que coleccionaba mi tio; o los libros de Richard Scarry, que me pillaron ya un poco mayor, pese a lo cual el Gusano Serpentino[3] sigue siendo uno de mis héroes.
Todas ellas, en fin, lecturas notables desde el punto de vista de mi yo infantil. Ahora bien, si he de nombrar el libro que tiene un lugar especial en las memorias de mi niñez, un libro que realmente dejó su impronta en mi tierna mente, ese es sin duda El Pez, de Dick Bruna (Aguilar, 1972[4]), una historia tan aparentemente sencilla como el trazo de su autor pero que tiene segundas lecturas: El Pez es una emocionante parábola sobre la dura lucha por la supervivencia y el destino de los parias de la tierra.
Encontramos a nuestro escamoso protagonista nadando afanosamente en busca de sustento, pero sus incursiones a la superficie no le reportan alimento alguno. Bruna revela la historia gradualmente para aumentar el punto de suspense: El hambriento pez ve pasar un pato con una miga, luego un cisne con una miga, entonces a nuestro famélico protagonista se le revela una panorámica de satisfechos plumíferos, todos con su pedacito de pan, ajenos a la gazuza del pobre pescadito (algo de razón no le faltaba a Tippi Hedren cuando no le gustaban los pájaros). De repente, la pequeña Susana aparece con un cesto lleno de pan: El pez anhela y a la vez desespera por llegar a comer algo de su contenido.
Soy tan pequeño, que los patos y los cisnes, voraces, se lo comen todo y no me dejan a mí nada
De repente, lo inesperado: Susana se cae al río; no sabe nadar. Nuestro pececito, que se nos revela entonces enorme, como si estuviera emparentado con la ballena de Jonás, se ofrece como cabalgadura a la infortunada. Una vez en la orilla, Susana, chorreante, le pregunta a su salvador cómo puede recompensarle y, el pez, humildemente, le pide algo de pan: momento cumbre que aún hoy me provoca un nudo en la garganta cada vez que releo el cuento. Como podéis imaginar, Susana es mujer de palabra: a partir de ahí, se acaban las penurias de nuestro protagonista.
La extraordinaria simplicidad lineal y cromática de Bruna le hace un precursor[5]. Ahora quien más quien menos está familiarizado con los conceptos kawaii y superdeformed, y en general asume con estoicismo el actual apocalipsis de lo megacuqui, pero esto Bruna ya lo hacía en los años 50, piénsenlo, dos décadas antes de que Sanryo lanzara Hello Kitty. Bruna, más conocido como el padre de la conejita Miffy, sigue siendo uno de los colosos de la literatura para preescolares, y uno de sus más encantadores exponentes.
Esta sencilla historia denuncia al inclemente darwinismo económico y propugna que hasta aquellos más desfavorecidos por la fortuna pueden, desde su humildad, aportar al resto de criaturas (grandes o pequeñas) riquezas que valen más que un cesto lleno de migas: un corazón valiente, por ejemplo. También deja claro que es de bien nacidos ser agradecidos. El Pez es un canto a la generosidad y la solidaridad, una sencilla fábula que me sigue conmoviendo más de cuarenta años después de haberla leído por primera vez: rayos, me emociona incluso si me la releo en días que no son el 28 de diciembre.
Notas al Pie:
[1] Creo que esos añejos volúmenes cimentaron mi devoción por la nunca suficientemente ponderada literatura de divulgación.
[2] Aparte de los libros, el regalo de sus majestades de Oriente que más he disfrutado ha sido los dos años que me trajeron el Electro L de Airgam, que hasta cierto punto me consoló de que no me hubieran traido nunca el Quimicefa. (A veces pienso que hubiera sido de mi de haber persistido en el estudio de las corrientes eléctricas más allá del simple juego, tal vez ahora estaría cualificada para emigrar a Canadá, tal vez habría llegado a Ministra de la Porra, chi lo sá… Descarto totalmente, eso si, la potencialidad de haber llegado a ser una sucesora de Nikola Tesla: No acaban de gustarme las palomas y mi labio superior es francamente poco piloso)
[3] Lowly Worm en la edición original, recuerden que los humildes, sean o no gusanitos, heredarán la tierra.
[4] El Pez fue originalmente publicado en 1962
[5] Dick Bruna ha declarado que Matisse fue para él una gran influencia.