Tamino: Sag mir, du lustiger Freund, wer du seist?
Papageno: Wer ich bin? Dumme Frage! Ein Mensch, wie du!(1)
«Nunca son los viajes como nos los imaginamos, ellos tienen vida propia; a veces defraudan y otras sobrepasan nuestras expectativas, pero siempre nos transforman». Hoy basta con escuchar alguna conversación (pre o post-vacacional) al azar para darse cuenta que la gente viaja más y más lejos de lo que nunca viajaron sus padres o abuelos. Viajes que antes estaban al alcance de unos pocos se han popularizado. Aunque en muchos casos ello no ha comportado necesariamente que el viaje vaya más allá del simple desplazamiento de un punto A a un punto B. Mucha gente viaja y se encuentra en su destino lo mismo que deja atrás: franquicias de comida rápida o de moda, hoteles a la europea con todas las comodidades, conexión wi-fi y horarios cumplidos a rajatabla. Suban ahora al Everest, hecho; háganse una foto en porretas en el Machu Picchu, hecho; vayan de luna de miel a la Riviera Maya, hecho… El viaje como algo que toca hacer para no ser menos que los demás, el destino como un lugar en el que vas a dejar constancia de tu breve estancia porque en pocos minutos tienes que salir corriendo a otro lugar en el que hacer acto de presencia. Kilroy was here.
Por supuesto, hay otros planteamientos, como el del viaje como objetivo en sí mismo, como acumulación de experiencias, descubrimiento de otros lugares y otras personas, y también de esos rincones del espíritu que a uno mismo se le revelan al exponerse a aquello que nos es ajeno. Esperando en un aeropuerto, mientras observaba la mutación de las tablillas que anunciaban los vuelos, Chema Rodriguez visualiza lo que será El Diente de la Ballena (Varasek Ediciones, 2011): un sueño y tres destinos. Tres viajes de esos «que se maceran en la mente durante años», a lugares distantes entre sí, tocados por el velo del mito, lugares que la civilización todavía no ha destruido, homogeneizado o banalizado, al menos por completo: el autor parte para conocer la ceremonia del peyote, la legendaria Tombuctú y las estepas mongolas por las cuales todavía cabalgan los descendientes de Gengis Khan.
Le acompañará en calidad de amuleto un diente de ballena que rivalizará en varias ocasiones con fetiches locales, talismanes cargados de poder por cosmogonías ajenas: no hay que despreciar su magia, cuando reina la incertidumbre, nada mejor que aferrarse a la creencia de que algo nos ayuda en el viaje. Y el autor ciertamente va a necesitarlo, ya que para llegar a muchos de sus destinos lo excepcional va a ser disponer de buenas carreteras, líneas de ferrocarril o vuelos regulares. Con frecuencia tendrá que recurrir a incómodas (y rebeldes) monturas, convertirse en mercancía fluvial, ejercer de involuntario contorsionista en un coche destartalado lleno hasta los topes, o estar dispuesto a regatear un billete hasta el agotamiento. Por muy preparado que vaya el autor, el viaje se convierte en una sucesión de imprevistos que acaban por ofrecer una experiencia tan relevante como la de llegar al final del camino, una experiencia compartida con quienes antaño establecieron y narraron esas rutas: «Los viajeros (…) disfrutamos dando vida a un billete de tren o buscando el banco que ocupó cierto personaje novelesco; guardamos recuerdos sin más valor que la imagen que proyecta de momentos ya pasados».
Como viajero, el autor experimenta y observa, pero siempre a pie de calle y de tú a tú con los nativos. Siendo siempre «el extranjero», solventa las situaciones con paciencia, flexibilidad, capacidad de empatía y mucho sentido del humor, dirigido en primera instancia si mismo: encaja con deportividad la guasa de la que es objeto en ocasiones. Es el precio que paga este blanco que viaja con los nativos: «¿No viaja Usted con los hucholitos? Pues los huicholitos nunca tienen prisa», le explican, justificando la demora de un vuelo en avioneta. No siempre de acuerdo con las opiniones de aquellos con los que se encuentra, transcribe sus opiniones dejando claro que no son las suyas, sin pontificar. Se trata de comunicarse con otros y comprenderlos a traves de la experiencia; no se trata tanto de estudiar sujetos como de conocerlos. En un extremo contrario, aparecen de tanto en tanto en el relato los antropólogos profesionales, quienes en su inclinación a ver a otros humanos con un visión más entomológica que humanista recuerdan un tanto a sabios de opereta evadidos de un album de Tintín.
