Marlow mira al horizonte, impasible. Clava sus ojos en esa línea invisible, en realidad inexistente, que separa el cielo del mar, el azul del celeste, el verde del azul, el verde del celeste, del gris, del turquesa, el azul del azul. Clava sus ojos en esa línea (invisible/inexistente) mientras el viento mece con fuerza sus cabellos. (O le sopla en la coronilla, monda y brillante, no está claro si Marlow es calvo.) Mira al horizonte y piensa en Kurtz.
Kurtz, por su parte, no es más que un capullo tiránico enviado a África por alguna obscura compañía europea, La Compañía, con el fin de saquear todo el marfil de la zona. De paso, para gloria suya y solo suya, somete a los nativos, asesina sin escrúpulos, humilla a los jefes locales, obligándoles a arrastrarse ante él, cual gusanos, como preludio a las audiencias, y decapita a sus enemigos, clavando luego sus cráneos en picas, en guisa de advertencia para los imprudentes. Kurtz es un tirano y un asesino, y, ya lo apunté antes, un capullo, pero todos le admiran. Le adoran. Le idolatran. Y cuando La Compañía ordena al marino Marlow que remonte el río Congo en busca del capullo de Kurtz, se inicia un espeluznante viaje por los entresijos del alma humana.
El corazón de las tinieblas no es, como han insinuado algunos, una novela de aventuras. Ni tampoco, o al menos no prístinamente, una descripción de los excesos del colonialismo europeo de finales del siglo XIX. El corazón de las tinieblas es, ante todo, una brutal metáfora acerca de la crueldad del hombre.
Algunos, como el escritor nigeriano Chinua Achebe, han tachado la novela de racista, por mostrarnos una sociedad africana en las antípodas de la civilización, por cebarse en unos autóctonos del río Congo que creen en el mito y la tribu; gente sumisa, obediente, abúlica. Este autor, sin embargo, discrepa. Este autor cree que la preocupación de Conrad no era, en absoluto, trazar los contornos de la sociedad africana de la época. Lo que de verdad preocupaba a Conrad era analizar qué le ocurre al ser humano cuando consigue desasirse de los grilletes de la civilización, o cuando consigue imponerse a ella, o embaucarla a base de mentiras y cháchara. Para eso, Conrad se sirve de Kurtz, un comerciante de marfil que ha domeñado no solo la voluntad de los africanos, sino también (y esto contradice la tesis de que la novela sea racista) la de los europeos que le rodean, en la cercanía o la distancia: sus superiores, sus colegas, su inocente amada, e incluso un estúpido ruso que le venera sin remilgos en mitad de la selva: «¡Ah! Nunca, nunca jamás, volveré a conocer un hombre como él», exclama el estúpido ruso. «Deberías haberlo escuchado recitar poesía —su propia poesía, suya, me lo dijo—. ¡Poesía!». Y luego añade: «¡Oh, sí, amplió los confines de mi alma!».
Kurtz es Hitler y Mussolini. Kurtz es Leopoldo II explotando a diestro y siniestro las reservas de caucho del Congo belga. Kurtz es Franco para un falangista, Pinochet para un miembro de su Junta Militar. Kurtz es Castro y Stalin y Pol Pot. Kurtz es ese ser humano limítrofe, inhumano, capaz de ofuscar con su oratoria y sus mentiras al resto de los hombres, que le siguen como borregos, inclinando la cabeza en el más vergonzoso de los gregarismos.
El propio Marlow, narrador secundario de esta historia, oscila entre su admiración por el mito de Kurzt y su hastío ante el auténtico Kurzt: la bestia. Navega el río Congo en busca de un superhombre y acaba encontrándose, qué decepción, qué engaño, menudo timo, con el más ínfimo de los infrahombres, alguien que trata a sus semejantes como boñigas de vaca. Alguien cegado por la codicia y el egotismo, incapaz de ver más allá de su apestoso ombligo. Así, a lo largo de este viaje, Marlow, el marino/narrador, descubre qué ocurre cuando el hombre osa adentrarse en las tinieblas. Las tinieblas no son África, ni el Congo, ni el imperialismo europeo de finales del siglo XIX. Las tinieblas son, simplemente, la ausencia de civilización. Y esa ausencia, como lo muestra Francis Ford Coppola en Apocalypse Now —película inspirada, por cierto, por la novela de Conrad, la cual obsesionó durante años al director de El Padrino, hasta el punto de que, según la leyenda, casi ocasiona su divorcio— puede estar en cualquier parte: en África y/o Europa, en América y/o Asia.
Quien nace fuera de la civilización, en la naturaleza, no tiene por qué ser un monstruo. El monstruo es quien, en la civilización o en sus confines, elude las reglas de la convivencia, ignora la noción de respeto, se burla de la dignidad humana y mira por encima del hombro a sus semejantes. El monstruo es quien convence a otros hombres, negros o blancos, rojos, amarillos, para que se conviertan en monstruos, en nazis, en falangistas, en jemeres. Desde luego, la naturaleza, como la guerra o una calamidad cualquiera —sea del grupo o del individuo— contribuye a este proceso de alienación. Pero la alienación no es la que convierte al monstruo en monstruo, sino la que le pone a prueba y le deja elegir entre aquello que, sin serlo, es, y aquello que nunca llegó a ser, siéndolo:
Si era o no consciente de esta deficiencia suya es algo que desconozco. Creo que tomó conciencia de este hecho al final —solo muy, muy al final. Pero lo salvaje lo había atrapado apresuradamente, y le había infligido una terrible venganza por su fantástica invasión. Creo que le susurró al oído cosas sobre sí mismo que él ignoraba, cosas de las que ni siquiera tenía constancia hasta que se dejó aconsejar por la soledad —y el susurro se reveló irresistiblemente fascinante. Hizo eco en su interior, con fuerza, porque estaba hueco por dentro…
Por favor, háganme caso: no se zambullan en El corazón de las tinieblas en busca de aventuras. Si ansían vivir aventuras africanas, lean más bien El sueño del celta, de Vargas Llosa. Si quieren una crónica de excesos, opten por El fantasma del rey Leopoldo, de Adam Hochschild. Y si lo que buscan es una parodia sobre lo absurdo del colonialismo, acérquense a Viaje al fin de la noche, de Céline. Reserven El corazón de las tinieblas, este librito breve, sorprendente, casi mesiánico, para un día en el que estén dispuestos a adentrarse en el reino de lo tenebroso, donde conviven miedos y aprensiones, incoherencias, disparates, lo codicioso con lo esperpéntico, la avaricia, las miserias. Reserven El corazón de las tinieblas para esa tarde en la que, envalentonados, llenos de osadía, se atrevan a adentrarse en la maldad del ser humano.