¿Recuerdan cuando antes de la crisis cualquiera podía viajar a los confines de la Tierra por una módica cantidad de dinero? Claro que lo recuerdan. Familias enteras, pandillas de amigos, cofradías de Semana Santa, peñas de dominó enseñando miles de fotos tomadas por las primeras cámaras digitales bajas de precio y los primeros teléfonos móviles con cámaras de suficientes píxeles como para inmortalizarlo TODO. Desde que al salir uno tropieza con la propia alfombrilla de casa hasta que al volver se da cuenta de que alguien se la ha llevado.
-Qué bonito todo. Especialmente ésta me ha encantado. La foto 372.
-Sí, soy yo de nuevo, con otro sombrero autóctono. Pues espera, que son sólo de la primera semana. Quedan otras tres.
Eran otros tiempos. El que osaba quedarse en su propia ciudad cuando había un puente quedaba catalogado como bicho raro.
-¿A dónde vas este puente?
-Me quedo aquí.
-¿Te pasa algo?
Y no digamos aquel que desafiaba a la sociedad, es decir, la persona que se atrevía a reconocer el pecado inadmisible de que no le gustaba viajar. Ese directamente era observado como se observa a un ejemplar de animal exótico que aparece de pronto en una isla inexplorada mientras uno toma notas sobre el terreno en un cuaderno Moleskine junto al resto de la expedición:
-A mí es que no me hace mucha gracia viajar…
-¡Rápido! ¡Capturadlo, ponedle un nombre en latín y enviadlo a su pesar al zoo de Londres! ¡Ya le haremos pruebas! ¡Y tened cuidado con su boca, que no suelte más cosas así! ¡Es contagioso!
Sí, decididamente, eran otros tiempos; no había que palpar el bolsillo de las monedas para ver si la tela del forro del único pantalón seguía ahí o contábamos con un agujero más.
Ahora bien, hay una especie de ser humano para el que los viajes siempre han resultado baratos, entonces y ahora, una especie en crisis permanente que llega más lejos que nadie y que permanece fuera de casa más tiempo que cualquier otro. Ligeros de equipaje, sin saber muy bien a dónde van ni cuánto tiempo estarán, los mochileros transitan por caminos alternativos sorteando los problemas mundanos generados por agencias de viaje y touroperadores. Generalmente jóvenes y bastante cercanos al manido concepto, y no por ello menos cierto, de «libres como el viento», son admirados y odiados a partes iguales. Seres legendarios de andar por casa, a veces con un ligero déficit de higiene.
La editorial Varasek publica la primera traducción al español de la que se considera biblia de los mochileros y cuyo título no deja lugar a dudas sobre el asunto. El Mochilero, de John Harris, se convirtió en un libro de culto para este tipo de viajeros desde su publicación en 2001. El desparpajo del autor al realizar lo que se convierte en una pintoresca odisea por oriente se aleja de cualquier consigna «jipi» o new age. No esperen por tanto brisa en los cabellos, historias de hermandad humana y un futuro mejor donde… no. Nada de eso.
Una avalancha de mendigos, entre ellos algún amputado sobre un carrito, que te tira de las perneras del pantalón de improviso; gentes con malformaciones diversas, como unos descomunales testículos, o la hermosa descripción del verdadero váter más sucio del mundo (expresión de la película Trainspotting), dejan claro que el trayecto de un joven Harris junto a unos cuantos amigos, a los que habría que tratar en ocasiones de compinches, se aleja de cualquier propósito de presentar países o estancias idílicas que pudieran reflejarse en un bonito catálogo.
De la India a Honk-Kong pasando por Tailandia, Singapur, Indonesia o Australia, el viaje de Harris se asemeja al de un delirante juego de la oca donde en una casilla pueden tocar problemas con la mafia, en otra resacones en los burdeles, experimentos con drogas, trabajos esclavizantes, habitaciones infectas… incluso hay alguna dedicada a encantadores insectos o enfermedades tropicales. No falta, literalmente, la prisión; hasta la cantinela del puente a puente, aunque en este caso la corriente es una descomunal tormenta en medio del horror dentro de un barco robado. Paisaje y paisanaje se quedan en la otra punta de los carteles que anuncian unas vacaciones de ensueño.
Si el autor no idealiza ningún suceso, más bien al contrario, tampoco lo hace con los protagonistas de esta mezcla de aventuras y desventuras, quienes aparecen como jóvenes con lealtades inquebrantables, inquietudes, desenvoltura, alegría, ganas de pasarlo bien y agudeza a la hora de resolver determinados problemas, pero también en muchas ocasiones se muestran irresponsables, egoístas y capaces de cometer desde actos atolondrados hasta otros directamente estúpidos con final trágico.
En El Mochilero encontramos por tanto una versión nada idílica de varios países orientales, donde es la falta de rutina, la huida de los horarios y la ausencia de saber qué se hará mañana lo que dota de atractivo a unas peripecias donde han de salvarse muchos obstáculos graves. Se trata, por tanto, de un pequeño canto a la libertad, escrito con sencillez y ritmo, que habrá quien lea como novela de aventuras humilde, directa y eficaz, y quien como un peculiar libro de viajes espontáneo, distraído y nada condescendiente.