Pese a lamentar el próximo fin de unas maneras de vivir diferentes, el autor no sucumbe a la tentación de idealizar sin más al Buen Salvaje: Su vida es dura y los parajes que habitan son a menudo inhóspitos (como esa precaria tienda de pieles que «De lejos, invitaba a la ensoñación, de cerca a la desesperanza»). En esos lugares la oportunidad de una ducha en un hotel en medio del desierto se convierte en un lujo exquisito. Tal vez porque su vida es áspera, sus anfitriones suelen ser acogedores con los extraños: a veces son herméticos y un punto desconfiados, como los Huicholes de Sierra Madre, otras casi alarmantemente cariñosos como los Bororo, pastores y sensibles estetas del Sahel (unos verdaderos metrosexuales del desierto), o genuinamente obsequiosos como los Darhat de Mongolia.
Uno de los mayores reproches que se le hace a la civilización del hombre blanco que alguna vez llegó a esos lugares es la imperiosa implantación de sus costumbres y creencias: a veces se trata de una imposición caprichosa, como la masiva construcción de campos de baloncesto por un prócer forofo del deporte, que sin duda lo considera más importante que crear infraestructuras para mejorar los transportes, la educación o la sanidad. E incluso cuando se construye algo con otro fin, se hace sin pararse a considerar los destrozos que con ello se puedan causar: Los Tsatan de Mongolia, a los que se hizo olvidar sus métodos tradicionales de cuidar y curar al ganado, son ahora dependientes de medicamentos veterinarios, que raramente les llegan ahora que las estructuras de los estados que les asistían se disgregan o son privatizadas de manera arbitraria y corrupta. La única alternativa que se les ofrece a muchos de estos grupos es abandonar su estilo de vida nómada y sedentarizarse, o, lo que es lo mismo, abandonar su vida para seguir viviendo de un modo no necesariamente menos precario, perdiendo sus raíces.
Hay algo que aún resulta menos envidiable a los ojos del autor (y ciertamente a los de esta lectora), y es la situación de las mujeres en estas sociedades. Refiriéndose a los comentarios de un antropólogo sobre la poligamia que, por supuesto, es observada exclusivamente desde el lado masculino, Chema Martinez se lamenta de que «el mundo de las mujeres suele permanecer oculto a los investigadores que, salvo raras ocasiones, eligen a los hombres como informantes». Excepción hecha de las mongolas Darhat, que mantienen un trato bastante igualitario con sus hombres, y poseen siempre una de las mitades de sus confortables yurtas, el autor se encuentra con muchas mujeres que envejecen prematuramente ajadas por partos y tareas sin fin no compartidas por sus maridos.
El autor declara que no es partidario de «los cantos románticos a la naturaleza» y, sin embargo, describe con elocuencia la intensa belleza de muchos de los paisajes por los que transita, lamentando la transitoriedad de la experiencia: «Miraba alrededor y, por momentos, me sentía absolutamente libre. Duraba unos segundos nada más porque sabía que, en el fondo, era libre, pero sólo en libertad condicional. Libre, a condición de que en unas semanas volviese a mi ciudad, al centro que te atrae con una fuerza recóndita y tira de ti para mostrarte que la libertad es como un teatro que sube y baja el telón, una representación a la que se asiste muy de tanto en tanto». Los paisajes y sus habitantes, como diría Próspero, se disuelven y desvanecen en el aire, aunque quedan en la mente para ser recreados para solaz del lector, con la excepción de aquel huichol que, solemne, se acercó al autor para solicitarle que no se llevara sus palabras, y del que por lo tanto, nada podremos leer. Al resto, les agradezco su consentimiento con el amable latrocinio que el autor hace de su verbo para construir su relato.
(1) -Dime, alegre amigo ¿Quién eres tú?
-¿Qué quien soy yo? ¡Vaya Pregunta! Pues un hombre como tú.
Emanuel Schikaneder, libreto de La Flauta Mágica (1791)