Los poetas ahora hablan más de España que en el 98. Nos debe de doler España más que entonces, si eso es posible. O quizá España siempre duele y todos somos más unamunianos de lo que pensábamos. Hasta Quevedo era unamuniano al mirar los muros de la patria suya (que sí, es la suya, pero la nuestra también) si un tiempo fuertes, ya desmoronados. Me pregunto si a los alemanes les duele Alemania y a los chinos China y a los neozelandeses Nueva Zelanda. Quizá sea culpa de los poetas, que somos débiles y nuestra resiliencia no ha sido entrenada nunca, aunque me da a mí que no, que es que estamos mal y España duele y que aunque nos dé rabia que duela, que quede mal eso de que nos duela, nos duele.
Hay muchas formas de hablar de España y a mí me gusta cómo lo hace Erika Martínez. Saturados como estamos de la España vilasiana en poemas, novelas e incesantes actualizaciones de Facebook, otra voz, quizá más honesta, se agradece.
PROTECCIÓN OFICIAL
Me subvencionaron hasta hacer de mí
un producto ejemplar
de la socialdemocracia,
tuétano de infancia con monjas,
contestona sin decibelios,
curiosa, voluntarista,
mujer que asoma la cabeza,
soy un monstruo.
Sí, Erika es de la generación de la crisis, esa que dicen es la primera que vive peor que lo hicieron sus padres. En El falso techo nos muestra, en parte y a su manera, lo que ha vivido su generación, la construcción de una identidad (sueños, deseos, aspiraciones, incluso certezas) que era un falso techo, un engaño, un revestimiento hermoso pero sin consistencia para tapar las chapuzas. La poesía de Erika es despojada, breve, y, sobre todo, sin complacencias, sin huecos donde la esperanza pueda esconderse, devastadora.
En la primera parte del libro, Primer techo, es Erika en España y mira España y mal, claro. España que te rodea y es inevitable porque sólo hace falta mirar por la ventana.
Segundo techo, tránsito, aviones y aeropuertos, o los no-lugares. Y Erika la que mira, la que va de un lado a otro pero no llega a ningún sitio, la observadora, la que ve a otros.
CONDENSACIÓN
La temperatura desciende
en la cabina de pasajeros
con tanta suavidad – diptongo largo,
mano de harina, hombre ciego que bucea–
que la congelación nos sorprende dormidos.Tapados con nuestras mantitas promocionales,
la sonrisa y el pelo cubiertos de escarcha,
somos felices al unísono:
el piloto automático transporta
nuestra materia sumisa.Con el pulgar rígido, el capitán
alcanzó a enviar una señal de auxilio,
que ahora gira sobre sí misma
en un bucle de ozono.Nuestros cuerpos emanan
una bruma violeta
que condensa bajo techo.
Pero nadie puede ver
cómo nieva
dentro de este avión.
Ese viaje también es hacia adentro. Y abre el Tercer techo con un escribir es hacerle cosquillas / a las raíces de las cosas. Pero no hacen risas las cosquillas, a España le haces cosquillas y sale mierda, y las cosquillas interiores provocan cierto temblor extraño, cierto retorcerse valleinclanesco; sin su parafernalia quizá, pero sí con su deformación. Es un Tercer techo más íntimo, más carnal (pero ya sabemos que la carne también es política), más privado y sin embargo sentimos que seguimos ante los mismos fracasos, la misma imposibilidad.
DIGO QUE ME AUSENTO
Miras el rastro que dejo
mientras camino, más allá
de nuestras mitologías.
Hoy no me pesa un solo gramo
el siglo veintiuno.Quisiera sostenerte la mirada
pero a veces me ausento.
La realidad me crece
como una protuberancia
como aquel sueño ególatra
en que diez hombres se masturban
pensando en mí.Digo que me ausento.
Y es esta mi manera de no estar
completamente
en ningún sitio.
Un temblor extraño que va cesando en el frío, como se va apagando el poemario, o Erika, o España, como se va muriendo una familia en una casa con un techo falso que tapa pero no abriga.
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