Entre las escasas posibilidades que desembocan en hablar de sí misma y los miles de seres humanos de todo tipo y condición que se lanzan a publicar lo que consideran versos en cualquier lugar, la poesía se sostiene en una constante paradoja. Pocos caminos no transitados y ya desgastadísimos quedan para que pueda expresarse como género literario, y sin embargo nunca ha habido más personas que se consideren poetas al darle al botón «enter» después de un reglón. Aquellos malos tiempos para la lírica se han convertido en tiempos caóticos. Hoy existen muchos más poetas que poemas. En una proporción aproximada de un millón a uno. A un lado aquellos que en la actualidad apuestan por la poesía como forma literaria todavía capaz de comunicar cualquier asunto. Al otro el batallón de vates y bardos del «intro» y «como esta línea ha quedado debajo de la otra debe de ser una décima o espinela personal». Nos ocupamos de tres escritores pertenecientes a la primera categoría. En una clasificación se les pondría el nombre de románticos o de locos. Puede que suicidas. Quizá, en cierto modo, sean sinónimos.
Vicente Muñoz Álvarez realiza en Días de Ruta (ed. Lupercalia) una aproximación al imaginario beatnik, bajo un punto de vista personal, cotidiano y menos cercano al underground que al tedioso día a día de cualquier oficinista. La fascinación por multitud de aspectos y la aventura iniciática propias de los beats, tiene en Muñoz Álvarez su reverso no tenebroso, sino rutinario. Un personaje, viajante de zapatería, que se niega a rendirse y se aferra a la poesía como elemento salvador, y sanador, que le permita seguir adelante en mitad de la más aburrida mediocridad. Si, como dice la conocida cita de Lennon, «la vida es lo que pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes», Días de Ruta expone esa doble condición que fluye a la vez: el quehacer diario, asfixiante y adocenador, junto al pensamiento libre y los pequeños proyectos literarios, modestos pero suficientes para suponer una constante esperanza. Esta doble cabeza, este híbrido, se corresponde con un texto desarrollado de forma acorde, donde lo textos en prosa parecen a veces, valga la exageración, más poéticos que los propios poemas, que tienden a mantener un pie en lo narrativo. A su vez, la falta de pretensión y la sencillez del libro se corresponden igualmente con el carácter del personaje principal que, en primera persona, describe su viaje exterior e interior.
En el prólogo de Arcadia Desolada (ed. La Lucerna), de Pedro Juan Gomila, José Luis Reina indica cómo los poetas homosexuales españoles, salvo Luis Cernuda como ejemplo máximo, junto a Juan Bernier o Julio Aumente, suelen tomar tres caminos: cambiar el sexo del amado (Aleixandre), sublimar el deseo mediante mediante la estética (Villena) o difuminar al amado hasta hacerlo indistinguible (Lorca, García Baena, Gil de Biedma). Gomila toma partido por la falta de complejos y elabora un conjunto de poemas encadenados que van más allá de la simple reivindicación de la homosexualidad. En ellos refleja el dolor por una identidad proscrita y pisoteada durante la infancia y la adolescencia, sus secuelas y la lucha posterior por recuperarla de forma coherente y adulta. Con metros libres pero rítmicos, la mayoría endecasílabos o dodecasílabos, el libro conforma una narración que va del pasado al presente. Junto a ella, referencias clásicas al la mitología griega, utilizada aquí no como ocultación de determinados sentimientos, sino como apoyo y cierto distanciamiento irónico, pues precisamente, como comentábamos, muchos poetas se han servido de ella como cortina de humo. El desgarro interior de Gomila, su sinceridad y el carácter directo de esta obra, no está reñido en ningún momento con la elegancia y el cuidado formal. Esta circunstancia, lejos de atenuar las difíciles emociones que tratan de transmitirse, sirve de vehículo que potencia su comunicación. Pese a que la métrica clásica parece denostada, tenemos aquí a un poeta dotado en ese aspecto y al que sería muy interesante ver en un futuro enfrentándose con todo rigor a las estrofas canónicas.
Si Vicente Muñoz Álvarez y Pedro Juan Gomila arriesgan, lo de Ricardo Moreno es un cuádruple mortal desde el trapecio sin red debajo y haciéndose una foto «selfie» en mitad de la pirueta. En Antropogenia (ed. Lupercalia) opta por la forma de los antiguos cantos de tipo religioso que prefiguraron la poesía épica. Esos cantos exaltados, que hablan de los orígenes de un mundo y de una cultura, se sirven aquí de multitud de datos científicos recientes, desde la genética a la antropología, la geología o la física. La tabla periódica, el ADN, determinados datos astronómicos o sobre las especies anteriores de homínidos conviven con todo tipo de mitologías y dioses. Se puede decir que Moreno se ha tomado muy en serio aquel conocido poema de Pessoa, a través de su heterónimo Álvaro de Campos, donde comparaba en belleza al binomio de Newton con la Venus de Milo. El camino que va del Big Bang a los años 70 del siglo pasado, cuando precisamente nace este autor, retoma y realza formas poéticas en desuso, abandonadas hace mucho, y que sin embargo parecen ajustarse como un guante a los propósitos de este poeta que se ha atrevido a «rescatarlos». Un libro al que hay que calificar de insólito.
gracias por lo que me toca
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Gracias por esta reseña que, por azar, acabo de leer. Líneas certeras sobre un libro que tiene un pie en el clasicismo y otro en la desolación.